Mar 16.04.2013

CONTRATAPA

Homo Mad

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Como todas las noches (ya casi no piensa en Los Croods y en que el pobre padre Grug era, en realidad, el artista de la familia obligado a dejar la pintura rupestre porque lo que se impone son las ideas, los productos, lo que se necesita creer como indispensable), Rodríguez vuelve a ese sitio lejano del que uno nunca se aleja: el maravilloso mundo de los sueños, que también es el horripilante planeta de las pesadillas. Todo depende de qué lado cae la moneda. Ahora mismo, por ejemplo, el que cae es Rodríguez desde el piso más alto de un edificio altísimo. Dentro del sueño, Rodríguez accede a uno de esos momentos soñadores en que a la víctima del asunto se le permite una mirada externa: verse desde afuera; como si su sueño en picada no fuese otra cosa que los títulos de apertura de una serie de televisión que todos miran y escuchan para tener algo de qué hablar a la mañana siguiente. Algo que no sea su propia caída, en cámara lenta cada vez más rápida.

DOS Pero todavía falta un poco para eso. O mucho. Porque el tiempo en el canal de los sueños –donde el zapping es estilo y estética– transcurre de otro modo. Así, una caída dura años en cuestión de segundos y permite análisis detallado, como briefing de campaña para vender los placeres no del último salto, pero sí del principio de dejarse caer. Así, Rodríguez descubre que el edificio del que salta y cae no es uno de esos rascacielos de uñas largas y pintadas de rojo de Madison Avenue sino una de esas madrileñas y torcidas torres alguna vez muy famosas –por aquellos años en que la burbujeante España iba bien luego de vender su alma por un puñado de euros– como representación inmobiliaria/arquitectónica de la marca de Satán en el film El día de la bestia y ahora, en cambio, célebre por albergar en sus tripas a una entidad financiera de nombre Bankia que se fue al demonio y con ella buena parte de quienes le confiaron sus ahorros y ahora arden. De furia. De fiebre. De dolor.

TRES Y no hace falta ser Sigmund Jung para interpretar de qué se trata y de qué trata la materia del sueño de Rodríguez. Horas atrás, Rodríguez se sentó a ver el primer y doble capítulo de la sexta temporada de Mad Men. Apenas 24 horas después de su emisión en la HBO de Estados Unidos, anunciaban los responsables de Canal +; como si semejante gesto situara aún a España en un primer mundo del que fue expulsada para purgar sus pecados. Y, antes de que empezara el retorno de Don Draper, Rodríguez se había enfrentado a la nueva y flamante campaña televisiva para el relanzamiento de la rescatada, recapitalizada, resucitada y walking dead Bankia. Y Rodríguez no podía creer lo que estaba viendo: dos spots de esos que buscan emocionar al espectador. Ya saben: música clásica pero moderna, ciudadanos anónimos como estáticos y extáticos por la Segunda Venida después de un injusto Juicio Final, y una de esas voces cálidas pero firmes llamando a un ahora sí, entre todos, todos juntos. Vamos a “dar cuerda” y “empecemos por los principios” y “ponernos en marcha” y olvidemos el pasado que ya pasó y tomémonos de la mano, que aquí no ha pasado porque nada queda. Salvo Rodríguez (¿dije alguna vez que Rodríguez es publicista y que sus jefes son argentinos?) con ganas de saltar por la ventana y caer encima de alguien. Pero mejor no. Y es que ahí abajo, en el fondo, hay demasiada gente estafada por las preferentes, desahuciada, recortada, de salida y consciente de que ya nunca podrá volver a entrar. Y lo único que les falta es que, caídos, encima les caiga alguien.

CUATRO El periódico satírico y online El Mundo Today tituló “Bankia invierte tu dinero en un anuncio para convencerte de que invierte bien tu dinero”. Después, un Don Draper más parco que nunca en capítulo titulado “The Doorway”. Draper de vacaciones/trabajo en el didionesco Royal Hawaiian Hotel, con Megan, leyendo el Infierno de Dante junto a la piscina. Y ya se sabe que a Draper –recordar aquella fuga a Los Angeles– no le sienta bien salir, alejarse demasiado de las oficinas de Sterling Cooper Draper Pryce (RIP). Cuando Draper viaja se pone raro. Así, de pronto, Draper experimentando epifanía espiritual y crisis existencial luego de conversación con soldado rumbo a Vietnam y a cortar orejas de charlies. Algo que a Draper le cuesta definir y traducir a slogan. De regreso en esa Manhattan que parece parque temático cósmico regentado a millones de años luz por aliens/replicantes obsesionados con el look Mad Men, Draper como una especie de zombie por los pasillos de su agencia. Y –¿Don perdió su don?– proponiendo aviso de prensa turístico y paradisíaco como una apenas subliminal invitación al suicidio entre olas azules. Más tarde, Draper posa frente a un fotógrafo que le pide “Sólo quiero que sea usted mismo”. Y Draper descubre que, sin darse cuenta, ha intercambiado en Hawaii su Zippo con el del soldado. Después, Draper se emborracha y vomita en el funeral de la madre del gran Roger Sterling, el más humano y menos extraterrestre de todos, el que se merece show propio –¿Mad Man?– cuando todo esto llegue a su fin y todo se desvanezca como lágrimas en la lluvia. El final nos muestra a Draper una vez más siendo infiel para intentar, en vano, ser fiel a sí mismo, mientras suspira un “Quiero dejar de hacer esto”. “Yo también”, piensa el fiel Rodríguez mientras se anuncia que a la noche siguiente empieza la tercera temporada de Juego de tronos. Otra manera de dar hachazos y clavar puñales y dejar tirada a la gente por el camino mientras, en el horizonte, se alzan esas torres torcidas y el invierno siempre se acerca, aunque ya sea primavera.

CINCO Y esto no lo piensa Rodríguez, pero lo pienso yo y obligo a Rodríguez a pensarlo: la idea de que los guiones de Mad Men van adoptando la cambiante textura de los relatos de los grandes escritores de Nueva York o de The New Yorker. Así, todo arrancó en los ’50 con mucho de John Cheever (con un toque místico del primer J. D. Salinger); siguió con la liberación doméstica en los ’60 de John Updike; y ahora mismo se adentra en los años ’70 con la fragmentación de Donald Barthelme y los finales abiertos de Ann Beattie. Matthew Weinner –creador de Mad Men– ya advirtió que en algún momento de la próxima y última temporada, Don Draper dará un salto en el tiempo como astronauta de Kubrick (por lo que nos perderemos los ’80 del realismo sucio de Raymond Carver y la marchosa nariz empolvada de McInerney & Ellis) y aterrizará, casi nonagenario, en nuestro presente todavía finisecular y milenarista. ¿Tendrá entonces Draper el cerebro entrópico-solipsista con notas al pie de David Foster Wallace o será un lírico elegante patrocinado por Viagra à la James Salter? Quién sabe... Una cosa es casi segura: ahí y ahora, Don Draper seguirá cayendo, en el aire, pensando en cómo hacer para que no se sepa que él siempre fue un excelente y exitoso producto perfectamente fallado, escondido detrás de una gran idea, e íntima e inconfesablemente seguro de que –como en lo de Bankia & Co.– el cliente nunca tiene ni tendrá la razón.

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