CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
“Castigo me dio tu mano /
pero más dolió tu ausencia”
Manzi, “Milonga triste”.
Hoy se cumplen siete años de la muerte, a los ochenta y cuatro, de la tanita Alida Valli, uno de los pares de ojos grises más hermosos y tristes del cine universal. Si la buscan en Google o fuente informativa equivalente van a ver que tenía sangre mezclada con austríacos triestinos y un nombre original de renglón y medio, larguísimo y nobilísimo; era baronesa, parece. Pero la chica aristócrata nacida en el veintiuno eligió el cine y lo hizo en la incómoda Italia musoliniana de los primeros años cuarenta, en Hollywood (de paso) después, en Europa de vuelta –Visconti en Senso; Antonioni y Pasolini, nada menos, en los sesenta– y así, hasta bien grande. Como la Mangano, sobrevivió a la decantación progresiva de su belleza juvenil. Maduró bien, la premiaron en activo y también ya retirada.
Sin embargo, al menos yo –y muchos– no nos acordaríamos de ella si no fuera por El tercer hombre, la maravillosa película de Carol Reed de 1951 escrita por Graham Greene, ambientada y filmada en esa claroscura Viena de posguerra donde el impune Harry Lime con cara de Orson Welles hace negocios amorales con la penicilina adulterada, hace el macabro chiste de los suizos y el reloj cucú mirando hacia abajo desde la rueda gigante de un parque en el que sólo él parece divertido.
He contado varias veces que recuerdo El tercer hombre como una de las primeras películas de adultos que vi, estrenada en un pueblo de la provincia de Buenos Aires supongo que en el ’52, con mis viejos que me llevaban como se usaba entonces, a los seis años. Mejor dicho: de todas las que vi que no fueran de cowboys, de Tarzán o de piratas en esa época, es la primera que recuerdo, sobre todo por la música de Anton Caras, la persecución por las cloacas de la ciudad y –sobre todo, curiosamente– por la larguísima escena final con la alevosa cítara que seguía sonando hasta el The End y el encendido de las luces, incluso hasta la vuelta a casa, que quedaba enfrente.
He visto muchas veces El tercer hombre desde entonces; he leído otras tantas el prólogo y la novela corta que Greene extrajo del guión y que publicó, junto con El ídolo caído –la otra película que escribió para Carol Reed– El Séptimo Círculo; recuerdo los testimonios del secundario Joseph Cotten sobre el tema; tengo idea de la divergencia entre Reed y Greene respecto de cómo debía ser el final. Y siempre celebro que se haya impuesto el criterio del director.
Es que, como en la transitada Casablanca, también acá hubo largo debate y despliegue de posibilidades sobre la conveniencia o no de un equívoco “happy end” que reuniera a los que se suponía que el público quería ver juntos al final. La diferencia nada sutil es que mientras –en la de Michael Curtiz– Bogart compone un Rick durísimo y decide cortarla él desde un desprendimiento consciente y algo impostado de conciencia política; en la de Greene-Reed, es ella, la Valli, la que se va sin adosarlo, dura y consciente de que –más allá de la política y las buenas causas– no soportaría jamás quedarse con un (bienintencionado) botón. Pobre Cotten.
Esa escena final, la larga caminata de la mina (tapado y sombrerito) que se viene por el sendero cubierto de hojitas otoñales del cementerio de Viena tras enterrar de una buena y definitiva vez al escurridizo Harry, mientras él, Cotten, apoyado a la izquierda de la pantalla, la espera sin certeza pero con la que suponemos callada esperanza; esa escena, digo, vale muchos minutos, horas, años de cine. Yo la llevo puesta desde hace sesenta.
No deja de ser un hermoso destino para Alida Valli, bacana de nacimiento, hermosa mujer y buena actriz, esa viejita largamente célebre y celebrada que se murió hace siete años, el haber quedado pegada en la memoria colectiva por una película extraordinaria y –dentro de ella– por una escena triste, solitaria y final, como diría el que te dije.
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