› Por Juan Forn
A Mijail Osorguin le encantaban los futuristas rusos porque creía que hablaban metafóricamente cuando decían que había que destruir todo lo viejo. El también estaba en contra del zar y de la censura, incluso había padecido unos años de exilio en Florencia y Venecia pero, como todos los rusos, no soportó mucho viviendo lejos de su patria y volvió. Osorguin fue el que llevó a su país los Manifiestos Futuristas del italiano Marinetti, los tradujo y los puso a circular y fue testigo privilegiado del famoso cisma cuando el padre del futurismo llegó triunfal a Moscú en 1914 y los futuristas rusos se le aparecieron con las narices pintadas de amarillo para decirle en la cara que era un pelmazo, que atrasaba sin remedio, que la verdadera vanguardia del arte eran ellos. Osorguin sintió un escalofrío de orgullo ante aquellos jóvenes revoltosos: él también creía que la creatividad liberada asomaría en las paredes callejeras y en las plazas y en los techos de los vehículos e incluso en el aire de las ciudades, pero seguía creyendo que la destrucción de todo lo viejo era una metáfora. Cuando tres años después los bolcheviques tomaron el poder y suprimieron toda censura en libros y revistas, sintió vahídos: descubrió que no sabía escribir sin enmascarar en filigranas lo que quería decir, descubrió que la realidad iba más rápido que él y que no era el único al que le pasaba.
En la vorágine de esos primeros meses de la Revolución en que nada funcionaba pero todo parecía posible, Osorguin y otros como él encontraron por azar su lugar y su razón de ser: en Moscú no había libros, las viejas librerías e imprentas habían sido clausuradas y aún no abrían las nuevas. Había otras prioridades, como por ejemplo el hambre; la gente cambiaba cualquier cosa por un kilo de harina o una bolsa de arenques, pero también había quienes preferían abstenerse de leña, vodka o té si con esos kopeks podían echarle mano a un buen libro. Así fue como nació La Librería de los Escritores en un callejón perdido de Moscú. Afuera se delineaba a golpes de hacha el Nuevo Orden, los ideólogos trabajaban a doble turno, los futuristas estaban en su propio mambo colgando carteles monumentales de los frontispicios de los palacios y haciendo salir música por las sirenas de las fábricas, mientras en los fondos de la calle Bolshaia Nikitskaia, en un desangelado local con la vidriera cubierta de escarcha, se juntaba una raza anónima y silenciosa para hacer lo único que sabía hacer, con o sin dinero: estar entre libros.
La Librería de los Escritores era una cooperativa, no había empleados ni autorización para funcionar, cada uno de sus miembros se las arreglaba para estar allí cuatro o cinco horas al día de manera que estuviera abierta día y noche, trabajaban con abrigo y guantes puestos, calentándose las manos con el aliento. En la caja estaba Dilevskaia, la soprano que perdió la voz a causa del frío; el mejor vendedor era Gritsov, que había tenido gran éxito entre las damas como conferencista de arte; el novelista Yakóvlev se encargaba de llevar y traer remesas de libros en trineo por las calles nevadas; el gran ensayista Berdiaev clasificaba maníacamente las partidas entrantes; el poeta Jodásevich se encargaba de pagar y daba siempre de más (su vara era el hambre que traía el vendedor, no los libros que ofrecía). La librería no tenía nombre, porque había abierto sin permiso; gracias a eso lograron al principio pasar inadvertidos y después zafaron porque se habían vuelto una necesidad. Todos los que temían que les requisaran sus bibliotecas o necesitaban desprenderse de ellas para poder comer acudían a la calle Bolshaia Nikitskaia. Lo mismo pasaba con los encargados de las bibliotecas y clubes obreros de provincias que llegaban a Moscú en busca de material. Osorguin y sus amigos eran los únicos capaces de conseguirles lo que necesitaban, sin esperas interminables. Podían armar en horas una biblioteca de cualquier tema: técnicas, jurídicas, militares. Y liquidar una al menudeo igual de rápido. Como el rublo se devaluaba hasta un ciento por ciento de un día para el otro, nunca se quedaban con dinero al final de la jornada: lo que había en la caja a esa hora lo usaban para ayudar a colegas necesitados, que sabían que la caída de la noche era el momento en que había que acercarse a la Bolshaia Nikitskaia.
Lenin lo toleraba porque no tenía otra manera de abastecer de libros los sóviets. Pero las aguas ya se habían dividido para entonces: cuando Maiacovski visitó la librería y Osorguin trató de explicarle la teoría de la relatividad de Einstein (que tenían pegada en una de las paredes y era uno de los rincones más frecuentados del local), la nube en pantalones contestó con desdén: “No será eso sino la Revolución lo que nos hará triunfar sobre la muerte”. Para Lenin también eran una excrecencia del pasado: los llamaba los metafísicos, que era su manera de decir inútiles. Habían acompañado el cambio pero se estaban convirtiendo en un lastre, así que, en un gesto de clemencia inusual, les concedió permiso de salida y los fletó en un barco fuera de la URSS, en 1922. Osorguin y setenta buenos rusos inservibles como él partieron con sus familias rumbo a Occidente, en un vapor que con el tiempo se conocería como El Barco de los Metafísicos.
Dice la leyenda que el propio Lenin tachó de la lista a los que en su opinión tenían más fibra moral; a esos los quiso conservar en la URSS. Los metafísicos que se quedaron se volvieron punta de diamante: Ajmátova, Mandelstam, Pasternak. Los que partieron se fueron marchitando año tras año en Berlín, Praga y París. Eran una especie espuria para los círculos de la emigración rusa que habían huido con la caída del zar. Osorguin terminó de ponérselos en contra cuando les pidió publicar en su revista Anales algunos recuerdos de los tres años que duró La Librería de los Escritores. Entre otros episodios, contaba que un día apareció por la Bolshaia Nikitskaia un anciano que quería vender una carpeta de cartas manuscritas de Catalina la Grande, en un primoroso álbum de terciopelo amarillo con broche de plata. Si uno acercaba la vista al papel, aún alcanzaba a verse el relumbre de polvo de oro en la tinta. Osorguin le dijo que ellos no podían pagar lo que valían esas cartas, el viejo les contestó que si no las compraban ellos las venderían en la calle, por el terciopelo y el broche de plata. Osorguin y sus amigos juntaron todo el dinero que tenían, pagaron al viejo, y conservaron escondida la carpeta hasta que llegó el momento de partir. Interrumpiendo la lectura, el anciano director de la revista alzó la vista hacia Osorguin, preguntó con trémula avidez qué había pasado con la carpeta y le arrojó las páginas en la cara y lo echó furibundo de su oficina cuando Osorguin contestó que él nunca había creído en la destrucción de todo lo viejo: el día en que abandonó Moscú la había entregado en mano a una persona de su confianza en el Museo de la Historia, donde puede verse hasta el día de hoy.
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