Sáb 27.04.2013

CONTRATAPA

Lograr la paz eterna

› Por Osvaldo Bayer

Fue un día glorioso. Valió la pena luchar. En Santa Rosa, la capital de nuestra provincia de La Pampa, el intendente de la ciudad, acompañado por los maestros, las organizaciones de derechos humanos y el pueblo en general, procedió a la inauguración del monumento al cacique Pincén, aquel ranquel que con todas sus fuerzas enfrentó a las tropas de Buenos Aires que venían a desalojarlos de sus tierras y convertir en esclavos a los hombres, mujeres y niños de los pueblos originarios. Pincén luchó siempre, fue el más valiente de todos, el más sagaz y lúcido. Estuvo siempre en primera fila, con un coraje que le daba el amor a su tierra. Cuando ya anciano y viendo que si continuaba la lucha iba a perecer toda su gente, inclusive su numerosa familia, trató de hacer las paces. Fue tomado prisionero por el coronel Villegas y, finalmente, enviado a la isla Martín García, donde pasó ocho largos años hasta que se le permitió ir a vivir a sus antiguas tierras de donde fue, al poco tiempo, nuevamente llevado a la isla Martín García, acusado de haber inspirado el crimen contra un estanciero inglés. Esa acusación fue totalmente falsa. Pero demostraba la falta de respeto por la vida de los pueblos originarios en esas épocas argentinas de llamado liberalismo positivista, que significó un verdadero genocidio para los pueblos originarios, acompañado del robo de sus tierras ancestrales.

Por fin se está reconociendo todo esto luego del profundo estudio de nuestra historia por diversos investigadores, y a ciertos titulados héroes se los está bajando del pedestal.

Justo eso es lo que se volvió a vivir en Santa Rosa. Allí se realizó un acto en el teatro municipal, con la presencia de las autoridades locales, en celebración de haber cambiado el nombre de la avenida Julio Argentino Roca, el principal ejecutor de la campaña de quitar las tierras a los pueblos originarios, restablecer la esclavitud en la Argentina durante la presidencia de Nicolás Avellaneda y de cometer la más grade matanza de pueblos originarios en estas tierras. Ahora toda esa avenida llevará el nombre del Libertador, José de San Martín, justo la figura opuesta en pensamiento a Roca, que jamás hizo discriminación con respecto a los pueblos originarios, a quienes llamaba “nuestros paisanos los indios”. Pensamiento que compartió a ultranza con Manuel Belgrano, Mariano Moreno, Juan José Castelli y Bernardo de Monteagudo.

Emocionante fue cuando se vio a mapuches en sus ropas típicas dar cuatro vueltas alrededor del monumento al cacique Pincén.

Es que en Historia siempre, al final, triunfa la Etica, la Verdad. Un genocidio es un genocidio y no se lo puede tapar con el eufemismo de llamarlo la “Campaña del Desierto”. También quedó en claro que, además del genocidio y el robo de tierras, los vencedores volvieron a practicar la odiada esclavitud que había comenzado a eliminarse en nuestro país en la célebre Asamblea del año XIII, cuando se proclamó la libertad de vientres, es decir que a partir de ese año, tres después de la gloriosa Revolución de Mayo, quedaban libres los hijos de los esclavos que nacían ese año. Como decimos, esa esclavitud fue reimplantada por el presidente Avellaneda y su ministro de Guerra, el general Julio Argentino Roca. Se puede comprobar en los diarios de Buenos Aires de la época de la “campaña del de-sierto” en avisos oficiales con el título de “Hoy entrega de indios”. Y cuyo texto rezaba: “A toda familia que lo requiera se le entregará un indio varón como peón, una china como sirvienta y un chinito como mandadero”. Tal cual. En ese idioma discriminatorio para con las mujeres y los niños de los pueblos originarios. Sí, todo eso a más de sesenta años de la célebre Asamblea del año XIII, que había llevado a la realidad el pensamiento tan noble de aquel 25 de Mayo de 1810.

En el acto que se realizó en la capital pampeana, después de la inauguración del monumento al cacique Pincén, historiadores trajeron a la luz la verdad acerca de aquel período increíble de nuestra historia, cuando después del genocidio cometido por el Ejército, que decía que traía el progreso y la cultura civilizada, se repartieron cuarenta millones de hectáreas de tierras entre socios de la Sociedad Rural, entidad que había cofinanciado la masacre de esos pueblos que hacía siglos poblaban esas extensas pampas. Hecho que fue celebrado a los cien años de sucedido, por la dictadura de la desaparición de personas del general Videla, con el desfile de tropas del Ejército Argentino en la ciudad rionegrina de General Roca. Fue el desfile más grande que recuerda nuestra historia, para celebrar el genocidio de la llamada campaña del desierto. Un hecho que fue aplaudido por los diarios más grandes de Buenos Aires con suplementos especiales dedicados a recordar con palabras adulatorias ese crimen de lesa humanidad cometido con los pueblos autóctonos.

Pero la verdad histórica que se escondió a casi un siglo y medio de sucedido el genocidio y que se tergiversó en los libros de historia con que aprendieron tantas generaciones en los institutos de enseñanza, finalmente surge y se demuestra la verdad.

El ejemplo dado por las autoridades municipales de Santa Rosa, de cambiar el nombre del genocida Roca por el del Libertador San Martín, debería ser imitado por todas las otras urbes y pueblos argentinos que todavía tienen calles y plazas con el nombre de los autores del genocidio más grande de nuestra historia. Los que demostraron la verdad sobre la denominada “campaña” ya han tenido la satisfacción de presenciar la quita de esos nombres en dieciocho ciudades argentinas. Mientras, hay autoridades comunales que miran hacia el costado cuando se le reclama ese derecho de la ética de eliminar honores a quienes trajeron la muerte y el robo de sus tierras nada menos que a los pueblos que las poblaron siglos antes de que llegaran los “occidentales y cristianos” de Europa a traer la llamada “civilización”. En nuestra Ciudad Autónoma de Buenos Aires, hace dieciocho años que presentamos el proyecto para quitar de nuestro centro ciudadano el monumento más grande de nuestra ciudad y, además, el más céntrico, que es el del mayor genocida de los pueblos originarios, Julio Argentino Roca, nada menos que a pocos metros de nuestro célebre Cabildo del 25 de Mayo. Ese monumento fue erigido en la década infame, la del fraude patriótico, inspirado en un proyecto de Julio Argentino Roca (hijo), vicepresidente del general Justo, dos candidatos surgidos después del vergonzoso dictador general Uriburu, quien fue el golpista que terminó con el segundo período del presidente Hipólito Yrigoyen. Y ese monumento del general Roca montado en un brioso corcel –aunque se sabe muy bien que el citado general jamás anduvo a caballo–, sigue allí, para dolor de todos los argentinos que llevan en sus venas sangre de los pueblos originarios.

Los representantes políticos de la ciudad guardan silencio –en su mayoría– sobre esta necesidad ética de dejar de glorificar con un monumento a un genocida, y el propio Mauricio Macri, jefe de Gobierno de la ciudad, ha contestado que en “Historia hay que mirar hacia adelante”, cuando la moral nos obliga a “aprender de la Historia” y no mostrarle la espalda.

Ojalá los porteños, muy pronto, tengamos la alegría de ver reemplazar ese monumento a la muerte por un monumento a la vida. Algo que inspire a la vida y no al genocidio de pueblos. En el acto de Santa Rosa, un mensaje de la comunidad ranquel Cacique Manuel Carupiñan Pincén, firmado por un descendiente del cacique ranquelino, lo expresó con estos dignos términos: “Hoy, en este día, quizá no es tan importante discutir sobre el origen del cacique Pincén, pero sí poner en alto el mensaje que él nos dejó: luchar por un mundo inclusivo, donde ranqueles, mapuches, tehuelches, criollos, afrodescendientes y europeos puedan vivir en comunidad, en un mundo respetuoso de las diferencias”. Firmado: Luis Eduardo Pincén.

Qué palabras sabias. Dichas por un descendiente de aquel cacique. Sí a la convivencia, un no rotundo al racismo. Ese es el único camino a la Paz entre los pueblos y al verdadero progreso. El lograr la Paz Eterna, como la soñaba el filósofo Kant.

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