CONTRATAPA
Ground Zero
› Por José Pablo Feinmann
Desde Nueva York
A las tres de la mañana, desde el piso veintiocho de un edificio de South End Avenue, ese desierto inmenso y blanco que hay ahí abajo, ese desierto iluminado hasta la náusea por la obstinación de la visibilidad infinita, ese desierto es el Ground Zero y es el lugar en que estaban las Torres Gemelas, o el lugar en que ya no están. Lo que se ve es un gran espacio. Una ausencia enorme. Una nada que aturde y enmudece. A la vez, a esta hora, a las tres de la mañana, se ve el deseo del Imperio herido por exhibir su herida. ¿Hay necesidad de iluminar tan escandalosamente ese hueco? Es de noche, hace casi frío, tal vez el manto piadoso de algunas sombras (las sombras naturales de la noche) no debiera bloquearse. Y no: luces de rencorosa potencia hacen de la Nada el espectáculo de la Muerte. El Ground Zero es el abismo. No se puede ir más allá de él porque no es posible ir más allá de la Nada.
Se ven algunos camiones, algunas maquinarias pesadas y laboriosas, algunos pequeñísimos hombres vestidos de amarillo que andan de aquí hacia allá, restañando o custodiando. Están construyendo un servicio de subterráneos y hasta un tren. Esto es totalmente secundario. El Imperio tiene muchos planes para el Ground Zero pero aún ninguno está a la vista. Lo que se ve es lo que no se ve, lo que está es lo que no está. No hay, en el Ground Zero, otra cosa que la ausencia.
Toscamente, en la pared de un edificio lateral, algún artista áspero, primitivo, ha hecho un dibujo gigantesco. Es un corazón que tiene los colores de la bandera del Imperio. (Que no hay lugar donde no se la vea, ya que una nación en guerra, y así lo está Estados Unidos, tiene que exhibir a sus ciudadanos el símbolo de la patria por la cual, si es necesario, habrá que darlo todo.) En el medio del corazón, la Estatua de la Libertad. Al pie, una leyenda tan tosca como el dibujo, pero la confesión de un gran dolor, de un ultraje que fue más allá de toda dimensión previsible: “El espíritu humano no se mide por el tamaño del acto, sino por el tamaño del corazón”. El texto, en principio, reconoce lo evidente: el tamaño del acto. El “acto” ha sido colosal, desbordó toda medida, toda forma y, bajo esta condición, ha sido “monstruoso”. Uno mira esa infinita ausencia y se pregunta qué devastación podrá repararla, al saber, como sabe, que el Imperio actúa retaliativamente. El texto, luego, miente. Para el Imperio el espíritu humano se mide, absolutamente, por el tamaño del acto. Un Imperio, ante todo, se relaciona con el tamaño; el tamaño del Imperio es la totalidad. Un Imperio es siempre total y lo total nunca es pequeño. El “espíritu humano” que el Imperio encarna y expresa es inalienablemente grande. Tanto, que lo abarca todo. Tanto, que es, sin más, el Todo. Desde el punto de vista de los guerreros de Bush el texto es lo que ellos llaman una “mariconada”. ¿Qué es eso del tamaño del corazón? ¿Con eso vamos a responder a quienes así nos hirieron? ¿Con una frase de soap opera? ¿Con una bobería de comedia sentimental? ¿Con Tom Hanks y Meg Ryan y no con John Wayne y Charlton Heston? Uno sabe que no y eso estremece, mete miedo. No angustia sino miedo. Uno, claramente, le tiene miedo a la furia de Estados Unidos. Uno sabe que habrán de duplicar o triplicar el “tamaño del acto”. Si esto nos hicieron ahora verán lo que vamos a hacer nosotros. El tamaño del corazón del Imperio no es grande por su bondad o por su tolerancia o su magnanimidad sino por su poder. El tamaño del Imperio es el de su poder. Un poder que se quiere a sí mismo, que se alimenta del “odio a” sus enemigos, y del “odio de” sus enemigos y que, como la voluntad nietzscheana, sabe que para conservarse tiene que crecer constantemente. No crecer no es mantenerse. No crecer es retroceder, ir hacia atrás, perder espacios vitales. “El poder sólo es tal mientras siga siendo aumento de poder (...) Un simple detenerse en el aumento de poder, el mero hecho de quedarse parado en un grado determinadode poder es ya el comienzo de la disminución y decadencia del poder. La superación de sí mismo en el poder forma parte de la esencia del poder” (Heidegger, “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto’”).
Al atardecer uno baja y se mezcla entre la gente. Hay “de todo” ahí. Nueva York es Babilonia y toda Babilonia es caótica, como caótica es su identidad. ¿Quiénes son estos seres absortos que sacan cientos y cientos de fotografías y hablan en toda suerte de lenguas? Caminan, miran, activan sus cámaras y filmadoras, se cansan y luego toman un capuccino en el Starbucks Coffee. “Estos tipos se llenaron de guita”, me dice un taxista. “Imagínese, tener un café aquí, a una cuadra del Ground Zero.” Me siento en el Starbucks Coffee y me bebo un capuccino; yo también estoy cansado y quiero, además, ver el cansancio de los otros. Ninguno parece saciado. Lo que fueron a ver no se ve. Qué espectáculo incómodo es la nada: sólo produce angustia. Regreso al Ground Zero. Todos siguen sacando fotos, o filmando. ¿Qué filman? ¿Qué fotografían? Filman lo que ya no está. Se testimonian que lo que estaba no está, se nihilizó. El Ground Zero es un hito en la nihilización de la cultura occidental. Jamás una ausencia fue tan desmedida. Jamás la Nada fue tan enorme. Filman, también, estos seres babilónicos, algo extraviados, desbordados por la facticidad cruel de la Historia, esos garabatos que abundan en las paredes laterales. Nombres, muchos nombres. Y una leyenda omnipresente: “God Bless America”. Los norteamericanos no sólo creen en Dios. Creen, además, que Dios existe porque existen ellos, porque existe “America” y porque Dios tiene la misión eterna de bendecirla. Hay un pacto entre “God” y “America”. Ese pacto se expresa en la “bendición” y esa “bendición” cae pesadamente sobre los anchos y gloriosos hombros de “America” que está dispuesta a encarnarla. En suma, si “God” bendice a “America” es porque “America” asume en este mundo extraviado el papel de Dios.
Desde Kierkegaard hasta el Heidegger de “Ser y Tiempo” y hasta el primer Sartre, la angustia se revela ante la nada. La experiencia fundante de enfrentarse al Ground Zero es la de enfrentarse a la Historia en tanto Nada. La angustia que produce el Ground Zero surge de una experiencia radical, absoluta: donde hubo algo puede, de pronto, no haber nada. Esta experiencia que Heidegger llamó “Ab-Grund” (abismo), esta ruptura entre las significatividades del mundo que Sartre describió como “náusea”, se siente aquí. Y esta Nada es el Terrorismo. El terrorismo no es la URSS, esa entidad verificable, cuantificable, pre-decible. El terrorismo está en todas partes y en ninguna. Un norteamericano le podía tener “miedo” al comunismo, pero no angustiarse por él. Le tenemos “miedo” a algo y el comunismo era “algo”. El terrorismo no es nada y si algo es, es nihilización, destrucción. Ante la nada, sólo resta la angustia. ¡Cuánto daría por tenerle miedo a algo! “Algo” siempre está en un lugar, es siempre verificable y, en cuanto tal, pasible de control o destrucción. La nada no es algo, de aquí que lo cubra todo. De aquí que contamine por completo mi existencia hundiéndola en la angustia. El terrorismo no es algo. Es una nada que produce nada, una nada que nihiliza. ¿Cómo no habría de estar angustiado el Imperio? Por decirlo así: necesita controlar el ser y no este o aquel ente en particular.
La sensación de los norteamericanos es que algo puede volver a pasar en cualquier momento. Que la Historia puede volver a presentarse como Nada y nihilizar hasta el más inesperado, remoto o supuestamente seguro de los “lugares” del mundo. “¿Dónde está viviendo usted?”, me preguntan. “A cien metros de donde estaban las Torres”, digo. “Lo envidio. Es el lugar más seguro del mundo. Ahí ya no puede pasar nada. Lo que podía pasar, ya pasó.” Entre tanto, los halcones republicanos se preparan. Pronto se cumplirán dos años de Septiembre 11. Ese día van a celebrar –en el Ground Zero– la Convención del Partido. Desde el corazón de la nada –entendida como injuria infinita– han decidido crear y aumentar y sosteneraumentándolo el poder del Imperio bajo la forma de la venganza y de la conquista. Con la bendición de Dios.