› Por Rodrigo Fresán
UNO Si hay algo que desconcierta profundamente a Rodríguez (y como las siempre desconcertantes noticias vaticanas y cósmicas, este otro desconcierto tiene su propia carpeta/archivo) son las siempre contradictorias noticias sobre lo que hace bien o hace mal a la salud. Noticias que son como el horóscopo, o el pronóstico meteorológico, o los flexibles pero quebradizos programas de los cada vez más rotos y divididos partidos políticos mayoritarios, o la armonía entre monarcas europeos cuando se juntan para festejar para felicidad de adictos a ¡Hola!: nadie cree del todo en nada de eso; pero se sigue leyendo y pensando y hasta haciéndoles caso por un rato, hasta la próxima. La sal, el huevo, la carne, el azúcar, el vino, el Big Mac y la Coca-Cola... Según del humor que se levante el experto diplomado de turno parecen ser curas para todos los males de este mundo o pasaje de ida hacia tumba temprana. Sumarle a esto la siempre vigente noticia (noticia que no envejece nunca) de los miles y miles de pacientes que mueren anualmente víctimas de alguna infección que no tenían pero que les saltó encima cuando tuvieron la mala idea de entrar a un hospital para hacerse el chequeo anual, y se comprenderá cabalmente aquello que advertía el escritor Kurt Vonnegut: “Todavía estamos en la Edad Media”.
Y recuerden: en la Edad Media –sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla– todo era cuestión de humores.
DOS Y, si como aseguran, los 50 años de edad son los nuevos 40 (para que así los 40 puedan ser los nuevos 30 y los 30 los nuevos 20 y los 20, esto es lo más preocupante de todo, los nuevos 10), entonces Rodríguez se dispone a alcanzar su edad media, su mediana edad.
Y ahí está Rodríguez leyendo nuevo reporte on line sobre los sí-sí y los no-no para alcanzar sanamente los 80 que son los nuevos 70. Y parece que, ahora, por un rato o hasta mañana si hay suerte, según el ciclotímico y bipolar y esquizofrénico New England Journal of Medicine hace bien tomar mucho café (“Los participantes masculinos y femeninos que bebían dos o tres tazas al día y no fumaban tenían entre un 10 y un 13 por ciento menos de probabilidades, respectivamente, de morir durante el estudio, de 14 años de duración, que aquellos que nunca o rara vez bebían café”); no es imprescindible eso de dormir ocho horas por noche (“‘Cada uno tiene diferentes necesidades de sueño’, afirma el Dr. Shelby Harris, director del programa de comportamiento del sueño en el Montefiore Medical Center del Bronx, en Nueva York”; tragar una aspirina por día es ahora peligroso y ya no benéfica leyenda urbana patrocinada por Bayer (“‘Si estás sana y eres una mujer de 45 años esto podría no aportar ninguna diferencia’, afirma Nieca Goldberg, directora médica del Joan H. Tisch Center for Women’s Health. De hecho, tomar una aspirina diaria podría provocar úlceras, alergias y enfermedades estomacales”); tomar leche y agua y vitaminas y vino no hace ni bien ni mal. O ambas cosas. Y lo más inquietante de todo: la felicidad no mueve montañas pero provoca avalanchas (“En un estudio publicado en Psychology and Aging, aquellas personas entre 65 y 96 años de edad que pensaron que su vida iba a ser mucho peor sobrevivieron a aquellos que pensaron que tendrían mejores días por delante. ‘Nuestros hallazgos revelan que ser demasiado optimista se asoció con un gran riesgo de incapacidad y fallecimiento en la siguiente década’, dice el Dr. Frieder R. Lang, de la Universidad de Erlangen-Nuremberg, en Alemania. ‘El pesimismo sobre el futuro puede animar a la gente a tomar precauciones de salud y seguridad’, añade el autor del estudio”). Esto, piensa Rodríguez, no deja de ser una buena nueva: en los últimos tiempos –españolísimo– sus picos de pesimismo se han disparado hasta alturas insospechadas. Por lo que es posible que él alcance los 100 años de edad, que son los nuevos 90. Ahora que lo piensa, tal vez no sea buena noticia vivir tanto. Porque como están las cosas en España, quién va a pagarle la pensión tanto tiempo. ¿Su hijo quien, seguramente, estará en el paro? ¿Será entonces Rodríguez perseguido y cazado por él y otros degradados infra-jóvenes por el crimen de haber ascendido él a la categoría de súper-viejo? Si algo no puede soportar Rodríguez es pensar que su hijo acabe odiándole por vivir demasiado, por no morirse de una buena vez para así dejarlo a él descansar en paz.
TRES Días atrás, Rodríguez vio en un noticiero a Juan Carlos I, erguido pero inmóvil, reapareciendo luego de su última operación, sonriendo a las cámaras un “Pronto estaré dando guerra otra vez”. La promesa y el propósito eran, cuando menos, inquietantes. Eso de “dar guerra” de nuevo –ahora como “moderador” y “árbitro” de grandes temas nacionales– teniendo en cuenta los disparos al aire y a ciegas que el monarca ha estado dando para tristeza de elefante, despecho de “amiga entrañable”, y supuesta protección de hija mal acompañada. Lo del Rey –dispuesto, dicen, a darle un “fuerte impulso” a la cada vez más oxidada corona a la que las encuestas de opinión califican con un 3,68 sobre 10– le suena a Rodríguez un poco como las alegres declaraciones de intenciones del Barça antes de cada cataclísmico partido de semifinal de Champions. Mejor, por las dudas, pronosticar y diagnosticar menos. Curarse en salud. Hacer el silencio que pide esa enfermera en las paredes de los hospitales mientras la salud pública ofrece cada vez menos sitios y más espera para impacientes pacientes (algunos ya mueren en Urgencias) resignados a participar en el gran espectáculo de operaciones en las que no se suma y sí se resta. Y allí van otra vez –se reforma la ley y aquí no ha pasado nada– las españolas a abortar al extranjero: el siglo XXI es el nuevo siglo XX. O el XIX.
Y cuando está a punto de parar por un rato, por unas semanas (postergadas y merecidas vacaciones, ¿harán bien o mal las vacaciones?, ¿saliendo de vacaciones en estos días no se expondrá uno a la larga noche de descubrir a su regreso que ya no tiene trabajo?, ¿o, tal vez, se padecerá la terminal falta de fuerzas y disciplina para retomar tragos más bien amargos?), Rodríguez se encuentra con un largo artículo en La Vanguardia donde se explica con lujo de detalles que, a la hora de la verdad, es el cerebro quien decide cuánto vivirás y cuándo morirás. El hipotálamo –según la revista Nature– es el ente regulador del envejecimiento y de la longevidad. El hipotálamo –que también controla emociones como el amor y el impulso sexual– es quien, con el tiempo, sufre una progresiva inflamación producto del exceso de grasa que no es otra cosa que la antesala de The End. Si se consigue combatir esa inflamación, explican los especialistas, ya casi no habrá límites. Viva la vida y muerta la muerte. Y los 120 serán los nuevos 40. Y así –dando guerra, sin tregua, dentro de esa frágil armadura medieval que es el cuerpo cada vez más inhumano– vaya uno a saber hasta cuándo. Por el momento, hasta luego y hasta la vuelta. Después, hasta que el hipotálamo nos separe.
Con el mañana nunca se sabe.
Con los investigadores médicos, tampoco.
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