Vie 10.05.2013

CONTRATAPA

El último presocrático habla a su hijo

› Por Juan Forn

Alberto Savinio se llamaba en realidad Andrea de Chirico. Con ese nombre había nacido, en Atenas, de padres italianos, y con un hermano mayor que todos ustedes conocen, Giorgio de Chirico. Andrea y Giorgio eran muy unidos, estudiaban y jugaban juntos y tenían los mismos gustos. Como el hermano mayor quería ser pintor, y en el siglo XVI hubo en Italia un pintor de frescos llamado Andrea de Chirico, el hermano menor le propuso que se intercambiaran los nombres, pero Giorgio no quiso (odiaba los murales piadosos y amaba su redondo nombre), así que Andrea de Chirico decidió rebautizarse Alberto Savinio, pero aun así era mejor que hubiera sólo un pintor en la familia, razón por la cual eligió dedicarse a la música. Los padres se mudaron a Munich, para que el hermano mayor estudiara pintura y el menor fuera al conservatorio. Andrea, a quien desde ahora llamaremos Savinio, tuvo una epifanía traumática un día que se sentó a escuchar la Sonata 26 opus 81 de Beethoven, titulada por el compositor “El adiós, la ausencia, el regreso”, una música bellísima que casi corporizó delante de sus ojos a dos amantes obligados a separarse, padecer la lejanía y reencontrarse conmovedoramente. Para su inmenso desasosiego, al día siguiente en el conservatorio supo que Beethoven había compuesto esa música para la apresurada partida de Viena del archiduque Rodolfo y su corte, asediados por los franceses, y su retorno a la capital una vez firmada la paz. Tanto detestó la experiencia el joven Savinio que decidió dedicarse a componer una música tan corpórea que fuese imposible malinterpretar el asunto que trataba. Apollinaire lo vio tocar poco después en París y escribió: “Nos dejó en azorado trance ver cómo tocaba su instrumento; al terminar la pieza hubo que limpiar el escenario de piezas sueltas y astillas. Predigo que en dos años habrá liquidado todos los pianos de París y continuará hasta demoler todos los pianos del universo, abriendo el camino para una verdadera liberación de los sentidos”.

El año era 1914, ya podía olerse el olor a pólvora en el aire y también el de esa otra pólvora que en breve conoceríamos como dadá y surrealismo. Pero Alberto Savinio no quería ser dadá ni surrealista, ni romper pianos ni –pecato di pecati en un caballero educado– andar contando sueños a semidesconocidos; lo único que quería del arte era hacer algo tan hermoso y verdadero que se corporizara inequívocamente en nuestra mente. Un día cayó en sus manos un diccionario etimológico y experimentó una iluminación: conocer el origen de una palabra era casi como tocarla con la mano (saber, por ejemplo, que náusea venía de nausía, es decir estar en una nave, lo que explica como un rayo la sensación ondulante que precede las ganas de vomitar) y de golpe Savinio entendió que lo que quería era más fácil de hacer con palabras que con corcheas o pinceles. La tarea a la que se propuso dedicar el resto de sus días era un poco demencial: ir construyendo el mundo, su mundo, palabra a palabra, como en los diccionarios y enciclopedias. Como era una tarea inconfesable, la camufló con el aspecto más trivial que encontró a su alcance: se hizo columnista de diario. Cada columna era una entrada de esa enciclopedia monumental. Nadie salvo él lo sabía; sus empleadores se cansaban invariablemente de la arbitrariedad de sus temas, así que Savinio iba cambiando de diario tal como cambiaba de tema de una columna a otra, siguiendo un secreto orden alfabético como quien arma un rompecabezas en que todas las piezas son del mismo color. La única consigna era que cada entrada se abriera de golpe en la cabeza del lector tal como le había pasado a él con ese diccionario etimológico.

Para disimular, publicaba libros de tanto en tanto (Hermafrodito, Nuestra alma o Contad, hombres, vuestra historia) y volvía a la música, y nunca dejó de pintar tampoco, pero el desvelo más secreto y dominante era su enciclopedia. Incluso cuando le sugirió a su amigo Cesare Zavattini (que quería tener pinacoteca, pero no podía pagar cuadros grandes) que a cada pintor que admiraba le pidiera un cuadrito de 10 por 10 centímetros, “pero completo”. A los pintores les divirtió tanto la idea de Savinio que la colección era un milagro: casi todos habían logrado destilar lo mejor de su pintura en esas estampitas enmarcadas y colgadas en la pared. El viejo precepto de los griegos: lograr contener lo grande en lo pequeño, que es el secreto del movimiento. Y lo que Savinio quería hacer.

“La idea está viva mientras fluye. Toda idea que es tenida por más verdadera o más importante que las demás es condenada a la inmovilidad, a ocupar el centro, y allí se pudre y contagia podredumbre a su alrededor. Mi deber es renunciar a la seducción del círculo. Mi tarea es el embalaje de palabras. Cuando las palabras están dispuestas en la página con tal cuidado que ninguna estorba ni entorpece el sentido, entonces deja pasar la idea, y así la idea sigue en movimiento, y ésa es la prosa de las grandes civilizaciones literarias, la que yo intento escribir.” Sostenía que el hombre comenzó a hablar en poesía por razones prácticas, no “poéticas”: era el modo más recordable de decir una cosa (“los versos se atan con rimas para su ingestión”). Cuando el hombre encontró otro modo de dar persistencia a sus palabras, es decir la escritura, y descubrió que por escrito las palabras se conservaban “sin fatiga”, la poesía debió desaparecer. Sin embargo, persistió, y ése era el momento bisagra para él: que persistiera, pero ya sin las razones prácticas que la habían hecho nacer, y para siempre sospechada de inutilidad. El lugar donde se soltó el cable, se dividió la lógica y se abrió el precipicio de lo pequeño, que era lo que más le gustaba de la vida a Savinio y lo que más quería preservar en su enciclopedia: “¿Cómo explicar a los demás que las cosas que ellos consideran tonterías son en realidad serias, y las que, por el contrario, para ellos son serias...?”. Me encantan esos puntos suspensivos. Me encanta cada vez que escribe “nosotros, los presocráticos” (en cierto momento le dice a su hijo: “Grecia se descubre cuando menos te lo esperas, al desarmar un juguete, al ver lo bien que se ajusta una caja a su tapa o cuando chocan dos bolas de marfil sobre un paño verde”).

El siroco es un famoso viento caliente que sopla en Italia y trastorna las seseras. Cuando llega hasta Suiza, el siroco se llama fohn y en un día es capaz de fundir más nieve que diez días seguidos de sol. Sin el fohn, los bellos valles suizos serían yermos cubiertos de nieve el año entero. Algo así fue Savinio para los italianos: un aire caliente en el oído que parecía trastornar las seseras con su insignificancia, pero era capaz de derretir los hielos eternos de la mente si seguía soplando semana a semana, hasta que un día amainó y se apagó, y recién veinte años después de muerto le publicaron en forma de libro su maravillosa y póstuma enciclopedia, tan incompleta y fragmentaria como los textos de sus demás colegas presocráticos.

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