Lun 13.05.2013

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Ula lo hizo o elogio de los Carlitos

› Por Juan Sasturain

Ula lo hizo. Desde la época en que escuchaba absorto al borde del escenario –como la nena futura marioneta del tango de Taggini que cantaba Floreal–; desde hace cincuenta años, digo, cuando miraba de cerquita al engominado negro Hugo Díaz –chiquito, feo cara de sapo, con una oreja mal terminada y tan hermoso– cómo tronaba, cómo dibujaba música imprevista, se comía el clásico micrófono metálico con calado horizontal (el de Evita, todavía); cómo se empinaba, repito, transpirado y con los ojos cerrados, tiraba para arriba al tocar, como si se hiciera crecer a mano, a impulsos de talón y de torso, Hugo, fabuloso Hugo Díaz, el más grande intérprete –o único inventor, para nosotros– de la armónica, santiagueño universal, que al terminar el tema apartaba entre ovaciones el instrumento de la boca descomunal como quien se quita una prótesis –un implante, en su caso–: qué bárbaro, el negro...

Pero vuelvo: digo que desde aquellas ceremonias pueblerinas y festivaleras con el empinado / entonado y grandísimo Hugo Díaz haciendo “La vieja” o “Amurado” con sentidísimos firuletes, desde entonces que no escuchaba con tanta atención y gusto a alguien tocar la armónica como el otro día, el sábado a la tarde sin ir más lejos. Mariano Massolo, un monstruo del swing, en este caso no con el quinteto sino con diestro y veloz violero ladero, tocó sólo tres cositas –la tercera, el alevoso clásico ruso-zíngaro “Ojos negros”– y nos dio vuelta la cabeza. Y no es fácil eso a la hora de la siesta en una Feria del Libro saludablemente populosa y ruidosa de ocasión, en una sala pegada al espacio dedicado a los (sordos) niños a quienes se supone debe aturdirse por si acaso no vayan a entender que se tienen que entretener.

Pero Massolo pudo, porque Ula lo hizo.

Antes de que Massolo amenizara la velada –vieja expresión tan sentida– el abierto y desatador Hugo Paredero y el recortado anudador Daniel Goldman hicieron a dúo y en alterna cadencia el comentario, el análisis y sobre todo el elogio de Nunca bailes en dos bodas a la vez, la novela, texto y pretexto que los habían convocado a esa hora ante nosotros, espectadores y potenciales lectores. El periodista y crítico Paredero se jactó modestamente de haber sido elegido por sorpresa y por el amigo, como lector y presentador de su primer texto de ficción. Y mentó la alegría durante la lectura, la capacidad devoradora de atención de una historia divertida y enrevesada, sorprendente hasta el final. Estuvo cálido y convincente, Hugo. El imprevisible y escatológico –hubo recurrencia solapada o explícita de pedos, culos y colon irritable en su intervención– rabino Goldman, a su turno, buscó y encontró fácil en la novela las huellas de las Escrituras, asimiló la Serpiente al rompebodas de la historia, terminó contando cómo es la ceremonia con que las parejas judías se casan y recontracasan. Grande e insólito. Fue una fiesta de presentación, un lujo se dice ahora, y a dos voces.

Pero Hugo y el rabino pudieron, porque Ula lo hizo.

Ula es Ulanovsky, claro. Un Carlitos. Un auténtico carlitos (sic: porque tal es la clase, el sustantivo común), uno más, de los que proliferan en su generación y en mi entorno afectivo (Marcucci, Trillo, Sampayo, Nine, siguen lo Carlos) como una marca en el orillo del pantalón corto, las figuritas y la radio encendida a la hora de Tarzán a la vuelta de la escuela. Los carlitos como Carlos Ulanovsky pertenecen a la clase no sólo generacional sin énfasis ni gestos estudiados, se reconocen –dispersos por los medios, por el éter y en las columnas en cuerpo doce– sin contraseñas ostensibles, en cierta manera de caminar la historia y hacer la amistad y el laburo que nos/les toque como si nunca fuera para tanto. Porque no lo es. Un carlitos –lo ha instaurado el decir popular a veces condescendiente– es alguien dispuesto, el que está ahí para hacer la pata y ser uno más, como cabe a los que saben que eso son, y que no es poco entre iguales.

Quiero decir que el talentoso Carlos Ulanovsky presentó auspiciosamente su primera novela después de veinte libros anteriores en que se ocupaba en recordar lo que se merece inolvidable, y se preocupaba por decir la verdad, sobre todo acerca de la vida en los medios. Quiero decir que Nunca bailes en dos bodas a la vez es mentira, es ficción y está buenísima. Y que es muy justo que por una vez sea él –este carlitos vocacional que lee tanto, que cuánto mira y escucha, y que tanto entrega en opinión, difusión y calidez sobre múltiples hacedores–, que sea este carlitos Carlitos, digo, el objeto de nuestra mirada atenta, de nuestra atención crítica, de nuestro disfrute ante las peripecias de la comedia, una de las formas más difíciles de la ficción.

Este carlitos que alguna vez escribió un libro sobre su estadía en México al que tituló Seamos felices mientras estamos aquí (una regla de vida que encontró y adoptó) parece no intentar otra cosa sino vivir y hacer vivir a su alrededor a la altura de esa consigna. Pero ojito: nada tiene que ver un carlitos con un boludo alegre; Ula tiene la suficiente dosis de sabia melancolía –Marcucci dixit– para saber que la alegría es sólo para el que la trabaja.

Que el oficio de novelista le/nos permita seguir celebrando fiestas como la del sábado. Sólo Ula, un carlitos necesario, pudo hacerlo así.

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