› Por Noé Jitrik
Uno de los primeros libros de José Saramago, Levantado del suelo, empieza con una sentencia más o menos como ésta: “Lo que más abunda en la tierra es el paisaje”. Gran verdad: el paisaje es tan eterno como la visión: mientras haya ojos y mirada y distancia habrá paisaje, o sea una distribución de objetos terrestres en un espacio, no importa cuán destruidos estén: Hiroshima devastada es, a los ojos de los que se salvaron, tan paisaje como el apacible, a veces, Popocatepetl, visto desde Nepantla. De modo que, quitándole a la palabra paisaje el prestigio que le ha dado la pintura, se podría decir que es eterno, que está en todas partes y perdurará mientras haya un hombre sobre la tierra y algo que ver a la distancia. Casi todo el mundo posee la noción del paisaje, aunque hay algunos que la ignoran o son indiferentes a ella: llevado a la cima del Mont Blanc, desde donde se divisa una extensión enorme y profunda, el poeta Paul Valery exclamó “¡Qué es lo que hay que ver!”.
Suponiendo que no quede ningún ser humano sobre la Tierra –lo que no es del todo delirante, como nos lo enseñó la ciencia ficción–, habría que preguntar qué pasa con los átomos: ¿seguirán existiendo o será necesario, para que perezcan, que todo el planeta estalle y, hecho polvo inerte, se pierda en el infinito –vaya uno a saber– cósmico?
Otras cosas terrestres gozan de parecida situación, el agua por ejemplo, sólo que, como se sabe, recibe la designación de “recurso natural”, probablemente agotable: ¿puede uno imaginar, siquiera, un mundo sin agua, mares resecos, ríos de pura piedra, ausencia de lluvia, extinción de las napas? Si el agua se termina, y si no se inventa algún sustituto, se termina la vida y con ella la mirada, de modo que la eternidad que admitíamos en el paisaje en este caso sería sólo duración, aunque, sería una rareza, por ahí queda algún sobreviviente que jamás tiene sed. El viejo enfrentamiento entre espacio y tiempo, mediado, desde luego, por el hombre. Es, guardando las proporciones, como si fuera a extinguirse el aire: eso es casi impensable pese a los esfuerzos que hacen los seres humanos para lograrlo.
Hay otros elementos que suscitan parecidas reflexiones, de la eternidad a la catástrofe, como ocurre con el petróleo: Arabia Saudita vive como si las reservas de petróleo que posee no se fueran a agotar jamás. Craso error, según quienes entienden de estas cosas aun sin ser filósofos. Se podría afirmar, por lo tanto, que es posible y aun practicable una clasificación de elementos terráqueos, incluido Dios, que gozan de eternidad, otros sólo de duración y la duración puede ser corta, mediana o larga, pero siempre será duración y siempre será previsible o calculable. Es más, existe también la esperanza de recuperar estos elementos, cuando se extingan o un poco antes, hallándolos en otros planetas y sacándolos de ahí para aprovecharlos aquí. Ocurrirá o no pero es innegable que esa alternativa está en la cabeza de muchos, sabios o practicones: es un alivio, qué duda cabe.
Esos elementos, a su vez, pueden ser de dos tipos: unos muy materiales (agua, petróleo, minerales), otros virtuales, como lo es el paisaje, que sólo existen si media una mirada humana. Los primeros están ahí, antes y después de ser descubiertos, suelen ser objeto de uso o de explotación; los otros no están en ninguna parte y están en todas, pero como el paisaje es también tierra y algo sobre ella se constituye, ese carácter virtual es menor que el del silencio, que nos rodea y envuelve, en el cual navegamos sin movernos, producido por una falta, no por algo que lo produzca.
Pero tanto está que sin el silencio no podríamos entender casi nada; si no hubiera silencios en la música o en la poesía no podríamos comprender nada menos que el ritmo que es lo que marca el acuerdo que hay entre nuestras palpitaciones y lo que está en el exterior. Es cierto que en ocasiones, el silencio se busca y en otros se impone, pero también lo es que la mayor parte de los humanos lo rehúye, no lo quiere, e inventa mil maneras de conjurarlo o de reducirlo lo más posible. Esto no es ninguna novedad: la sociedad ama el ruido o, en el mejor de los casos, el sonido, pero hay diferencia entre ambas argucias para reducirlo: el ruido lo expulsa, el sonido lo contiene y absorbe, porque el sonido implica pausas, lo hace comprensible e identificable, el sonido nos dice, el ruido nos tapa.
Al atardecer, en la montaña, el silencio asalta y el ser humano se sobrecoge; sobreviene una suerte de angustia que se quiere conjurar rápidamente, pero eso también se produce en las casas de las ciudades cuando alguien se queda solo: el miedo al silencio es, entonces, universal, así como lo es el silencio mismo, e inexplicable porque en principio podría ser gratificante, muchos dicen querer buscarlo o lo piden con irritación cuando hay demasiados rumores, pero son los primeros en clausurarlo cuando, por ejemplo, aplauden demasiado pronto, creyendo que lo gratifican, a un ejecutante o cuando sufren porque, de pronto, la conversación entra en un instante de reflexión y todos callan.
¿De dónde procede esa angustia? Yo tiendo a creer que brota porque en el preciso instante en que se produce regresa algo así como la noche prehistórica, vuelve el terror que conmovió al primer hombre cuando la inmensidad lo inundaba y su refugio era insuficiente para protegerse y, sobre todo, cuando llegaba la noche y los rugidos, mugidos, aleteos, vibraciones, declinaban y lo ponían a merced de todo lo que no comprendía de un universo cuya imponencia podía aplastarlo. De ahí, creo, de esa memoria perdida que tiene su residencia en cada ser humano surge, por un lado, el sentimiento de lo sagrado y, por el otro, el más elemental del terror. Ignoro si la necesidad de anularlo que parece ser el signo de nuestras sociedades es una cosa o la otra; sólo me atrevo a pensar que ahí están sus raíces como, por otra parte, la mayor parte de nuestros miedos.
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