Vie 31.05.2013

CONTRATAPA

Libros para todos

› Por Juan Forn

Un joven empleado de la editorial Bodley Head espera el tren en Devon para volver a Londres. Ha ido hasta ahí a llevarle unos papeles a Agatha Christie y soportar sus quejas (“Es imprescindible que mis libros sean más baratos, mi público no puede pagar tanto”), y ahora descubre con malhumor que no trajo nada para leer en el viaje de vuelta y que en la estación no se venden libros. Sin lecturas para distraerse, al joven Allen Lane no le queda más remedio que hacer el viaje pensando y así se convirtió en el santo patrono de los autodidactas de su país y del mundo. Los libros baratos de bolsillo ya existían en Inglaterra en 1935, pero su contenido y sus temas eran acordes con su precio; lo que hizo Allen Lane cuando inventó los Penguin Books fue poner a disposición del bolsillo más humilde los mejores libros de todas las épocas al equivalente de cinco pesos nuestros de hoy. Porque ésa era la idea: hacer libros que costaran lo mismo que diez cigarrillos sueltos; con ese precio podrían venderse en cualquier parte, a cualquiera que tuviese seis peniques en su bolsillo.

Por supuesto, al principio no convenció a nadie, empezando por sus propios jefes de Bodley Head. Pero lo que produjo unánime rechazo en todas las venerables editoriales que visitó Lane no fue la supuesta inviabilidad económica del proyecto (la ganancia era tan exigua que había que vender quince mil ejemplares de cada título sólo para cubrir costos), sino que les parecía indigno que un buen libro costara seis peniques: “Lo que usted quiere es degradar nuestro oficio, jovencito”, fue la frase que Allen Lane oyó una y otra vez, y eso pareció que hacía cuando se cansó de buscar socios y se cortó por las suyas, con un elenco que era una Armada Brancaleone para los parámetros editoriales de la época. Primero hipotecó la casa de sus padres y abrió su empresa, con un capital de cien libras y sólo diez títulos, y tuvo su primer golpe de suerte cuando los almacenes Woolworth’s y los Ferrocarriles Británicos se convirtieron en sus dos principales clientes: en seis meses, Penguin alcanzó el primer millón de ejemplares vendidos. En un rapto de humor inglés, Lane había decidido el nombre de su editorial porque había existido en el mercado inglés un emprendimiento similar al suyo llamado Albatros (el logo era un ave con las alas desplegadas) que fue un fracaso rimbombante: “El problema son las pretensiones. Nosotros seremos el ave sin pretensiones por antonomasia”, dijo y mandó a uno de sus hermanos al Zoo de Londres a bocetar el logo. Este volvió diciendo que esos animales apestaban tanto como la cola que usaban en taller para pegar los libros, argumento que terminó de convencer a Lane del nombre que debía llevar la editorial.

En un páramo de Bath Road donde hoy se alza el aeropuerto de Heathrow alquiló un viejo depósito (que, con los años, era señalado con orgullo a los paseantes por los vecinos del lugar: “Esa es La Penguincubadora. De ahí vienen todos los libros que se leen en Inglaterra”) y allá se llevó a su Armada Brancaleone: Alan Glover, su asesor literario, era un objetor de conciencia que había aprovechado su estancia en la cárcel durante la Primera Guerra para aprender latín, griego y sánscrito. Jan Tschichold, su diseñador, había abandonado Alemania luego de inventar la tipografía asimétrica sans serif y de que los fascistas se la apropiaran y lo forzaran al exilio. Krishna Menon, su asesor legal, era un asceta socialista hindú, recibido de abogado en Madrás, cuyo brillante alegato para que Penguin publicara El amante de Lady Cha-tterley se estudia en Oxford y en Cambridge hasta el día de hoy. La “pornográfica” novela de DH Lawrence sería el mayor best-seller de Penguin, sólo superado por la Odisea de Homero, y la historia fue así: Lane tenía una secretaria cuyo marido vegetaba en la sección educativa de la editorial Methuen y, en sus ratos libres, entretenía a su esposa leyéndole fragmentos de la Odisea en griego que él mismo iba traduciendo al inglés. En esa época había catorce traducciones disponibles de la Odisea que pasaron inmediatamente al olvido cuando Penguin publicó la de EV Rieu, el marido en cuestión. El señor y la señora Rieu tenían en ese momento un hijo en el frente, eran los tiempos de la Segunda Guerra, y dicen los que saben que ninguna otra traducción de la Odisea logra transmitir como ésa el anhelo de que el héroe logre volver a casa. La leyenda dice que el apelativo pocket-book nace en esa época: el uniforme de las tropas británicas en la Segunda Guerra tenía un bolsillo en el que cabía justo un librito Penguin, y había tantos soldados con un Penguin en ese bolsillo que el Estado Mayor británico le duplicó a la editorial la cuota de papel que estipulaba el racionamiento.

Durante casi treinta años, Penguin no tuvo competencia porque a ninguna otra editorial le interesaba tanto esfuerzo por tan bajo margen de ganancia, de manera que los libros ingleses se publicaban primero en tapa dura, en alguna de las venerables editoriales tradicionales, pero la cara con que pasaban al recuerdo de los lectores era con la tapa de Penguin, cuando aparecían en bolsillo y podían comprarse con unas moneditas: recién en 1970, cuando la empresa se volvió una sociedad anónima y Lane fue pasado a retiro, hizo falta un billete de una libra para comprar un Penguin (antes, Lane debió ceder al signo de los tiempos y pasar a retiro sus amadas tapas tipográficas, un famoso día de 1960 en que oyó a un miembro de la joven generación de diseñadores quejarse a sus compañeros: “Estas tapas parecen chicas remilgadas que llegan al baile vestidas como sus madres van a la iglesia”). Eric Hobsbawm dijo que la universidad de los pobres ingleses eran los Penguin y la BBC y que los laboristas les debían a ambos su triunfo electoral de 1946 y las dos décadas y media que se mantuvieron en el poder, pero el vínculo indisoluble de los ingleses con los libros del pingüinito bailarín se fraguó en los años duros del bombardeo nazi.

Uno de mis libros más preciados y mi Penguin favorito de todos los tiempos es la edición de Los exiliados románticos, de EH Carr, con la clásica tapa tipográfica (título y autor en Gill Sans negra sobre fondo crema, y las clásicas bandas horizontales de color arriba y abajo, donde iban calados el nombre de la editorial y el logo del pingüino). Un librero de usados en Rosario tenía al mismo precio la vieja traducción del sello Piragua y un ejemplar bastante baqueteado de la edición de Penguin. Me dijo que se lo había aceptado de lástima a un viejo inglés que, antes de soltarlo, lo hojeó por última vez y comentó con una mezcla de añoranza y leve estupor que con ese libro bajaba a los refugios antiaéreos cuando sonaban las sirenas, en Londres, en el año 1940. Es materialmente imposible que eso sea cierto (la edición Penguin de Los exiliados románticos es de 1949, como lo demuestra el pie de imprenta de mi ejemplar), pero yo le creo igual a ese inglés novelero que en la primera página al costado firmó su nombre y debajo escribió esmeradamente “London, 1940” para sacar unos pesos más en una librería de viejo de Rosario, cincuenta años después.

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