Viernes, 14 de junio de 2013 | Hoy
Por Immanuel Wallerstein *
Hubo una vez un tiempo en que el sol nunca se ponía en el Imperio Británico. ¡Pero ya no! En 1945 Winston Churchill profirió la famosa frase: “No me convertí en el primer ministro del rey para presidir la liquidación del Imperio Británico”. Pero, de hecho, eso fue exactamente lo que hizo. Churchill supo diferenciar entre la rimbombancia y el poder.
Desde 1945 Gran Bretaña siempre ha intentado, con dificultad considerable, ajustarse al papel de una potencia hegemónica del pasado. Uno tiene que apreciar lo difícil que es esto, tanto psicológica como políticamente. Hoy parecería que los dilemas de esta estrategia política implosionaron por fin, y que enfrenta opciones que son todas malas.
Gran Bretaña emergió de la Segunda Guerra Mundial como uno de los Tres Grandes –Estados Unidos, Unión Soviética y Gran Bretaña–. Sin embargo, era el más débil de los Tres Grandes. La estrategia que eligió fue hacerse el socio menor de Estados Unidos, la nueva potencia hegemónica. A esto se le llamaba, por lo menos en Gran Bretaña, la relación especial que mantenía con Estados Unidos.
El beneficio más grande que Gran Bretaña obtuvo de esta relación especial fue la transferencia inmediata de tecnología nuclear, lo que permitió que Gran Bretaña fuera, desde ese momento en adelante, una potencia atómica. Estados Unidos no tuvo un gesto semejante, de ninguna manera, con la Unión Soviética. Mucho menos con Francia. Estados Unidos buscaba un monopolio nuclear global, compartido únicamente con su socio menor. Por supuesto, como bien sabemos, este monopolio global fue deshecho primero por la Unión Soviética, luego por Francia y China, y después por un buen número de otros Estados.
En la Europa occidental continental los primeros pasos hacia la reconciliación franco-alemana comenzaron como la Comunidad Europea del Carbón y el Acero. Esta incluía a seis naciones: Francia, Alemania, Italia y el trío Benelux de Bélgica, Holanda y Luxemburgo. No incluía a Gran Bretaña. Estos primeros pasos hacia la Unión Europea de hoy fueron alentados en ese entonces por Estados Unidos, como un modo de hacer posible la incorporación de las partes occidentales de Alemania en lo que habría de convertirse en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
No es seguro que los dirigentes británicos apreciaran esta nueva estructura continental europea. Gran Bretaña pareció reaccionar buscando asumir una postura geopolítica independiente de Estados Unidos. Y unió fuerzas con Francia e Israel para atacar al Egipto de Nasser. En ese entonces Estados Unidos buscaba otra estrategia en Medio Oriente, y de inmediato reprendió a Gran Bretaña y le insistió que retirara sus tropas. Esto fue humillante para Gran Bretaña, pero también le recordó los límites de su capacidad para ser independiente de Estados Unidos.
Sin embargo, después de esto, Estados Unidos comenzó a alentar a Gran Bretaña a unirse a las estructuras continentales. En parte, esto se debió a que Estados Unidos comenzó a preocuparse al ver que estas estructuras asumían una posición, inspirada por los franceses, relativamente independiente. Desde el punto de vista estadounidense, Gran Bretaña podría ayudar a evitar esto. Desde el punto de vista británico, entrar ahí tenía una ventaja particular. El último vestigio remanente de su antigua hegemonía era el importante y continuo papel de la City de Londres en las finanzas mundiales. Gran Bretaña necesitaba acceso a los mercados europeos para garantizar este papel.
Así que Gran Bretaña entró en las estructuras para el gran disgusto de Charles De Gaulle, que entendió con bastante claridad las motivaciones estadounidenses al respecto. Para la década del ’70, fue la hegemonía de Estados Unidos la que comenzó a ser cuestionada. Tanto Francia como Alemania impulsaron aperturas diplomáticas con la Unión Soviética, que habrían de culminar mucho después, en 2003, en la resistencia franco-ruso-alemana, que logró que el Consejo de Seguridad no respaldara la invasión militar estadounidense de Irak.
Al comenzar el caos geopolítico, el gobierno británico se alió totalmente con Estados Unidos. La completa subordinación de Tony Blair a la política estadounidense comenzó a avergonzar aun a la opinión pública británica, que empezó a valorar bastante menos una relación especial tan unilateral. Más y más gente en Gran Bretaña buscó retirarse del vínculo con Estados Unidos y de los vínculos europeos. La creciente fuerza del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) es una expresión importante de este cambio de sentimientos.
Gran Bretaña se ha negado a entrar en la zona del euro. En el torbellino económico que se volvió tan evidente después de 2008, el deseo de retirarse de la Unión Europea creció constante en sí misma, sobre todo al interior del Partido Conservador. Esto, por supuesto, alarmó a los grupos financieros de la City de Londres, que correctamente vieron que una de las consecuencias podría ser que Frankfurt eclipsara a Londres como centro financiero europeo.
Gran Bretaña tiene otros problemas, la siempre creciente fuerza del regionalismo (y hasta el prospecto de independencia) de Gales, Escocia e Irlanda del Norte. Gran Bretaña se resiste, lo mejor que puede, a quedar reducida a Inglaterra. Y lo está haciendo en un momento en que Estados Unidos no parece estar significativamente comprometido con algo siquiera semejante a una relación especial.
El problema de Gran Bretaña hoy es que todas las opciones que enfrenta son malas. Gran Bretaña desea insistir en que todavía es una potencia militar importante. Pero el mismo gobierno que lo pregona es también el que está reduciendo el gasto para sus fuerzas armadas, y el tamaño de las mismas, como parte de su programa de austeridad.
El mayor problema con Gran Bretaña hoy es que el resto del mundo ya no lo considera un país importante como actor financiero o geopolítico. Ser ignorado no es el destino más feliz para un poder hegemónico del pasado.
* Sociólogo estadounidense. Principal teórico del “sistema-mundo”. De La Jornada de México. Especial para Página/12.
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