CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
La investigación sobre el posible paradero de un fantasmal Dudoso No-riega, improbable sobreviviente tras su aparatosa incursión mar adentro de seis años atrás, no progresaba. Etchenike, a sueldo y por encargo del Guasta, hermano del bañero, rastreaba despistado por la equívoca Ciudad Feliz, de traje y corbata, a comienzos de un otoño encapotado. Tras sucesivos callejones sin salida, elaboraba un viernes a la tarde y con birome su segundo informe de trabajo; lo más parecido a las últimas páginas del diario de a bordo del contramaestre del Titanic: nada hasta ahora, y lo que viene es peor.
En esos pensamientos depresivos estaba cuando lo llamó otra vez la Pochi, su contacto con el Guasta. Se aburría en la boutique, según dijo, y de pronto quiso saber de él, del resultado de su encuentro con Mojarrita, de los avances en la pesquisa, de qué le pasaba a alguien que tenía algo que hacer mientras ella no hacía nada.
Etchenike tiró un par de evasivas que ella ni escuchó. Siguió argumentando. Parecía obrar por cuenta, pero no por riesgo del Guasta. Y hablaba mucho; hilvanaba frases sin terminar de coserlas.
–Hace un frío muy raro en esta época –dijo de pronto, terminando algo o inaugurando una zona nueva de digresión.
–Sí, puede ser –dijo Etchenike, y se quedó callado. Se hizo una pausa larga.
–¿Sigue ahí? –dijo ella con un tonito.
El veterano no pudo creer que le tirara los galgos. No podía ser, le llevaba como treinta años.
–Voy mañana a Santa Clara del Mar –improvisó sin red–. ¿Quiere venir?
–¿Qué hay ahí?
–No sé. Para eso voy.
Ella se rió.
–¿En qué va?
–Supongo que habrá un colectivo.
–Qué pobre... –se volvió a reír–. Lo llevo, si no llueve. Vamos en mi auto.
Etchenike aceptó casi sin transición. Y ahí nomás quedaron.
Cuando colgó, sintió que era como si hubiera estado media vida haciendo dedo sin saberlo. Y que por fin...
No llovió, aunque llovería. El viaje por el camino de la costa hacia el norte tuvo, como telón de fondo sobre el mar, un cielo indeciso con mil distintos tonos de gris. La Pochi –vaqueros sobre los tobillos, remera a rayas azules y blancas, pulóver anudado al cuello, aros de gitana y anteojos ahumados– manejaba su viejo Escarabajo negro con fileteados hippies como si fuera un karting. Al veterano le quedaba demasiado justo: las rodillas cerca del esternón, la nuca paralela al techo y los hombros encogidos.
–¿Qué talle es?
–Sesenta y dos, alemán –dijo ella con orgullo y mirando al frente.
Etchenike cerró la ventanilla y el ruido del viento cesó.
–Ese es el modelo. El talle, digo.
Ella se volvió. Levantó los anteojos. La sonrisa en la boca muy pintada le iluminó toda la cara.
–Es un ratito nomás, ya llegamos. No te quejes.
Lo había tuteado con naturalidad desde que pasó a buscarlo.
–¿Qué vamos a buscar?
–No sé. Algo, cangrejos.
–Por suerte me vine con zapatillas.
Después de quince minutos más de marcha y de una curva a la izquierda, ella misma le dijo lo que él hubiera dudado en reconocer.
–Tiene que ser acá. Esa punta, esas rocas negras.
Y ahí era. El Mojarrita lo había dicho, lo había descripto bien el lugar donde había encontrado la evidencia aparente del paso del Dudoso.
Dejaron el Escarabajo en la costanera y bajaron a la playa con dos saltitos un poco patéticos a esa hora, a esa edad y de la mano auxiliadora. Después de un par de cuadras y de resbalones con sus zapatos negros de porteño sobre la superficie de las piedras calizas cubiertas de algas verdes, el veterano admitió interiormente que ese aspecto o tramo de la excursión carecía de cangrejos o pistas probables y de sentido alguno, y así lo dijo o quiso decir.
–Mejor vamos al pueblo a tomar un café.
Y ya en otro tono:
–¿No tenés ganas de hacer pis?
Ella tenía, y entonces fueron.
Santa Clara del Mar no empezaba ni terminaba con límites precisos. El mar gris la ayudaba a asomarse, a juntar un poco las pocas casitas como en un balcón chato volcado hacia adelante; pero el resto era dispersión, aisladas construcciones sin años ni fe suficientes todavía para creerles a los carteles que reiteraban infinitos, esperanzados loteos.
Dieron un par de vueltas buscando alguna referencia y al final ella estacionó el Escarabajo en la única calle, la segunda paralela al mar, en la que había más de tres coches. Se bajaron, el cielo tronó, cayeron las primeras gotas y se refugiaron en una arcada manchada de verdín. Ocean Club, decía. Entraron.
Era un desolado edificio abierto y húmedo con un billar apolillado, un metegol, copas y trofeos berretas en las vitrinas, una cancha de básquet y una pileta desagotada tras los cristales de penosos ventanales. Tal vez era el mismo club en el que había estado Mojarrita años atrás con una foca indócil y una mujer peor aún, montando su espectáculo, pensó Etchenike. Tal vez. Lo seguro era que había un buffet donde se podía tomar café y también ir al baño, pero un poco más lejos.
Mientras allá iba ella, cruzando la cancha de básquet, el veterano se sentó a una mesa, pidió un cortado y un té, preguntó por un hotel barato.
–A la vuelta está el Royal –dijo el mozo, poco más que un chico, servidor ocasional–. Una así y una así.
El gesto en el aire trazó un ángulo recto.
El veterano agradeció con un guiño cómplice y agregó al pedido un especial de matambre y un tostado de jamón y queso. Miró el reloj de pared: no eran las doce todavía. Desvió la mirada hacia el fondo: la lluvia hacía patitos sobre las baldosas, junto a la pileta vacía.
Cuando ella regresó de la excursión y se encontró con los dos triangulitos sobre el plato de plástico, dijo:
–¿Cómo adivinaste?
–Las minas... es una fija: toman té y piden un tostado.
–¿Soy una mina para vos?
–Sos una mina.
A contrapelo del orden de los factores, después del café y el té pidieron una Cristal y después otra, ya con maníes. Hablaron en principio del Mojarrita, territorio común con fronteras blandas y permeables a lo pintoresco; después, casi por compromiso, de las posibilidades de encontrar alguna dudosa huella del Dudoso entre tanta arena mojada; después, apenitas un resumen de recortados avatares de las andanzas del veterano. Y al final ella, como suele suceder.
La historia de vida de la Pochi era una especie de zigzag en el que las intersecciones con el Guasta la solían despedir, disparada en el sentido contrario del que venía. Una, dos, cinco veces. No se quejaba de eso. Lo consignaba como quien muestra un documento personal, una implacable radiografía; o un tatuaje, mejor.
–Hay que tener una referencia –concluyó–. Algo, cualquier cosa de lo que ir y venir.
–Tal vez –dijo el veterano, y lo pensaba–. Yo creo que nunca me había ido de ningún lado hasta ahora, hace poco...
–Mirá vos.
Y entonces ella le tocó la mano, y la dejó ahí. El miró todos esos dedos juntos sobre la mesa, tantas uñas muy usadas, con historias distantes, que jamás se habían cruzado hasta ese momento y, sin levantar la mirada, dijo lo imperdonable:
–Podría ser tu padre.
–Pensá en una sobrina, mejor –dijo la Pochi con los ojos brillantes.
Eran casi las dos.
Al rato dibujaron, con el Escarabajo, el ángulo recto previsto por calles casi difuminadas bajo una llovizna leve, prolija, desmoralizadora.
–-Estoy cansada –dijo la Pochi en el umbral del Royal Hotel.
–Y yo ni te digo –se excusó él, de salida, mientras la acompañaba escalones arriba y le apoyaba apenas la mano en el culo.
El Escarabajo quedó brillando solo bajo la lluvia junto al cordón, tenso y patético como un pez fuera del agua.
Ella, después, se durmió enseguida, vuelta a la pared. El veterano, que no se había sacado la camiseta, fumó un Particulares mientras le acariciaba el pelo. Le miraba las raíces oscuras y cada tanto empujaba las cenizas del pecho sobre la colcha verde y un poco despeluchada. La Pochi tenía el hoyito de la antivariólica, una marca infantil más clarita entre pecas y el vello levemente erizado. Le tapó el hombro, el pie derecho muy blanco que asomaba con las uñas pintadas de rojo, y se levantó.
Fue al baño, se vistió y se arrimó a fumar el segundo cigarrillo a la ventana. Había aclarado algo tras las cortinas. En un momento, la Pochi se dio vuelta sin despertarse del todo y preguntó la hora.
–Cuatro y media –dijo él.
–¿Llueve?
–Un poco –mintió, corrió las cortinas–. Bajo a comprar cigarrillos, sobrina.
Ella no contestó, y él salió como quien debe cumplir con un ritual, calzar en el lugar común, lo que se espera de un hombre que dice lo que había dicho casi sin pensar.
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