› Por Eduardo “Tato” Pavlovsky *
Era un día lluvioso de mucho frío, de eso sí me acuerdo. Fue en el año ‘85, cuando nos mudamos a este barrio de Bajo Belgrano con Susy y nuestros hijos. Venía caminando por la misma vereda que yo en dirección contraria, cuando pasó a mi lado. Justo en el momento del cruce nos miramos. Tenía una cara muy bella, alta, ojos verdes, buena figura, atractiva. “Buen día”, dije yo. “Buen día”, dijo ella. Y cada cual siguió su destino. Dos días a la semana nos volvíamos a cruzar pero evitábamos mirarnos, nunca pude saber por qué. La textura intrínseca de por qué no nos mirábamos...
Lo que quedaba del primer encuentro era un suave cabeceo que realizábamos cada vez que nos cruzábamos y que tal vez significaba el recuerdo mutuo de habernos mirado alguna vez. Pasaron los años, muchos, tal vez demasiados, y los encuentros se espaciaron. No nos mirábamos ni nos saludábamos, pero era evidente que en el cruce de nuestro mutuo cabeceo existía el reconocimiento de habernos encontrado otra vez en esa fugacidad del instante. Lo que predominaba en nosotros era el “entre”, donde perdíamos nuestra individualidad para convertirnos en una sustancia amorfa y clandestina, según fueran los días del encuentro. No hubo un solo día en que nuestro cabeceo sin palabras no se hubiera realizado por ambos. No pasábamos inadvertidos, de eso estábamos seguros, y también de que por ambas partes nuestro cabeceo sin mirada no había afectado en nada nuestra relación. Eso, en lo que a mí respecta, me daba una sensación de seguridad, de estabilidad emocional.
Hace dos días nos volvimos a encontrar, la miré al cruzarnos y al cabecear le dije “Buen día”. La vi mucho más baja que en la primera imagen, que en el primer encuentro. Su cara estaba surcada por arrugas en todos los sentidos, rengueaba un poco al caminar y su pelo era absolutamente canoso. Ella me miró y me dijo “Buen día señor” y siguió caminando como todos los días. Tuve un enorme deseo de volver mi mirada hacia atrás para poder mirarla mejor, el mutuo saludo incitaba a un nuevo tipo de comunicación. Pero también me horrorizaba pensar que ella pudiera ensayar un movimiento similar y encontrarnos otra vez con la mirada de ambos hoy. No me sentí preparado para tal reconocimiento mutuo. Tuve miedo, me tomé un Rivotril y preferí seguir caminando sin darme vuelta. Asunto concluido, me dije, y seguí caminando hacia la farmacia, donde me detuve a mirar la vidriera. Al alzar la vista vi un hombre totalmente canoso, el reflejo era perfecto. Algunas arrugas surcaban su cara y estaba un tanto arqueado de espaldas. Lo miré fijo y me di cuenta de que el señor de la vidriera era yo hoy. El hombre me siguió mirando. Tuve pánico de que de esa vidriera surgiera también la cara de la vieja. Di un paso para seguir caminando pero me detuve y volví a la vidriera, el viejo estaba ahí, impertérrito mirándome, y aceleré nuevamente. En realidad el asunto no estaba concluido.
Recordé entonces que con la señora nos habíamos mirado en el ’85 y nunca volvimos a mirarnos. Treinta años sin vernos, sólo el cabeceo de reconocimiento. Tuve la fantasía de que mi imagen y la de ella habían decidido caminar juntas, hablando de los años y del paso del tiempo. Las imaginé alegres, vitales, enfrentando y comprendiendo juntos los mutuos problemas existenciales. El asunto no estaba concluido, recién empezaba.
* Psicoanalista. Autor, director y actor teatral.
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