Vie 26.07.2013

CONTRATAPA

Una maldita pastoral

› Por Juan Forn

En 1999, la revista Time la eligió desde su tapa como la canción más importante del siglo XX, “la Marsellesa de la lucha contra la segregación racial”, pero sesenta años antes, cuando Billie Holiday la estrenó, la opinión había sido levemente diferente: en un pequeño suelto, la revista lamentaba que la politización hubiese llegado al jazz, e incluso daban a entender que Billie Holiday la cantaba y la había grabado sin entender la letra. La letra decía: “Un fruto extraño cuelga de los árboles del galante Sur / un cuerpo negro que se balancea en la brisa como en una pastoral / los ojos saltones, la boca en una mueca / el aroma dulzón de las magnolias y la carne quemada / que a los cuervos les gusta picotear / a la lluvia empapar y al viento balancear / es el fruto de una amarga cosecha”. Se refería a una foto que había aparecido con escándalo en un diario en 1939: mostraba el cadáver de un negro ahorcado y carbonizado colgando de un árbol en medio del campo.

El autor de la canción no era negro ni vivía en el Sur. Era judío y comunista y maestro de escuela en el Bronx. Se llamaba Abel Meeropol. Escribía canciones en sus ratos libres con el seudónimo Lewis Allan. El día que vio la foto del negro linchado escribió aquellas líneas, que envió como poema a The New Masses, el diario del PC norteamericano, y además le puso música y empezó a tocarla en los mitines del partido. Esas reuniones se hacían los lunes en el Café Society, un bar en Greenwich Village en cuyas paredes había murales defendiendo la causa republicana de la Guerra Civil Española y un Hitler simiesco colgando del techo. El Café Society era uno de los pocos lugares públicos de la ciudad donde los músicos negros que tocaban de martes a domingos podían entrar por la puerta principal y no por la cocina. El Café Society fue el primer lugar fuera de Harlem donde cantó en vivo Billie Holiday. Un lunes que había estado ensayando, el dueño del café le rogó que se quedara al mitin para oír la canción, a ver si le interesaba para su repertorio. Billie no pareció muy impresionada pero consultó con sus músicos y dijo que podía hacerla, aunque no a esa manera blanquiñosa (Meeropol la tocaba a la manera de las canciones de Brecht y Kurt Weill). Cuando le presentaron al autor, sólo le preguntó qué significaba pastoral.

El dueño del Café Society quería que Billie cerrara su show con esa canción, que cuando sonaran los primeros acordes se apagaran todas las luces del local (menos un foco que daba en la cara de Billie) y se interrumpiera todo el servicio del bar, las mesas y la cocina, para impedir el menor ruido. Con el último acorde del piano ese foco debía apagarse para que Billie desapareciera del escenario, y nunca volviera a saludar, así los espectadores se llevarían la canción en las entrañas, sin paliativos. A los músicos les pareció demasiado: Billie la interpretaba en mitad del show y la banda apenas daba tiempo a la audiencia de reponerse cuando arrancaba con los primeros compases del tema siguiente. Pero la estremecedora manera en que la cantaba ella, con los dientes apretados (“como si destripara cada palabra que salía de su boca”, decía Hal Roach, el baterista de la banda) corrió como un reguero de pólvora por Nueva York y los shows se hacían a sala llena.

La Columbia, el sello que le sacaba los discos a Billie, no quiso saber nada de grabársela, después del suelto de Time. Pero ella la grabó igual, para un sello mucho más pequeño, Commodore Records. Los discos de Commodore se vendían a un precio tres veces más caro que los de los sellos importantes (imposible competir con los costos) y la canción era muy cortita, así que, para justificar el precio, se le agregó una obertura instrumental al principio, porque al final no se le podía agregar nada. En dos semanas se vendieron más de diez mil placas. Los críticos de jazz la snobearon: Downbeat dijo que no era una canción para el estilo de Holiday; John Hammond dijo que era lo peor que pudo pasarle artísticamente a Billie. También desde la comunidad negra se alzaron voces de reproche: decían que era una canción para blancos progresistas más que para negros, por el precio del disco, porque sólo se podía conseguir en Nueva York y porque ninguna radio se atrevía a pasarla. Sin embargo, cada vez que Billie la cantaba (y la siguió cantando el resto de su vida, aunque sólo en los bises, las veces que le daba el cuerpo o el alma para hacer bises), los camareros impedían a los oyentes encender un cigarrillo siquiera.

En su autobiografía, Lady sings the blues (que, como es bien sabido, escribió enteramente un fantasma llamado William Dufty), Billie aparece diciendo que cuando escuchó “Strange Fruit” por primera vez fue como si la hubiese escrito ella, que se acordó al instante de cuando su padre murió en la calle de neumonía porque ningún hospital de Dallas quiso cobijarlo, que la mayoría de los clubes donde se presentaba le impedían por contrato interpretarla y que las veces que la interpretó en el Sur la echaron de la ciudad, pero es bien conocido el comentario que hizo Billie sobre esa autobiografía (“No sé ni qué digo ahí, no pude ni leer el maldito libro”) y cuánto odiaba el dramatismo que le adjudicaban. “No hay nada sentimental en mí”, le oyó decir Elizabeth Hardwick una vez (porque Billie Holiday nunca le hablaba a nadie, siempre hablaba como si estuviera sola, aunque tuviera siempre gente alrededor, para servirle whisky, para traerle heroína, para encenderle el cigarrillo, para vestirla y desvestirla). Cuando le preguntaban de dónde venía el dramatismo que imprimía a las canciones, contestaba: “Del cuarto frío y oscuro en donde nos tuvieron esperando hasta que nos dejaron subir a tocar”. Según su pianista Mal Waldron, Billie esperaba sin hablar con nadie, fumando y bebiendo sorbitos de whisky, envuelta en un tapado largo de piel en el que parecía una mezcla de cosaco y de pantera, mientras los músicos rogaban que no se escapara a inyectarse heroína. A los treinta empezó a preguntarse en voz alta si había tenido una vida muy larga o muy corta; se lo siguió preguntando hasta los cuarenta y cuatro. Esos catorce años fueron un prolongado e impúdico derrumbe, pero ella siempre se obstinó en repetir que no hacía a nadie responsable por sus elecciones. Al último que se lo dijo fue al policía que la custodiaba a los pies de la cama de hospital donde murió, porque en 1959 era delito punible inyectarse heroína, y la moribunda era reincidente y estaba en libertad condicional. Nueve meses antes del fin, estaba reponiéndose de una condena de ocho meses en prisión en casa de la poeta Maya Angelou en Harlem, y una noche le cantó a capella “Strange Fruit” al hijo de su anfitriona. Cuenta Angelou que cuando terminó la canción y oyó la voz de su hijo preguntándole a Billie qué significaba pastoral, ella contestó: “Es cuando agarran a un negrito como tú, le cortan los huevitos, se los meten por la garganta y lo dejan colgando de un árbol. Eso es una maldita pastoral, querido, y no dejes que nadie te haga creer otra cosa”.

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