Lun 25.02.2002

CONTRATAPA

Carta abierta para la resistencia cultural

Desde Resistencia

› Por Mempo Giardinelli

En materia cultural algunos países latinoamericanos han vivido breves siglos de oro. Chile con su proliferación de poetas y dos Premios Nobel. Las letras mexicanas mientras vivieron Rulfo, Paz, Arreola y Revueltas. Cuba con Lezama Lima, Carpentier y Guillén. Y los argentinos con Borges y Cortázar, Puig y Bioy, Soriano y Orozco, y aún con las obras de Gelman, Cossa y una nutrida generación de narradores.
La visión de mundo que los hispanoamericanos hemos venido teniendo en las últimas décadas, y casi diría en todo el siglo XX, estuvo gobernada en gran medida por el intercambio de personas y de ideas, de obras y conflictos. Esos sentimientos, proyectos e historias, comunes o compartibles, ha venido determinando nuestra manera de ver las cosas. Hoy esos nombres, y muchos más, son fundamentales para la cultura latinoamericana. Y no sólo en la literatura; también en el cine, el teatro, las artes plásticas, la música y la danza, en todos los campos esa común visión de mundo constituyó nuestra cultura continental: plural, diversa y magnífica. Ésa que ahora está en emergencia grave porque agoniza una de sus partes. Y no es metáfora ni exageración: la cultura en la Argentina está siendo rematada como nunca antes. Aunque aquí todavía se resiste con denuedo, nuestro teatro, nuestro cine, nuestras editoriales, nuestra cultura están desapareciendo.
La ferocidad del modelo neoliberal chupó la sangre de por lo menos dos generaciones y corrompió a este país hasta el tuétano, destruyó la otrora culta clase media, está sumiendo en el analfabetismo funcional a grandes masas proletarias, y coloca a esta sociedad hasta hace poco orgullosa y engreída en un peligrosísimo estado de caos y anarquía. Es el resultado de casi 20 años de democracia genuflexa en la que se permitió que las semillas venenosas sembradas por Videla y Massera germinaran en frutos llamados impunidad, doble discurso, inequidad e indolencia.
El mejor camino, para muchos, parece ser la nueva diáspora. A las puertas de los consulados hay colas interminables de gentes que se quieren ir, corridas por la nueva pobreza, la rabia y la angustia. En todas esas colas hay cineastas, escritores, músicos, actores. La sangría aumenta por la falta de industrias, los ahorros robados impunemente por el “bancoterrorismo” y la desprotección de un Estado que es un ausente, apenas un instrumento de vulgares sirvientes de bancos y empresas privatizadas. La defensa de la cultura hoy está en manos de los que tienen internet en sus casas y organizan heroicas, conmovedoras cadenas de denuncia y solidaridad.
Cada mañana, al sentarme ante mi ordenador, escucho los bombos de los manifestantes y las sirenas policiales en la plaza que está a dos cuadras. Ver la tele y sumirse en la desgarradora realidad es todo uno. Escribir, crear, se han tornado quimeras. Habría que estar demasiado chiflado, o ser un cretino insensible, para sumergirse en las indagaciones de la creación. Esto le pasa a muchos. Miguel Pereira, el cineasta que dirigió hace años La deuda interna, me cuenta desde Jujuy que ya no puede filmar y que se va a Barcelona. Y como he vivido y tengo amigos en el exterior, me llueven pedidos de recomendación, incluso de gente que no conozco.
Nunca, jamás he visto algo igual. Ni durante la dictadura, cuando por lo menos teníamos la convicción de que la lucha era noble, el futuro estaba en nuestras manos y teníamos, además, la ilusión de la victoria sobre las Juntas asesinas.
Algunas mañanas pienso en lo que se viene, en términos culturales, y siento deseos de llorar. Enseguida me enfurezco conmigo mismo y resisto todo el día, participo de marchas y protestas, y completo la militancia cotidiana como miembro de un foro de resistencia que se llama “El Manifiesto Argentino” y que integro con una veintena de intelectuales de todo el país y algunos que ya se han radicado en el extranjero. Pero cadanoche, inexorablemente, siento que se derrumban otros ladrillitos de mi esperanza. Mi mujer me contiene y yo a ella, y no queremos irnos aunque se ha vuelto tan difícil vivir aquí. Yo le digo que alguien debe quedarse a sostener las vigas del techo y luego me duermo para no llorar.
Durante los últimos seis meses casi todas las editoriales, además de bajar salarios y de organizar despidos, prácticamente suspendieron la actividad industrial. Muchas casas porteñas, y casi todas las del interior, o desaparecieron o se mantienen semicerradas. Las ventas de libros bajaron dramáticamente y hay un dato pavoroso: en sólo un año cerraron más de 300 librerías en todo el país y en dos provincias no hay ni una sola. Todo aumenta la masa de argentinos furiosos que deambula en busca de inexistentes trabajos, o, en el mejor de los casos, de una visa emigratoria.
Hubiera deseado no escribir este texto. En medio de la catástrofe de los últimos dos meses me abstuve de escribir una sola línea depresiva, nada que pudiera sonar a desánimo. Y si ahora lo hago es como prueba de resistencia cultural, que es nuestro deber cívico y artístico. Porque aquí y ahora es tiempo de apretar los dientes y aguantar, pero dándole pelea a los corruptos y mentirosos que nos gobiernan, así como a los charlatanes del mundo global que nos sermonean y dan recetas desde diarios españoles y norteamericanos. La resistencia cultural es el único texto noble y decente –escritura de vida y escritura debida– que hoy se puede escribir en la Argentina. Lejos ya de los siglos de oro, rodeados de sombras y tantas veces en la incertidumbre, aquí seguimos siendo muchos. Abollados y maltrechos, pero tenaces y todavía de pie, aún somos muchos los que -sépanlo los amigos y los que no lo son– no nos entregamos. Lo afirmo y firmo desde mi ciudad de nombre emblemático.

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