Vie 16.08.2013

CONTRATAPA

Qué hay en un nombre

› Por Juan Forn

El único territorio británico que lograron ocupar los nazis durante la Segunda Guerra fue una isla que está mucho más cerca de Francia que de Inglaterra pero, desde tiempo inmemorial, era un desatendido protectorado inglés. Cuando las tropas de la Luf-twaffe desembarcaron en el aeródromo local, se toparon con un paisano que les entregó un papel donde decía: “Esta isla ha sido declarada territorio abierto por el Gobierno de Su Majestad Británica. No hay fuerzas armadas de ninguna especie. El que porta esta carta es nuestro enviado y no habla alemán”.

Fue muy rara la ocupación nazi de la isla de Jersey y su hermanita, la isla de Guernsey. El alto mando alemán entendió rápido la movida de Churchill: había otros lugares de Francia desde donde era más fácil invadir Inglaterra, de manera que las islas quedaron laxamente ocupadas, por no decir ocupadas al pedo, desde 1940 hasta 1944. En la pequeña Guernsey, cuya costa daba a Inglaterra, los nazis instalaron la mano de obra esclava traída del continente para construir fortificaciones antiaéreas y el campo de concentración correspondiente. En la idílica Jersey se acomodó la comandancia y una tropa que cumplía básicamente tareas de policía provinciana. Aunque la presencia nazi era más que visible (dos alemanes por cada isleño), no había Gestapo, y a lo largo de la guerra se registraron novecientos nacimientos de bebés de madre isleña y padre alemán. No se conoce un solo episodio de resistencia armada durante toda la ocupación, pero sí un sonado arresto de dos solteronas francesas que vivían más allá del cementerio, en una casona de piedra frente al mar, que fueron juzgadas y condenadas a muerte por los nazis por sus actividades subversivas.

Durante cuatro años, en los bolsillos, o en el interior de los autos, o incluso dentro de los paquetes de cigarrillos, a los soldados y oficiales nazis les aparecieron papelitos doblados con una leyenda escrita a mano en alemán que decía: “Vamos a perder. El Soldado Sin Nombre”. Aquellas dos francesas eran las responsables. Las encerraron en calabozos separados; las dos trataron de suicidarse, así que terminaron juntas en la pequeña sala de hospital de la isla, con la sentencia de muerte pospuesta hasta que se recuperaran. Pero entonces vino el desembarco aliado en Normandía y la retirada de la isla de los alemanes. Las damas fueron puestas en libertad el último día de la ocupación. Al arrestarlas les habían embargado los bienes, entre ellos una caja llena de retratos fotográficos que encontraron en la casa. Todos los retratos eran de una de ellas, en el reverso de cada copia sólo decía “autorretrato” y la fecha de realización. La modelo aparecía con la cabeza rapada, a veces con el cuerpo pintado de dorado, otras veces calzando guantes de boxeo y camiseta (donde se leía “No me beses, estoy entrenando”), otras veces en posición de loto o hecha un ovillo en los estantes de un ropero, o con los ojos vendados y arrastrando a un gato de una correa. Eran tan hipnóticos esos retratos que el comandante alemán no se atrevió a destruirlos del todo: hizo quemar las copias, pero conservó subyugado los negativos, y así es como se salvó la obra de Claude Cahun, el más perturbador y secreto de los artefactos que dio el surrealismo.

Las dos damas francesas se llamaban Suzanne Malherbe y Lucia Schwob. Lucia era sobrina del gran Marcel Schwob y su historia parece salida de las páginas de esa obra maestra que su tío tituló Vidas imaginarias. Lucia y Suzanne eran hermanastras, se hicieron amantes a los catorce años, cuando las mandaron juntas al Liceo de Nantes. Juntas partieron a París en 1917 y juntas se sumergieron en la bohemia loca, luego de raparse la cabeza y adoptar seudónimos masculinos: Suzanne se bautizó Marcel Moore y Lucia se inclinó por Claude Cahun (que era el apellido de su tío abuelo, el lado más judío de la familia, y el más erudito también: “Llevamos en la frente la marca de Cahun”, escribió el tío Marcel). En la superficie fueron apenas comparsa en el frenesí de aquel período explosivamente creativo: aprendieron el arte del disfraz con la pandilla de teatro experimental Amis des Arts Esotériques, frecuentaban a Adrienne Monnier y a Sylvia Beach en la librería Shakespeare & Co., estuvieron en el nacimiento de la Association des Artistes Révolutionnaires y, cuando André Breton produjo uno de sus típicos cismas, lo siguieron y quedaron del lado de los surrealistas. Incluso hicieron juntas dos libros que combinaban textos y collages fotográficos, pero era ocioso que Suzanne se hubiera puesto seudónimo, porque ya funcionaba como mitad invisible de esa criatura bicéfala que fue Claude Cahun.

Paralelamente a sus actividades públicas, el dúo se dedicó en secreto a hacer esa serie alucinante de autorretratos que, hasta donde se sabe, nunca mostraron en público, salvo camufladas dentro de algún collage en sus dos libros surrealistas. No eran nadie en la escena parisina cuando, en 1937, se instalaron en la isla de Jersey y cortaron todo contacto con París. En aquella casa de piedra con vista al mar, y de espaldas al mundo, siguieron haciendo esas fotos. Digo “siguieron” porque hoy se sabe que todos los autorretratos de Claude Cahun se hicieron con una precaria Kodak de antes de la Primera Guerra, sin disparador a distancia. Suzanne tomaba las fotos en las que aparecía Lucia, Suzanne la ayudaba a maquillarse y a adoptar la posición frente a cámara. Es cierto que eran autorretratos: autorretratos de Claude Cahun. La guerra fue la continuación de su obra por otros medios: se disfrazaban de aldeanos para dejar esos papelitos en los bolsillos o los autos o las oficinas de los alemanes. El día que las soltaron hicieron el último de esos autorretratos: acababan de volver a La Rocquaise, su casa de piedra. Lucia se paró contra el marco de la puerta y miró a cámara, con una insignia nazi entre los dientes. Ya no es la enigmática, desafiante criatura de los anteriores retratos. Tampoco el pulso de la cámara es el mismo. Claude Cahun ya no existe: Lucia y Suzanne se habían convertido en las retraídas solteronas francesas que fueron desde un principio a los ojos de todos los habitantes de la isla.

Nunca volvieron a París. Lucia murió en 1954, en La Rocquaise; salió débil de la cárcel y nunca logró recuperarse. Suzanne la sobrevivió veinte años, pero tampoco se movió de la isla. Siguió haciendo fotos muy de tanto en tanto, de monótonos y desoladores paisajes de playa que parecían siempre la misma foto, hasta que en 1972 se suicidó. Los negativos se descubrieron recién en 1992, en la intendencia de Jersey (que para entonces ya era un paraíso fiscal como las Islas Caimanes). Marcel Schwob escribió una vez que la conciencia de ser no es sino la conciencia de ser distinto, y que la diferencia y la semejanza son puntos de vista. Lucia Schwob y Suzanne Malherbe lo entendieron mejor que nadie y, como el fantasma del Peer Gynt de Ibsen, le hicieron decir a Claude Cahun, la criatura bicéfala nacida de sus entrañas: “¿Quieren saber mi nombre? Me llamo Yo Mismo”.

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