› Por Juan Forn
En Borneo, cuando no está lloviendo, el sol te trepana la cabeza. El profesor John Wilson está dando clase al frente del aula cuando de repente se acuesta en el piso y decide no seguir. El profesor Wilson parece estar sufriendo un coma alcohólico, aunque conteste normalmente las preguntas que le hacen. En el hospital le preguntan si ha sufrido alucinaciones. El dice que, en los últimos días, cada vez que entra al baño de su casa, por la mañana, ve sentado en el inodoro a un hombre muy parecido a él, con una máquina de escribir sobre las rodillas, componiendo poemas. El Servicio Colonial lo fleta al Hospital de Enfermedades Tropicales de Londres, donde le diagnostican un tumor cerebral y le dan un año de vida. El profesor Wilson huye del hospital en camisón, pero el neurólogo que iba a trepanarle el cerebro era Roger Bannister, el primer hombre en correr la milla en menos de cuatro minutos: lo alcanzó enseguida, lo llevó de vuelta, le exigió que se portara como un hombre. El profesor Wilson se pasó la noche en vela y terminó interpretando así su sentencia de muerte: “No me pisaría un ómnibus, ni me acuchillarían en un callejón, ni me atragantaría con una espina de pescado, ni me desnucaría de un patinazo por la calle. Me quedaban 365 días por vivir: escribiendo a razón de mil palabras por día, en un año podía escribir Guerra y paz. O por lo menos un libro de mil páginas”.
Y eso fue lo que hizo: escribió las mil páginas (aunque no en un solo libro sino en cinco novelitas distintas, porque consideró que cinco libros le dejarían algo más de dinero a su viuda que uno solo) y cuando se cumplió el año le dijeron para su estupor que del tumor ni rastros, así que se puso a escribir otras mil páginas para no romper la cábala, y llegó vivo al final de ese año, por lo que conservó ese demencial ritmo de escritura durante los cuarenta años siguientes, y así fue cómo el profesor Wilson (en sus documentos John Anthony Wilson Burgess) se convirtió en el escritor Anthony Burgess. La leyenda fue fraguada por él mismo, en incontables entrevistas y charlas y en los dos tomazos de su autobiografía: era, había sido, y sería hasta el fin de sus días, El Hombre Que Escribía Demasiado (“¿No puede conseguirse un trabajo normal, como empleado de banco, por unos años al menos? –le decían en Inglaterra–. ¿No tiene autodisciplina para ser menos prolífico?”). Era El Venido De Ninguna Parte, léase Manchester, donde su padre tocaba el piano en cines en los tiempos de las películas mudas y el pequeño John aprendió a leer solo, de las placas de texto que aparecían en esas películas. El pequeño John se pasaba las tardes sentado en el cine porque un día, cuando era bebé, su padre volvió a casa y encontró a su mujer y a la hermana de John muertas por la gripe española.
Después se le murió el padre, cuando John tenía trece. Quedó a cargo de una madrastra que lo mandó pupilo en cuanto vio que el pequeño era capaz de conseguirse una educación a base de becas. Salió de Manchester convertido en maestro de escuela, hizo la guerra como maestro en Gibraltar, lo esperaba un puesto de maestro cuando volvió. Y era un maestro impecable, sólo que después bebía como un cosaco y leía como un animal lo que le cayera en las manos, y además padecía una esposa galesa, borracha y promiscua que, cuando él volvió de la guerra, le contó que una noche a la salida del pub había sido violada por dos soldados, que la dejaron no sólo estéril sino con hemorragias de por vida: todo lo que perdía de sangre diariamente necesitaba recuperarlo en gin. Los Wilson llegaron a Malasia, y después a Borneo, porque una noche de borrachera él escribió una carta pidiendo trabajo en el Servicio Colonial del Imperio: cuando lo citaron para darle el destino, tuvieron que mostrarle la carta porque él no se acordaba de nada. Al volver de Borneo, cuando ya era El Hombre Que Escribía Demasiado, arrastró a su esposa Lynne a Leningrado, porque necesitaba ver in situ ciertos detalles del idioma ruso para la jerga de Alex y sus drogos en La naranja mecánica. El plan era pagarse el viaje con unos vestidos de poliéster que consiguió a precio de saldo en Marks & Spencer y que se pasó los primeros cinco días del viaje vendiendo en los baños del hotel donde paraba, mientras Lynne bebía vodka en la habitación, hasta que tuvieron que hospitalizarla por coma alcohólico y los mandaron a los dos de vuelta a Inglaterra.
Mientras hacía estas cosas, escribía dos o tres novelas al año y manuales sobre el uso del inglés y ensayos que explicaban a Joyce y a Shakespeare, y comentaba libros (brillantemente y a velocidad pasmosa) para todos los suplementos culturales, y componía música (su verdadera vocación: no meras canciones sino sinfonías y óperas) sin el menor éxito. Y, cada vez que oía a Lynne golpear con su bastón el piso en la habitación de arriba, subía a llevarle su botella de gin. “Hasta que un día cesaron misericordiosamente los golpes sobre mi cabeza y pude escribir en paz, sólo que Lynne estaba muerta.” No se olvidó nunca de ella, tampoco tuvo paz. Se casó con otra sólo tres meses después. Era la exacta contracara de Lynne: se llamaba Liana, no era galesa sino italiana, no era rubia sino morocha, no era hija de proletarios sino de una condesa y un actor, y además traía a la rastra un hijo pequeño, que Burgess aceptó adoptar. Acto seguido abandonó Inglaterra rumbo al continente, en una absurda casa rodante (Liana al volante, él en el asiento de al lado, con la máquina de escribir sobre las rodillas, y el nene destrozando todo atrás), para no tener que pagar impuestos en ninguna parte.
Gracias a La naranja mecánica de Kubrick y al Jesús de Nazareth que escribió para Zefirelli se hizo famoso en Norteamérica y empezaron a estrenarle (en lugares como la Opera de Minnesota o el Paraninfo de Wichita) sus imposibles piezas musicales. Por suerte siguió escribiendo, tan inmoderadamente como siempre. Por esa época se le ocurrió una novela que iba a ser así: un tipo se levanta a la mañana, el día de su muerte, abre el diario y lee toda su vida en él, de la primera plana al crucigrama y los chistes. No la escribió nunca, pero su autobiografía es un poco así, aunque la verdadera vida que vivió en su cabeza hasta sus últimas consecuencias está en Poderes terrenales, la novela de mil páginas que escribió cuando ya no necesitaba más dinero, que es todos sus libros en uno y un crucero al corazón de las tinieblas del siglo XX. “En mi triste oficio, mentimos para ganarnos la vida. No sé quién lee novelas para que le cuenten la verdad, pero ¿cuál es el sentido de leer novelas si no nos las creemos?”, escribió en ese libro. Y también este párrafo imbatible, que cualquiera que lo haya leído conservará en la memoria el resto de su vida: “¿Quién no ha sido defraudado? No pensemos sin embargo que el culpable es un sistema, o la sociedad, o el Estado, o una persona determinada. Son nuestras ilusiones las que nos van defraudando. Todo comienza en el vientre materno y el descubrimiento de que hace frío allá afuera. ¿Y acaso es culpa del frío que haga frío?”.
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