CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Con permiso. Sin ningún derecho ni autoridad, más allá de las ganas de no quedarme callado –tarde y mal, como siempre–, quisiera decir un par de cosas sobre el Carli y el Riqui, los turquitos Aiub. Voy a tratar, apenas, de hacer lo único que puedo, algo así como una introducción sentimental a un tema espantoso, darle algunos rodeos a la vergüenza. Ya lo he hecho antes, pero ahora encontré un bello pretexto que me habilita y justifica otra vez.
El asunto es así: en estos días se presentará en Buenos Aires un hermoso libro titulado Un objeto pequeño, que han escrito e ilustrado –cada una en lo suyo– la poeta Laura Forchetti y la artista plástica Graciela San Román. Editado por Vacasagrada Ediciones, de Bahía Blanca, Un objeto pequeño es la historia conmovedora, atroz, desmesurada, de María Salomón, la madre de Carlos, Ricardo y Marita Aiub, sus hijos, desaparecidos por la dictadura en La Plata y alrededores, en 1977. Toda esta gente es de Dorrego, de Coronel Dorrego, el pueblo de la provincia de Buenos Aires entre Tres Arroyos y Bahía Blanca donde esos pibes se criaron, y a donde los milicos fueron a buscar a María (su madre) para secuestrarla y torturarla. Laura también es de ahí, y Graciela es del campo, de cerquita nomás. Todo (la vida, la muerte y la memoria) queda en casa. Y esa casa, ese pueblo, alguna vez fue mi casa también.
No es la primera vez que me hacen acordar de prepo de los turquitos Aiub. Hace diez años se dieron a conocer –los responsables del rescate fueron sus conmovidos, admirables hijos– los poemas póstumos de Carlos. Bajo el título de Versos aparecidos, se publicaron en una editorial platense treinta textos poéticos hallados tardíamente entre los papeles manuscritos –un cuaderno Exito, en realidad– del joven militante desaparecido. La revista Sudestada, en su momento, le dedicó un espacio y un reconocimiento que les hizo justicia. Y ahora llega este libro que hace memoria y homenaje a la madre de esos jóvenes militantes que yo conocí, un poquito, de pibes.
Hago memoria. En los pueblos –y Dorrego lo era en los ’60, lo es de alma aún hoy–, la gente se adjetiva. A mí sólo me dijeron Negro durante tres o cuatro años –los que viví allí– y sólo me llaman con ese nombre los amigos de entonces y de ese pueblo; es un apodo situado y fechado. Y me encanta que me digan así. Porque así nombré entonces y nombro ahora yo en el tiempo, entre los que están y los que no, al Gordo Galeotti, al Oreja Trinchero, al Cabezón Flores, al Tuerto Celave, al Tortícoli Alonso, al Tero Lima, al Cara De Cos, al Toro Macchiavelli... La doble designación era parte del código; nombre y sobrenombre: cómo se llama uno y cómo le dicen a uno.
Ahora, los apodos o sobrenombres –fechados o no– se consideran políticamente incorrectos: son, dicen, alevosamente discriminatorios. En general, y aplicado a aquellas circunstancias, el concepto me parece una pelotudez. No niego alguna brutalidad en aquel uso; sin embargo, es claro que esta idea negativa del sobrenombre ha nacido a partir de la reflexión sobre otros usos, genéricos, en que el apodo es la disolución de la persona en un grupo previamente connotado: los rusos del Once, los negros de la villa, los chinos de los supermercados, toda esa basura discriminatoria que –sin salir de Buenos Aires– debemos soportar. Pero no es lícito extrapolar el sentido del uso del apodo a cualquier tiempo y lugar. En el pueblo, el apodo sirve (o servía) para singularizar, no para disolver en un genérico. Así, si en la ciudad, Negro discrimina, en los pueblos Negro distingue: discriminar es calificar para meter en una caja, una categoría y no ver a la persona; en los pueblos, calificar es una manera de re-conocer, de que no queden dudas de la singularidad. En un mundo de pocas personas, hay que ponerles un nombre propio ratificado. En los pueblos existe el ruso, no los judíos.
Precisamente, y para reforzar la idea: el uso abusivo del artículo antepuesto al nombre o sobrenombre propio –la María, el Cacho–, vulgar y desaconsejable en términos de corrección expresiva, indica por otra parte la busca de singularidad, la atención particular. Los que siempre han vivido en estos tiempos y no en aquéllos, y en comunidades muy grandes o ciudades desmesuradas –y no en pueblos o barrios–, no pueden entender estas desprolijas formas de tratamiento y las interpretan livianamente mal. Se las pierden.
De memoria más o menos traicionera, sobre papel o en moderno video, guardamos a la gente en fotos, poses, gestos o momentos precisos. Los nombres evocan imágenes determinadas por tiempo y lugar. Nos pasa con las actrices de cine que nos calentaron, la novia que no volvimos a ver ni queremos saber de ella, los abuelos que nunca fueron jóvenes: resultan inconcebibles fuera de la imagen que nos tocó conocer.
Es el caso –es mi caso– con los turquitos Aiub. ¿Quiénes son para mí Carlos y Ricardo Aiub, ocultos o manifiestos tras el apodo y la foto fija? ¿Qué cara tienen? No están en los datos precisos o las fotos carnet de sus adultos documentos, ni menos aún en las señas alevosas de identidad que utilizaron antes y después sus penosos verdugos expertos en borrarlas. Es atroz, pero para mí esos muchachos, esos hombres –Carlos y Ricardo Aiub, nombre de lista– nunca existieron ni de nombre ni de imagen; se llaman y se ven de otra manera en mi memoria: son Carli y Riqui, los turquitos, dos nenes. Porque ni siquiera existen separados, van así, juntos, en yunta y, en el principio, incluso de la mano. Nunca tuvieron ni tendrán más años que los que tenían cuando los conocí. ¿En el ’60, en el ’61? Seguro que la última vez que los vi fue en el ’63. Y nunca más (perdonando la ingenua mentira) supe de ellos –como de casi nadie de Dorrego– hasta muchos años después. Después de entonces, y después de su desaparición. Como suele suceder: “¿Qué fue de la vida de?”. Fue simplemente la muerte. La muerte de prepo, la peor. ¿Qué sentido tiene entonces hablar de –o recordar a– pibes que después serían jóvenes sólo para morir ya hace un tercio de siglo de impiadosa, puta historia argentina?
No sé. Pero yo me acuerdo bien de los turquitos. Tampoco este veterano sin certezas que dice “yo” ahora tiene nada que ver con aquel soberbio pendejo de dieciséis, dieciocho años que fui sin pudor ni excusas cuando me las sabía todas. Ellos no eran siquiera eso: eran sólo pibes. ¿Cuánto tendrían? El último año, Carlitos estaba en el secundario ya (¿trece?), pero Riqui ni siquiera (¿ocho, diez?). ¿Dónde los veía yo? En la calle, en el barrio –vivían a media cuadra de mi casa o, mejor, yo a media de la de ellos– y sobre todo en la parroquia donde, por entonces, católicos embalados por un tenebroso fraile persuasivo –ese mismo Aldo Vara que con el tiempo se revelaría cómplice de la dictadura y consolador de torturadores y torturados en Bahía Blanca– creíamos juntos, rezábamos juntos y jugábamos al fútbol.
¿Qué años vivíamos? Las inestabilidades de Frondizi, los planteos de azules y colorados, las vísperas de Illia... La historia no era todavía algo dramático, ni el país ni nosotros, escenario y actores de la pesadilla que nos pasaría por arriba y dejaría el tendal.
Eran lindos, buenos chicos. Carlitos era charlatán, explosivo, jugaba con más ganas que habilidad, pero ponía, hacía ruido. Riqui tenía unos ojos dulcísimos, y unas orejitas grandes y melancólicas, un pibe dulce y tranquilo, nada quilombero. Hay una foto, y la tengo: junio de 1963. Una foto muy formal, de circunstancias. Estamos en la iglesia, en los escalones del altar, con el oscuro y siniestro cura empilchado de misa. Somos tres filas entre pibes y adolescentes, los Jóvenes de Acción Católica en pleno. Buena gente, todavía no engrupida de santidad, miradas limpias. Carlitos es el segundo desde la izquierda de la segunda fila, de corbata finita. Riqui, el turquito chico, está adelante, de cortos y con bufanda. Y mira al frente, transparente.
Pero los pueblos en los que fuimos (fueron) felices no son ni mucho menos ese Paraíso que –por otra parte, sabemos– tampoco está en otro lado. Suelen ser, por el contrario, un módico Infierno, y hay un impiadoso refrán que establece la relación inversa de tamaño entre ambos. Como sucede con la familia, nuestros pueblos cobran a sus miembros un alto precio por la contención y la identidad... Suelen ser acogedores; también, muy crueles. La mezquindad, la estrechez, la maledicencia, la presión social, la hipocresía, la mentira y el rencor acumulados, todas las modulaciones del miedo... No es fácil, muchas veces, hurgar en las entretelas del pueblo, raspar la superficie y mirar qué hay debajo. Pero hay que hacerlo. Es una cuestión de salud; y de vergüenza.
Por eso, con permiso, y sin ningún otro derecho que el que me dan los recuerdos viejos de lindos pibes que no llegaron a vivir como se merecían, me sumo una vez más, tardíamente –como cuando salieron los poemas de Carlos, diez años atrás–, a los que piden para que a los turquitos Aiub y a su sufrida vieja, esa ejemplar María Salomón, se los arranque del secreto; no del olvido, que no los ha alcanzado. Tampoco ha alcanzado a Juan Carlos Colonna, otro pibe del grupo aquél, militante y desaparecido en La Plata durante la dictadura, del que su hermano Mario ha dejado un testimonio tan crudo como admirable y cariñoso. Todo es demasiado. Sobre todo hoy, cuando pareciera que hay quienes tratan de reflotar la teoría de los dos demonios a partir de una visión “objetiva” que pone énfasis en la precisión aritmética, pero desdibuja el terrorismo de Estado.
Por eso, este libro de Forchetti y San Román –que se presenta en estos días– hace justicia. Se la merecen los turquitos, la mamá y nuestros penosos, culposos recuerdos.
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