Dom 20.07.2003

CONTRATAPA

De las matriushkas

› Por Juan Gelman

Las ya famosas “16 palabras” que Bush hijo propinara al mundo a fines de enero en su discurso sobre el estado de la Unión, denunciando que Irak había intentado importar 500 toneladas de uranio de Níger, siguen provocando en Washington desmentidos, correcciones de desmentidos y el despertar de los demócratas de su letargo “patriótico”. En el testimonio que prestó ante el Congreso el viernes 11-7, el jefe del Pentágono Donald Rumsfeld declaró que sólo pocos días atrás supo que la denuncia era falsa. Pero en una entrevista que concedió a la NBC el domingo 13 rectificó: “Tendría que haber dicho que (lo supe) hace pocas semanas”. El mismo domingo y un poco más tarde, esta vez por la ABC, se desdijo nuevamente: según esta tercera versión hacía “meses” –no semanas ni días– que estaba enterado de la falsificación. La noción del tiempo de Rumsfeld parece algo perturbada.
Es más que probable que lo supiera bastante antes de que Muhammad elBaradei, director del Organismo Internacional de Energía Atómica, señalara en marzo que “no eran auténticos” los documentos “probatorios” de un programa nuclear iraquí en curso: en febrero de 2002, más de un año antes de la invasión a Irak, el Departamento de Estado y la CIA enviaron a Africa al diplomático Joe Wilson para verificar la información. Wilson advirtió que los documentos eran falsos. Pero la decisión de invadir a Irak venía de muy lejos y la autenticidad –o no– de las evidencias no tenía mayor importancia. En los discursos de Bush, su vice Cheney, Rumsfeld y su segundo Wolfovitz aparecieron entonces tubos de aluminio con fines nucleares en poder de Saddam que no tenían fines nucleares, un inexistente campo de entrenamiento de Al-Qaida en Irak –claro que en la zona bajo control kurdo (véase Página/12, 11-5-03)–, reuniones invisibles de altos funcionarios iraquíes con gente de Osama en Praga, un par de camiones que la Casa Blanca quiso que fueran laboratorios móviles de producción de virus y bacterias y, sobre todo, un temible arsenal de armas biológicas y químicas que después de tres meses de ocupación nadie encuentra en Irak. La matriushka del uranio tiene adentro otras de color más turbio.
El director de la CIA, George Tenet, también se autocorrige: el viernes 11-7 se declaró ante el Senado culpable de la aparición de uranio en el discurso de Bush y es curioso que éste no lo renunciara por esa falta grave. El miércoles 16 testificó ante el Comité de Inteligencia de ese cuerpo legislativo que alguien de la Casa Blanca insistió en mantener “las 16 palabras” a pesar de las dudas del espía. Así lo afirmó el jueves 17 por la ABC el senador demócrata Dick Durbin, miembro de dicho Comité. “Nos dijo (Tenet) el nombre de la persona que insistió en mantener la versión del embarque de uranio de Africa, no fidedigna para la CIA”, aseguró. Y más: “El presidente debe sentirse indignado porque lo engañaron y entonces luego él engañó al pueblo estadounidense”. El pueblo estadounidense ha comenzado a pensar otra cosa. Una encuesta reciente de Newsweek registró que el 38% de los interrogados opinaba que el gobierno engañó al país deliberadamente. Un 45% más bondadoso cree que la Casa Blanca interpretó mal la información de los servicios.
La tormenta del uranio no sólo tapa el tema de las armas biológicas y químicas inhalladas, argumento central para invadir a Irak que ha costado miles de vidas: también sirve de velo a la voluntad imperial de la administración Bush. Esto ha producido un extraño fenómeno: The Wall Street Journal (15-7) da cuenta del borrador de un manifiesto inusual que circula en Washington por Internet. Sus autores se han constituido en Comité para la República, son figuras destacadas del conservadurismo clásico como C. Boyden Gray, abogado de la Casa Blanca con Bush padre, y se proponen alertar acerca de los peligros que el imperialismo entraña: “La revolución estadounidense –dice el borrador– fue una rebeliónnacionalista contra el imperio británico. Nuestro país nació como un rechazo desafiante a la legitimidad del imperialismo”. Subrayan: “El costo inevitable de un imperio es la pérdida de libertad política y económica local. La libertad interior es la primera baja de una política exterior aventurera”. Para algunos, la cuestión no radica en tener o no un imperio, sino en el tipo de imperio que se pretende. Hay que concretar “una nueva forma de imperialismo” proclamó Robert Cooper, director general de Relaciones Exteriores de la Unión Europea y “gurú” de Tony Blair. Algo presentable, más participativo a nivel mundial.
Los protectorados de Irak y Afganistán devoran 5 mil millones de dólares mensuales del presupuesto estadounidense, ese que pagan los estadounidenses. La cifra duplica casi el monto de los fondos federales destinados a la educación primaria y secundaria del país. El senador Durbin pidió que Bush hijo precisara los costos de la guerra y el senador republicano Ted Stevens le respondió que “es imposible saber de antemano cuáles serán”. En efecto. Lo único que Washington conoce de antemano es su propósito de dominio mundial. El resto –pruebas, consensos internacionales, las vidas de los pueblos invadidos o a invadir– tiene para la Casa Blanca el mismo peso que “las manchas de mi mesa para tocar el violín”, Georg Lichtenberg diría.

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