Mar 24.09.2013

CONTRATAPA

Homo Alemania

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Para cuando ustedes estén leyendo esto, ya todo habrá sido consumado para que pueda seguir siendo consumido. Pero ahora, mientras se pone por escrito lo que ustedes leen ahora (pocas cosas más relativas que el tiempo y la política y los tiempos de la política), es, todavía, unos días antes. Y –más allá del más o menos indiscutido y amplio aunque tal vez no absoluto triunfo de Angela Merkel III en las elecciones alemanas– la duda es si, al día siguiente, los acontecimientos se precipitarán como en los terminales últimos capítulos de Breaking Bad o si se deslizarán suavemente hacia un final por siempre abierto y fundido a negro como el de Los Soprano. Qué será, será. Será lo que deba o pueda o no deba o no pueda ser. Pero que, más temprano que tarde, se deberá pagar todo lo que se deba.

DOS En cualquier caso, Rodríguez se parece ahora al cada vez más frenético Walter White más que al fastidiado Tony Soprano. Ahí lo tienen a Rodríguez: poniéndose al día, leyendo todos los archivos germánicos que fue almacenando en una carpeta de su disco duro, informándose sobre lo que está por ocurrir en la aguileña Sede Central del continente y preguntándose si lo lógico no sería que todos los europeos pudiesen votar en las elecciones alemanas. Porque, después de todo, es ahí donde se manda y se ordena y se mueven las fichas en el gran tablero de RISK/TEG de la vida. Así, los diarios y los noticieros españoles no paran de cubrir lo que allí sucede con la dedicación canina de quien sólo desea que le tiren un hueso o dos o que, al menos, no lo saquen a dormir afuera de una patada. Y, por encima de ellos, el gobierno español con Mariano Rajoy –quien no hace mucho, cuando la prima de riesgo subía con firmeza y seguridad, se enorgullecía de pasear junto a la Dama de Acero Krupp en botecito por Chicago– al frente, pero siempre en la retaguardia. Y, a su lado, la vicepresidenta Soraya “Peinada Despeinada” Sáenz de Santamaría, a la que Der Spiegel considera sucesora de Rajoy y describe como “diminuta abogada con foto junto a Merkel en su despacho”. La clave, supone Rodríguez, está en lo de diminuta; y en la seguridad absoluta de que, en su despacho, la nada diminuta Angela Merkel no tiene una foto junto a Soraya Sáenz de Santamaría.

TRES Y Rodríguez revisa y ordena todo lo que tiene ahí guardado y se dice que, seguro, ya no va a llegar a leerlo. Así que –nervioso y para calmarse se sirve una relaxing cup of café con leche– opta por planear sobre todo ese material como si él fuese una nueva versión de Google Earth: subiendo y bajando por las sesudas reflexiones de nombres y renombres como Jörg Bibow o Jürgen Haberman o Wolfgang Schäuble donde, con mayor o menor sutileza, se explica que nada le interesa menos a Berlín que asumir eso de ser la locomotora responsable de arrastrar vagones y furgones de cola. Mejor pensar en una Alemania europea que en una Europa alemana, ¿ja? (por las dudas: no el ja de risa, sino el ja de sí). Rödríguez empieza por las elecciones en Baviera, donde dos domingos atrás los aliados socialcristianos de Merkel arrasaron sin piedad y abrieron la puerta para salir a jugar y a votar siete días después. Pero a Rodríguez no le interesan tanto las económicas noticias locales de alcance europeo (las teorías que van de lo conspirativo-paranoico a lo lírico-angelical donde la Troika, compuesta por la Comisión Europea y el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, puede llegar a desaparecer estableciendo, mientras el euro se funde, un sálvese quien pueda en plan Juego de Tronos o un nuevo orden utópico donde todo será paz y amor con la “Oda a la Alegría” de música de fondo) como el aspecto sociológico del más vivo de los fantasmas. Así, junto a informaciones de porcentajes y urnas a escrutar abundan, también, las columnas opinadoras sobre lo que Alemania significa, desde tiempos nibelungos, para el resto de sus inciertos compañeros de curso más incierto todavía. Así, también, páginas y páginas de análisis donde se abre, casi siempre, invocando la memoria de películas como Vente a Alemania, Pepe (1971). Y desde allí saltar a los testimonios de los que vuelven a hacer no la América sino la Europa del Norte (donde hay muchos trabajos parecidos a los que, en eras de esplendor, los españoles no querían hacer y ofrecían generosamente a los inmigrantes). Y todo eso para, en la página de al lado, informar que el 54 por ciento de los indigentes de Barcelona –que han aumentado un 55 por ciento en cantidad desde 2008– es menor de 44 años y “su perfil ha cambiado: ya no se ve tanto esa persona mayor, deteriorada, muy sucia o con alguna adicción. Ahora nos encontramos con gente más joven, que viene de la banca, que ha tenido sus empresas o había vivido muy bien con la construcción y, de repente, se encontraron sin nada”.

En portada, por supuesto, algún soldado del Partido Popular insiste con eso de que España es un ejemplo para el mundo, un milagro financiero, una obra maestra.

Vente a España, Fritz.

CUATRO Porque en Alemania –donde el español ya es la segunda lengua extranjera después del inglés y desplazando al francés– también hay problemas: la pauperización y abandono de la ex Alemania del Este, la baja tasa de natalidad y, sobre todo, el recelo con que los nativos fruncen el ceño a todo aquel al otro lado de las fronteras o a los extranjeros que las cruzaron o todos esos países corruptos a los que –están seguros– ellos terminan pagándoles las facturas. En ese marco mental, España suele ser villana favorita: indisciplinada, poco trabajadora, nada previsora y fiestera y siestosa como socia. Pero, también, perfecta como destino vacacional y –en un nuevo orden mundial en el que Alemania será algo así como presidenta simbólica de Europa– puerta de entrada y trampolín para los países hispanoparlantes (incluyendo a los cada vez más Se Habla Español Estados Unidos) al otro lado del océano. ¿Cuál es la revancha del español medio? Sencillo: pintarle un bigote de Hitler a la foto de Angela Merkel, señalarla como la muy funcional y automática mala de la película. Y así, todos juntos, mirándose de reojo, pero –más allá de la diferencia de cubiertas– viajando en un mismo barco que ya saben cómo se llama. ¿No lo saben? Una ayuda: la orquesta del trasatlántico continuó tocando hasta el final. Y el agua estaba muy pero muy muy fría.

CINCO Para el final, Rodríguez se reserva el toque frívolo. La historia del multimillonario de origen polaco Christian Boros, quien se compró coqueto bunker nazi en el centro de Berlín y lo convirtió en su residencia de luxe. Y de ahí –mientras se dispone a ver otro capítulo de la miniserie de moda Hijos del Tercer Reich– al inevitable detalle personal. Porque el primer y nunca consumado amor de Rodríguez fue con Mirta Rodríguez: cercana prima lejana a la que conoció en un adolescente viaje a Buenos Aires. Pero su iniciación física y química al asunto fue con una voraz valkiria turística, de nombre Ingrid, quien primero casi lo violó en una playa de Palma de Mallorca para después denunciarlo como sátiro a su hermano Fritz, quien procedió a darle una paliza inolvidable.

De ahí que Rodríguez piense poco y nada –o al menos lo intente– en Alemania.

Porque, cuando piensa en Alemania, Rodríguez tiembla un poco, bastante, mucho.

Pero, aun así, tiembla menos que cuando piensa en España.

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