Mar 22.10.2013

CONTRATAPA

Homo Comido

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Hubo un tiempo en que las hamburguesas –como las bicicletas– eran para el verano. Ya no. Ahora, las hamburguesas son para las cuatro estaciones. Mañana y noche. No es que se haga agua la boca, pero sí que la boca se llena de agua náufraga que ahoga. A saber, a paladear: menús económicos y aptos para (casi) todo bolsillo. O, al menos, por ahora, para el bolsillo de Rodríguez y su hijito. Propagandas en todas partes (en paradas de autobús y en estaciones de metro y en pausas televisivas y en dobles páginas de periódicos donde se informa científicamente a los incrédulos de las excelencias sanitarias del producto ofrecido) de comidas a combinar como si se tratase de ropa o de ideas. La ilusión de que se puede ser personal como parte del rebaño. Ahí están todos. En la lentísima cola de algo que se supone es fast-food. Pero, claro, los recortes determinan que un solo empleado haga todo, para desconcierto de norteamericanos que necesitan su dosis de sabor patrio y que no pueden comprender cómo es que se les sirve la vieja receta de siempre con lentitud de nouvelle cuisine. La pobre chica de uniforme parece moverse con la vertiginosa cámara lenta de Matrix y sus derivados: tiene que tomar la orden, cobrar, buscar, envolver, inclusive desaparecer por un rato en la cocina y sonreír con desesperación mientras a su alrededor todo es ruido de grandes y gritos de pequeños. Porque se sabe que estos sitios son santuarios de esqueléticos padres divorciados y de cada vez más numerosos futuros niños gordos: el reducido reducto donde comulgan paladares infantiles, comidas financiables, frustraciones fritas y hasta un pequeño juguete con el que atragantarse. ¿Cuántos romances habrán nacido entre Big Macs y Whoppers?, se pregunta Rodríguez. Unos cuantos, seguro. Pero ahora, detrás suyo, todo es furia y desesperación. Y un hombre le grita a su móvil (y a su ex, al otro lado) que “si le dieron el Nobel por ser la Chéjov con faldas, por qué cuernos no se lo dieron en su momento al Chéjov con pantalones, ¿eh?, ¿eh?, ¿EH?” Y Rodríguez no puede evitar pensar que todo se debe a una suerte de desequilibrio gastronómico-hormonal, consecuencia de enterarse de que los niños ya no entrarán gratis al Camp Nou (niños que, sí, cada vez pesaban más al sentarse sobre las piernas de sus progenitores) pero también de haber dejado atrás (por falta o disminución de ingresos) la tan alabada y sana y característica dieta mediterránea de aquellos tiempos en que todo funcionaba y uno iba tan bien de cuerpo y de mente y de espíritu.

DOS Ahora ya no. Ahora –mientras un ingenuo joven inicia huelga de hambre hasta que dimita todo el gobierno de un país donde nadie dimite porque es de mala educación– se acabó lo que se daba y se servía. Menos tiempo para cocinar, menos dinero para comprar. Y, si da hambre, ahí está el concurso/reality de éxito MasterChef para recordar lo que alguna vez se masticó. Ferrán Adrià tuvo la gran astucia de “desactivar” El Bulli cuando nadie cerraba aún y –del mismo modo en que The Beatles inventaron eso de separarse para ser inmortales– presentarlo a los comensales como otra de sus transgresiones deconstructivistas. Pero no mucho después llegaron aquellos que –bajo la luz de sus muertas estrellas Michelin– informaban a sus habitués que el que salga último que cierre la puerta. Can Fabes, Jockey, Ca Sento, Sergi Arola Gastro... Fueron varios los especialistas del sector que hablaron del plop de una burbuja mesonera igual de indigesta que la burbuja inmobiliaria. Ya saben: cartas de agua mineral de glaciar, Adrià con cátedra en Harvard y exhibido en la Dokumenta de Kassel en plan obra de arte, un tipo recitando junto a tu mesa la descripción de un platillo durante más de cinco minutos, los autoexiliados duques de Palma pagando con dineros impropios sus cajas de vino y sus muslitos de codorniz, y todo eso. Y no hay turistas suficientes (buena parte de ellos viene sólo en busca de jamón y gazpacho y paella y sangría y olé) para mantener el tinglado. Poco y nada importaron los inevitables informes científicos que aseguraban que la dieta mediterránea reducía en un 30 por ciento los riesgos de infarto o ictus y que bajaba hasta el 40 por ciento las posibilidades de caer en depresiones varias. Porque otro despacho de laboratorio informaba que dormir poco y mal volvía más atractiva la comida basura que posa tan bien en esas fotos tentadoras que, recuerden, pusieron de los nervios a Michael Douglas en aquel furibundo e inolvidable día porque no se correspondían con la realidad. Algo más o menos parecido (sépanlo: hay un indicador bursátil inventado por The Economist y conocido como índice Big Mac, que sirve para medir la competitividad de un país y se ajusta de acuerdo con el valor internacional de la paradigmática hamburguesa) a las recocidas máximas mínimas de Rajoy y su brigada, parloteando con la boca llena, en cuanto al principio de la recuperación y el fin de la recesión y la luz al final del túnel cada vez más parecida al frío y excluyente resplandor de un refrigerador casi vacío abriendo su boca en la insomne oscuridad de la noche.

TRES Mientras tanto, se informa a los carnívoros que ha nacido la hamburguesa de laboratorio. En una universidad holandesa. Carne a partir de células madre extraídas a una res que no se dio cuenta de nada y que no estaba aquí por aquellos tiempos de las vacas locas. Rodríguez, todavía en la cola, piensa que mejor –ante el peligro de que te respondan– no enterarse de nada, no saber demasiado. Rodríguez y su hijo están allí para comulgar, para paladear lo que los gerentes de la megahamburguesería entienden que es “el alimento del pueblo” y “la síntesis de la sociedad hecha sabor” y no puede evitar, con un retortijón, recordar otra película. No esos documentales de denuncia como Fast Food Nation o Super Size Me (o los videos colgados en el site de esa Meca de la Trash Food que es ese comedero norteamericano donde pulposas camareras vestidas como enfermeras cardíacas te atacan si no te terminas tus varias libras de carne; verlo en http://www.heartattackgrill.com/) sino aquella con Charlton Heston, en un futuro superpoblado, en el que los muertos daban de comer a los vivos. Casualidad o no, mientras Rodríguez sigue en la larga espera, en los alrededores, los cines cada vez más vacíos y hambrientos, proyectan abundancia de películas antropófagas: Caníbal, Las brujas de Zugarramundi, Omnívoros y Wax. Los expertos hablan de temática “cruda” coherente con los “tiempos de crisis” y “épocas de hambre”. Si estáis hechos papilla, devoraos las unos a los otros, es el crudo mensaje apenas subliminal. Y, por fin, les informan a Rodríguez e hijo que su comida está lista. Y se sientan a masticar. Y demoran menos en acabarla que lo que demoraron en pedirla. Después, juntos, unidos, más devorados que comidos, en perfecta sincronía, lanzan al aire un eructo que es lo más satisfactorio de todo y que, con el tiempo, si las cosas vuelven a mejorar alguna vez, algún joven genio de la cocina podría vender a sus bien asentados seguidores como “Aire íntimo de mugida resonancia”.

Y –buen provecho– que le aproveche.

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