› Por José Pablo Feinmann
La Depresión del ’29 –se sabe– causó estragos en todo el mundo. Entre nosotros, lo abatió a Yrigoyen y llevó a los fascistas al poder. El jefe de la rebelión fue José Félix Uriburu. Echarlo a Yrigoyen fue fácil. El líder radical estaba viejo, cansado y se rindió en La Plata. Escribió su renuncia en un triste papel y en pocas y tristes palabras. Después lo mandaron a Martín García. Asume el áspero General Uriburu, hombre del tronco nacionalista del Ejército, que cree responder al espíritu de esa época en que Mussolini triunfaba en Italia y Hitler estaba a punto de hacerlo en Alemania. Conmovido por el rumbo de los acontecimientos en ese país, Uriburu se comunica telefónicamente con el Mariscal de campo Von Hindenburg, en ese momento a cargo de la presidencia, héroe de guerra a punto de cederle el poder a Adolf Hitler, que asume en 1933. Von Hindenburg muere al año siguiente, con todas las honras que merece un héroe que ha luchado por la patria en la Primera Guerra y ha llevado a Hitler al poder para que haga la Segunda. Horas de exaltación se viven en Alemania y Uriburu siente que su corazón se inflama al participar de ellas. Dice a Hindenburg: “La amistosa e ininterrumpida corriente que vincula a los pueblos argentino y alemán, no puede sino crecer con este poderoso medio de comunicación que permitirá trasmitirnos, al día, nuestros recíprocos anhelos”. Más que una exaltación de argentinos y alemanes, Uriburu exaltó al teléfono. (La palabra del general Uriburu, prólogo de Carlos Ibarguren, Roldán editor, 1933, p. 26: Conversación telefónica con el Presidente Hindenburg, 13 de octubre de 1930, a poco menos de un mes de la revolución setembrina). Uriburu pone a cargo de la provincia de Córdoba a Carlos Ibarguren, que escribe una notable biografía de Rosas para fortalecer, desde el pasado, la figura del jefe de la revolución. Uriburu, en la Casa Rosada, es la versión actualizada de Don Juan Manuel de Rosas en el Fuerte de Buenos Aires. Ha nacido el revisionismo histórico.
Pero Uriburu no daba para tanto. Ese linaje, esa sangre, no parece haber sido el de los fuertes. Años después, en 1971, alguien que llevaba esa sangre y era parte de ese linaje, José Camilo Uriburu, es designado por el presidente Roberto Marcelo Levingston gobernador de la agitada provincia de Córdoba. José Camilo llega para imponer su mano dura y declara: “He llegado a Córdoba para cortar de un solo tajo la cabeza de la víbora marxista”. Levingston lo había puesto porque José Camilo era de origen cordobés. Igual su torpeza fue inenarrable. Poner a un Uriburu al frente de la Córdoba de El Cordobazo era algo más que un error político, era una tontería y una ofensa. José Camilo no duró un mes. El episodio pasó a la historia como el viborazo.
José Félix Uriburu tampoco duró mucho. La oligarquía argentina, aunque era políticamente autoritaria y antidemocrática, no quería fascistas en el gobierno. Su norte era Inglaterra, que le compraba la carne y el trigo. Algo que deja de suceder a causa de la crisis del ’29. Inglaterra empieza a importar todo (carne y trigo también) desde sus territorios ultramarinos. Argentina era una neocolonia. Inglaterra aún tenía colonias (territorios directamente suyos) de donde importar materias primas a bajo costo. Uriburu es reemplazado por el general Agustín Pedro Justo, campeón de la oligarquía pro-británica. Y muere en París poco después. El diario de Botana (Crítica) titula para la posteridad, no de Uriburu, sino del periodismo argentino: “Hoy, en París”. Justo es un general algo entrado en carnes que siempre sonríe porque, cada vez que ve una cámara que lo enfoca, dice: Cheese. Otra vez la oligarquía en el poder. Justo reúne a una serie de fuerzas políticas que se dan el nombre de la Concordancia. Concordaban, sobre todo, en que la chusma no votara. Si no podían prohibir explícitamente esa paparruchada democrática (la frase es de Leopoldo Lugones) que entre Sáenz Peña e Yrigoyen había surgido para reconocer a los pestilentes inmigrantes, al menos impedirían su expresión en las urnas por medio del fraude. Al ser esta metodología la que habría de conseguir la pureza del sufragio, al ser el instrumento idóneo para expulsar a los analfabetos y a los pobres de las decisiones axiales de la nación, la llamarían fraude, que es lo que era, pero patriótico. Nace así la frase esencial de la década, una mezcla de cinismo y espíritu lúdico, nace el fraude patriótico. Se sabe: el escritor nacionalista José Luis Torres llamará a esta temporalidad de la patria década infame. No vivió otras como para comprender su exageración. Justo heredó la picana que había inventado el hijo de Lugones, la usó intensamente, como antes Uriburu, que fusiló también a Di Giovanni, pero no hizo desaparecer a treinta mil personas. Lugones padre, en Lima, en el aniversario de la batalla de Ayacucho, rindió homenaje a la espada. Su hijo, en los sótanos de las cárceles, tradujo la espada lugoniana en picana eléctrica. Años después, en 1976, en Chile, Borges uniría las espadas de los dos Lugones, al decir, invitado por el general Pinochet, “agradezco a Chile haber enseñado a mi país cómo se lucha contra el marxismo”. Y también: “Prefiero la blanca espada a la furtiva dinamita”. Estrechó la diestra del verdugo chileno y perdió el Premio Nobel. Por su macartismo bobo de señora gorda y por haber preferido la espada de Lugones a la dinamita de Alfred Nobel, que la había inventado y –con las regalías que le dio– tuvo la interesante idea de inventar el premio que lleva su nombre, porque él, con todo derecho, se lo puso.
Durante los años del fraude patriótico, al frente del Ejército, está el general Manuel Rodríguez, llamado “el hombre del deber”. Era el militar profesionalista y apolítico ejemplar. ¿Cómo habría de ser otra cosa si en el gobierno estaba Justo, su superior? La sordidez de estos años se expresa de modo impecable en la provincia de Buenos Aires. Borges, que sabía escribir, tiene una frase que ha seducido a muchos: “A la realidad le gustan las simetrías”. Sólo dice que ciertas cosas o ciertos hechos se parecen a otros. Pero lo ha dicho bien. Continuemos. El gobernador de la provincia era Manuel Fresco, un fascista que tenía en su despacho un retrato de Mussolini y otro de Hitler. Odiaba a Inglaterra. Su desacuerdo con la misión de Julito Roca para que la Rubia Albión volviera a comprar las carnes de los aterrorizados agro-oligarcas, fue total. Fresco no quería que Argentina fuera “la joya más preciada de la corona británica”, frase que coronó el célebre pacto Roca-Runciman. Quería una Argentina nacionalista. Sin embargo, no se llevó mal con los gobiernos centrales. La provincia de Buenos Aires, bajo la conducción del ferviente católico Manuel Fresco, se convirtió en un burdel, en una casa de juego clandestino, proliferaron los malevos, los guapos, la policía brava repartió palos a granel y torturó impunemente, la droga rindió dineros abundantes y devastadores, la miseria, pese a la imagen de populista mussoliniano de Fresco, era el paisaje más visible y eran demasiados los que en ella vivían. Fresco estaba en la línea de Barceló, rufián al servicio de la oligarquía que manejaba a su antojo el territorio de Avellaneda, ciudad a la se llamaba “la Chicago argentina”. Título que le discutía Rosario. Hombre importante de Barceló era Ruggierito, un malevo bravo, de tan malos modales que mataba por nada o por poco. Amigo de Carlos Gardel, hay fotos suyas que lo muestran sonriente junto al Zorzal Criollo, que, como nadie ignora, era amigo de sonreír mucho, sobre todo si de una cámara se trataba. En esa provincia de Buenos Aires el poder se organizaba desde el gobernador hasta los burdeles pasando por los comisarios, los intendentes (políticos corruptos), los ladrones que entraban y salían, la violencia policial, el gatillo fácil, el juego clandestino y la droga. Eso lo desmanteló el primer peronismo, bajo la pericia del gobernador Domingo Mercante, gran amigo de Perón, testigo del matrimonio con Eva Duarte y héroe de la jornada del 17 de octubre. Cuando Perón advirtió que empezaba a hacerle sombra, le bajó su temible dedo y lo reemplazó por el pintoresco Carlos Aloé. Pero ésta es otra historia.
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