› Por Noé Jitrik
En una de sus ingeniosas ocurrencias, y con el aire de decir algo muy serio, el extraordinario Augusto Monterroso sentenció, tal vez en una entrevista, tal vez en uno de sus libros: “A ningún escritor le satisface que le digan que es bueno; tampoco que es buenísimo ni extraordinario; lo único que podría satisfacerlo es que le digan que es el mejor del mundo”. Esa frase, es notorio, no tendría ningún sentido en el tenis: el mejor del mundo no se discute.
En un diálogo que mantuvimos cuando le dieron el Premio Rulfo, se lo recordé y le dije, tan sentenciosamente como lo había hecho él: “Usted, Monterroso, es el mejor escritor del mundo”. La platea estalló en aplausos y tal vez él se sintió satisfecho, pero a continuación, cuando el entusiasmo cedió, le dije: “Pero da la casualidad de que yo también. Y Fulano, que está sentado ahí y el otro que está a su lado y así siguiendo”. En suma, que ningún escritor deja de creer que es el mejor del mundo porque otro también lo cree de sí mismo; el único problema es que se lo digan.
La frase, que podría ser considerada ligeramente cínica, tiene otras implicaciones. La primera de todas, ¿aguantaría un escritor que otro reciba esa calificación? Tengo mis dudas; seguramente celebraría con cortesía, civilmente, que eso suceda, pero es muy probable que en su interior considere que es una barbaridad y una injusticia porque ese título se lo deberían haber colgado a él. El reconocimiento glorioso que le toca a uno es vivido por otros como si les hubiera sido hurtado y no hay forma de eliminar esa fea sensación.
¿Es muy arbitrario que, consciente de esos sentimientos, hubiera sacado una consecuencia que a muchos les debe haber parecido por lo menos tremendista y por lo más absurda? Héla aquí: “Los escritores –los intelectuales, los artistas, los científicos– son asesinos”. Esa afirmación no gustó pero es, creo, porque quienes la desestimaron confundieron asesino, que es un modo de ser (la palabra viene, remotamente, de “haschis”), con criminal, que implica una voluntad. Y lo que con ella quería decir era algo en realidad muy elemental: el escritor, o el artista, pretende que cuando se lo lee a él o se lo escucha o se lo mira todo lo demás, en particular otros escritores o artistas, desaparezcan: asesinato desiderativo, virtual, inconfesable. Se diría, para darle una forma más elevada, que los escritores y los artistas, en principio, son coránicos, o sea que desean que su texto, como el Corán, borre todos los demás, pero como existe algo que se llama represión, bajan el nivel agresivo, se convierten en corteses y celebran, de labios para afuera, la sospechosa excelencia de otros.
Tal vez sea muy fuerte decirlo y ofenda a gente que piensa de sí mismo que no pretende nada para sí ni asesinar a nadie y, más aún, que celebra íntimamente, con regocijo, el festejo que se le brinda a otro. Si pudiéramos recoger las silenciosas exclamaciones de quienes se han presentado a concursos creyendo que ahí nomás obtenían el premio y no lo obtuvieron podríamos hacernos una idea de la ferocidad que reina sin expresarlo. El mundo literario y artístico, triste verificación, es una selva en la que no necesariamente sobreviven los más capaces sino cualquiera, siempre que haya sido favorecido por una elección, una coincidencia, un apoyo, una simpatía, una complicidad y por ahí un mérito. Al menos así lo sienten quienes no han sido favorecidos.
Pero la frase de Monterroso también presenta otro y no trivial tema, el de lo que se espera cuando lo que se ha producido habiendo atravesado mares de soledad, silencio, sacrificio, dificultad, penuria, a veces hambre y sed, perplejidad, dificultad y todo lo que suele acompañar el momento de la producción, empieza a circular o, mala suerte, no llega a circular o, si circula puede hacerlo mediocremente o, buena suerte, con maravillosa facilidad; se espera, es lógico y humano, el reconocimiento, lecturas, elogios, premios, ventas, recompensas y todo lo que sigue; se espera, en suma, que la ilusión de la significancia no se disipe vanamente. En ese momento es cuando el escritor, o quien sea, espera que se le diga, por fin, que es el mejor del mundo pero sólo a él, a nadie más.
El reconocimiento es un producto de diversa calidad; en principio no abunda pero lo que hay en plaza tiene diferentes niveles, desde el no reconocimiento (Roberto Arlt decía cruelmente, “a ése no lo lee ni su familia”) hasta el más sonado, el Premio Nobel (que no le dieron a Borges lo cual probaría su relativa cualidad reconociente). En ambos casos, por no o por sí, viene con un insobornable acompañante, la insatisfacción: nunca es lo que se deseaba y esperaba o se creía que se merecía; inevitable sentimiento de frustración, angustia, malestar, disconformidad, envidia, resentimiento que embarga aún a los más reconocidos. Algunos, inclusive, se deprimen, caso William Styron, uno de los más notorios. Esta situación no tiene fin: sólo los más vanidosos se sienten triunfadores y lo esgrimen, más premios, más homenajes, más títulos, nunca acaba la sarta de reconocimientos para el presuntuoso, el que se la cree, lo cual no quiere decir que la depresión sea una respuesta adecuada, o por lo menos sana.
Desde luego que a nadie le gusta sentirse insatisfecho, ni con la comida ni con los laureles, pero es inevitable que se presente en escena cada vez que está en juego un valor, por el simple hecho de que el valor es lo deseable pero, al mismo tiempo, es lo propio del deseo, es inalcanzable. Pero, en relación con lo que se desprende de la feliz frase de Monterroso, se diría que hay dos clases de insatisfacción en los seres humanos en general y más específicamente en los que mantienen un activo comercio con lo simbólico a través de la palabra, el sonido, el color y las diversas materias transformables. Una es la ya señalada, el reconocimiento siempre insuficiente, objetivamente, porque no se da, y subjetivamente cuando se da porque no alcanza; la otra es la de la persecución de la forma, la insaciabilidad de la materia, el puerto ni siquiera imaginado pero perseguido, la incesancia del significante, el tantálico anhelo de una llegada que está ahí nomás pero que no es. Flaubert que no terminaba nunca de pulir su prosa, Alfonso Reyes que publicaba para no seguir corrigiendo, Borges corrigiendo en cada edición, Mallarmé sobre la letra, la infinita conversación de Maurice Blanchot. ¿Kafka contento? ¿Cézanne satisfecho? Sentir esta insatisfacción es el precio que exige el arte. De la otra no vale la pena seguir hablando, es un tema menor, y de ésta es poco lo que se puede decir. O queda mucho por decir sobre lo que no se ha logrado ni se logra asir, el misterio de la significación, el enigma del lugar que ocupan en el mundo la literatura y el arte.
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