› Por Hugo Soriani
El sábado, Cat Stevens, ahora Yusuf Islam, cantó en el Luna Park. Su conversión al islamismo es relatada por él mismo en un DVD imperdible que se llama Yusuf’s Cafe, editado en 2007, cuando decidió retornar a la música luego de más de veinticinco años de ausencia.
La gira que lo trajo se llama “Peace Train”, igual que su famoso tema incluido en el disco Teaser and the Firecat, de fines de los sesenta, cuando su voz se escuchaba en casi todas las radios londinenses y cientos de fans se juntaban en la puerta de la casa de sus padres, donde seguía viviendo a pesar de que ya era un músico muy famoso, para escuchar las melodías que componía en su cuarto, con la ventana abierta a la calle.
Años atrás lavaba platos en el restaurante que su padre tenía en el Soho londinense, donde trabajaba junto a sus hermanos. De la mano de uno de ellos, que descubrió su talento, Cat (que debe su apodo a una novia: “Tus ojos son los de un gato”, le decía) hizo sus primeros shows en pequeños bares, hasta que de golpe llegó la fama. Con ella, miles de discos vendidos, chicas, drogas, alcohol y una gira junto a Engelbert Humperdinck y Jimi Hendrix que lo dejó con tuberculosis y un año de cama, fuera de los escenarios.
Ya no podría subir más al altillo de la tienda donde compró sus primeras guitarras, su refugio de los primeros años para huir de los ruidos, interiores y exteriores, que lo rodeaban: “Desde ese altillo veía el cielo y era mi vía de escape hacia mundos más elevados”, suele recordar Stevens.
Cuando volvió era otro: en su look, en su mente, en las letras de sus canciones y en sus melodías, que se volvieron aún más dulzonas e intimistas. Grabó el álbum que compran hasta sus detractores y cuyas canciones cantan hasta quienes ni saben de su existencia. Era el principio de los setenta y “Tea for the Tillerman” batió records de venta en todo el mundo. Cat no recuerda con alegría aquella época: “La paradoja es que, aunque me sentía muy cerca de mi público, luego de los conciertos salía rodeado de guardaespaldas. Yo quería estar con la gente, pero me separaban de ella y me quedaba solo”.
Hasta que en 1973 no pudo más con las presiones –y tampoco con los impuestos, como él mismo reconoce–, y se fue a Brasil, donde vivió seis años con escasa exposición, presentándose en pequeños espacios, escuchando música y disfrutando de su admirada Nina Simone, con quien cantó en un par de oportunidades.
En uno de sus regresos a Estados Unidos, en 1979, ocurrió el episodio que lo marcó para siempre. Nadaba en Malibú, una playa solitaria de Los Angeles, cuando sintió que perdía fuerzas y se ahogaba: “Estaba en el mar y de repente perdí el control. Pero sentí que había alguien conmigo, llamé a ese alguien, dije ‘Dios, si me salvas, trabajaré siempre para vos’”. En ese momento una ola gigante lo empujó a la playa y lo dejó en la arena.
Poco después, su hermano le acercó el Corán, que leyó durante un par de años, hasta que se sintió musulmán y decidió abandonar la música y todo lo que tuviera que ver con ella. El 22 de noviembre de 1979 dio su último show y se despidió: “Sólo tenemos una vida y hemos de aprovecharla al máximo. Has de encontrar tu camino y cuando lo encuentres, no dudes”. Cat Stevens ya era Yusuf Islam.
Dejó cuando estaba en lo más alto de su carrera y, si bien el Corán no prohíbe la música, prefirió alejarse “de la fama, de la vanidad, del dinero, del poder y de todo lo que puede enfermar el alma”.
Se dedicó a estudiar los libros sagrados, a dar conferencias, a la educación. Se casó con una mujer musulmana, tuvo cinco hijos, cuatro mujeres y un varón. Invirtió regalías en la fundación de escuelas y recorrió el mundo con mensajes de paz, antes cantados y ahora dichos en foros internacionales.
Fue galardonado con el Premio Europeo por la Paz, seleccionado por todos los Premios Nobel y perseguido por la CIA, que en 2004 le negó la entrada a Estados Unidos y lo deportó luego de detenerlo durante dos días. Así pagaba Yusuf las consecuencias del 11 de septiembre.
Antes había luchado por la causa musulmana en la guerra de Bosnia y eso lo acercó de nuevo a la música, por su colaboración con una canción casi hablada (sólo como fondo suenan tambores) mientras Yusuf canta: “Han matado a todos los niños / mientras aún sonreían / con las armas y la furia / acaban con vidas jóvenes / ya no reirán / nunca más serán niños / han matado a todos los niños / mientras aún sonreían / ahora los entierran / en tumbas profundas / para que el mundo no vea / así esta noche podemos dormir tranquilos”.
Pasaron algunos años hasta que volvió a empuñar un instrumento: “Un día, mi hijo llegó con una guitarra a casa y la dejó sobre el sofá. Algo me llevó a agarrarla y al poner los dedos en las cuerdas me di cuenta de que recordaba los acordes de memoria. Me dieron ganas de cantar y lo hice; ahí, en ese sofá, solo, canté y canté aquellas viejas canciones mías”.
Esa historia y esas canciones llegaron el sábado al Luna Park. Con sus guitarras acústicas, su voz cálida, su fraseo limpio y su impecable banda.
No exagera, no predica: sólo cuenta, entre canción y canción, cómo fueron escritas y lo que dice alguna que otra letra.
Cantó las más conocidas y las que nadie sabía. Se sentó al piano, cambió varias veces de guitarra, se subió los pantalones que se le caían “porque me olvidé el cinturón”, saludó con los dedos en V, contó cómo compuso la música para la película de Steve Jobs, lamentó la ausencia de sus rulos de entonces, se fue y volvió dos veces al escenario. Cerró con “Wild World” y tuvo un coro de miles, entre ellos León Gieco, Nito Mestre y Kevin Johansen, que estaban en la platea.
Cuando en 2006 volvió a los escenarios, dijo: “Tal vez sea lo mejor que puedo hacer ahora, porque expresarme en música me resulta mucho más fácil que dar una conferencia. Podés discutir con un filósofo, pero no con una buena canción. Y yo tengo un puñado de buenas canciones”.Sin dudas, las tiene.
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