Sáb 14.12.2013

CONTRATAPA

Todavía cantamos

› Por Sandra Russo

Ya no hace falta aclarar a qué se alude cuando se habla de golpes suaves o golpes blandos, como en 2008, cuando la yunta de sectores agroexportadores y financieros, con el apoyo de los medios concentrados, tomó a la sociedad argentina por sorpresa, y durante casi medio año vivimos a tope de adrenalina. Tampoco hace falta explicar que esas operaciones desestabilizadoras no son ideas autóctonas sino globales, que son el modo de reacción de la derecha en cualquiera de sus expresiones para mantener tieso y tenso el statu quo, amenazado en esta región por gobiernos populistas –o “populistas”, según se prefiera–, que se aferran con uñas y dientes al Estado de Derecho.

La actual escena destituyente comenzó en Córdoba, con esa escena de sublevación policial que se extendió a casi todas las provincias –siempre con activa participación de “los retirados”–, con la sincronicidad de una coreografía, con el mismo modus operandi y con un saldo luctuoso que manchó con sangre una fecha en que la gran mayoría de los argentinos tenían algo común y sagrado para conmemorar. No faltaron los que desde los medios de comunicación insistieron en que “el Gobierno se victimiza”, cuando lo que peligra es un sistema y no un gobierno. Hay que entender eso primero que nada. Lo que están rifando los que pergeñaron esto, y lo que rifan en esta nueva versión del “sálvese quien pueda” –esto encubre lo que se eufemiza todo el tiempo como “la causa justa por el salario”, despolitizando de una manera atroz al sujeto político que es cada trabajador–, lo que rifan estos policías no es la suerte del kirchnerismo sino la del sistema democrático. Y ahí no se anotan sólo los sublevados. Abrevan también dirigentes sindicales y políticos que defienden intereses ajenos o propios, pero intereses. No convicciones. Ahora lo que llamaron en un comienzo “efecto contagio” seguirá por algunos gremios docentes y estatales. Los que planearon esto tienen como objetivo inmediato “el caos” y, como objetivo de fondo, la desfinanciación del Estado.

El recuerdo del intento de golpe en Ecuador sirvió desde 2010 para avistar el peligro que representaban las policías provinciales libradas a su suerte y autofinanciadas con cajas chicas e inconfesables. También sirvió para evaluar con qué hipocresía hacen sus diagnósticos los que hablan de “la inseguridad”, cuando absolutamente ninguna circunstancia deja a la población en un estado de vulnerabilidad tan grande como cuando es la propia policía la que encubre y participa del delito. Todo lo demás es cotillón al lado de lo que presenciamos esta semana. Pero también el recuerdo de lo sucedido en Ecuador hace tres años sirve para reflexionar acerca de qué horizonte atisba un poco más allá de las respectivas policías, que no tienen un proyecto de país atrás sino apenas un reclamo que la propia democracia que ellos ponen en jaque hace “legítimo”. Solamente en democracia un reclamo salarial puede sonar “legítimo”. Si hubiesen logrado que prendiera la semilla de caos que arrojaron desvergonzadamente en la cara de la sociedad que les confió el uso de las armas, ellos mismos quedarían automáticamente convertidos en carne de cañón, en muertos probables, en pobres irredentos y en lo que han sido siempre para la égida de la derecha: población sacrificable de los sectores populares, dispuestos en el tablero social para ejercer violencia y ser objeto de violencia, mientras la riqueza sigue concentrada. Históricamente, la derecha se consolidó gracias al equívoco de parte de los sectores populares, que pusieron la sangre en la violencia que generaron, para que la riqueza siguiera donde estaba.

Se han escuchado numerosos testimonios de policías sublevados en diversas provincias que decían: “Esto no es contra el Gobierno, esto no es contra la democracia, solamente queremos un aumento”. Ese argumento es débil y es incivilizado, pero es probable que no sean cínicos todos los que lo pronunciaron. Es probable –por eso el recuerdo de Ecuador– que otros sectores les hayan hecho la cabeza, los hayan fogoneado y conectado. Eso lo tiene que investigar el Poder Judicial y es imprescindible para la democracia que la Corte Suprema siga de cerca esta causa. El proyecto de país que late bajo esta desestabilización no es de los policías, es de otros.

A diferencia de 2008, cuando emergió la virulencia de los que se resisten a abandonar sus privilegios históricos, la escena del presente pone en juego a los sectores populares a un lado y al otro de los tiros, de los saqueos, de los robos, de las zonas liberadas. Es una vuelta de rosca más del proyecto de país que insiste con la concentración de la riqueza, pero que sabe que, como siempre ha sucedido, sólo puede enquistarse si cuenta de su lado con algunos traidores de clase, y con muchos confundidos.

El correlato, por un lado, entre la policía y el delito, y por el otro, entre la policía y la vieja mano de obra que alguna vez quedó desocupada –pero no desmantelada, no juzgada más que administrativamente en la mayoría de los casos, y esto es responsabilidad política, pero judicial también–, saltó a la vista. Esta semana, muchos medios de comunicación siguieron debatiendo en falsete cuando ya casi todo el mapa argentino estaba salpicado de estas protestas bastardas: daban por “justo” el reclamo, pero no la metodología. ¿Cuál sería el reclamo “justo”? ¿Ponerle la pistola en la cabeza a un país entero para obtener beneficios que ningún otro sector está en condiciones de reclamar? ¿Arrancar un aumento salarial bajo una presión que incluyó robos y asesinatos? En todo caso, el reclamo que habría que atender rápidamente es el de los policías que no se plegaron a estas barbaridades y merecen mejorar sus condiciones de trabajo, no el de los que desatendieron el compromiso básico de una fuerza de seguridad. El reclamo que hay que atender es el de los policías que no están manchados con nexos oscuros que, en todos los casos, constituyen una burla siniestra a la tarea que la sociedad les confió. Todavía el miércoles, en un canal de aire, se debatía “si es legítimo que la policía reclame de esta manera”. ¿Cómo va a ser legítimo? ¿Cómo se puede rebajar tanto la estatura de las instituciones como para concebir como ítem que “tienen derecho”? En ningún lugar del mundo cabe ese debate. Eso no es un debate. Eso es una deformación de la escena y una malformación del pensamiento democrático.

En todas las provincias fueron porcentajes mínimos de las policías respectivas los que protagonizaron una semana que en la historia de cada fuerza quedará escrita con sangre y vergüenza, algo que en ningún momento pudo asociarse con una lucha, y sí con una emboscada que esos suboficiales, oficiales y retirados le tendieron al pueblo que debían proteger. Los aumentos de sueldo concedidos a punta de pistola son indignos y a esos aumentos se les querrán sumar ahora otros sectores que prometen también arrojar agua para el molino que tarde o temprano arrasará con ellos. Pasó casi inadvertido, pero esta misma semana, el gobierno porteño echó a la mitad de los pediatras del SAME, y a los que quedaron les rebajó el sueldo en un 40 por ciento. Eso es lo que vendría después del “caos”. Estamos este fin de año atravesando una ofensiva claramente golpista, originada en Córdoba, una provincia cuyo gobernador estaba de vacaciones y se demoró en volver y en pedir apoyo al gobierno nacional. Cuando volvió, capituló y entregó todo lo que se le pedía. La “conquista” de la policía de Córdoba y los sueldos de la Metropolitana –policía de una ciudad en la que un vecino de clase media paga 500 pesos de ABL mensuales– desataron un furor equiparador que ahora recogerán otros gremios cuyas conducciones abonarán el agite. Esta vez, a diferencia de 2008, la reacción ha elegido la violencia. Esperemos, todos, actuar serena pero inequívocamente. Si elegimos la democracia, es porque queremos ante todo, después de nuestras tragedias en común, vivir en paz. A decir eso fuimos miles y miles este martes a la Plaza. No fue una fiesta popular, porque los desestabilizadores la arruinaron. Fue una Plaza llena, en la que vibró el espíritu de “Todavía cantamos”. En este país, aunque muchos se rasguen las vestiduras, cantar siempre ha sido un modo de resistencia.

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