Vie 20.12.2013

CONTRATAPA

El animal metafísico

› Por Juan Forn

Ahora que el calor zumba en el cielo como una gran cigarra invisible y en la demencia dorada todo tiembla, quiero hablar del hombre que describió así el verano en la gran ciudad. Sus padres lo llamaron Thomas Moro Simpson. Me topé con su nombre el otro día, en esas listas negras de la dictadura que aparecieron en un sótano del Ministerio de Defensa: artistas y científicos catalogados de peligro marxista por los milicos. Simpson figura en ellas, pero como “pintor”. Tiene cierta lógica el asunto, porque otra dictadura, la de Onganía, ya le había negado entidad como investigador filosófico. La historia es así: en 1965, Simpson se convirtió en el primer investigador del Conicet que no era científico, ni había pasado por la universidad siquiera; el único diploma que tenía era el de la escuela primaria, pero a los 35 años escribió él solito con su cabeza un libro llamado Formas lógicas, realidad y significado. Lo mandó a la Eudeba de Boris Spivacow. “No publicamos monografías”, le contestaron. Simpson se lo acercó a Gregorio Klimovsky entonces, y Klimovsky fue a ver a Spivacow: “No hay un libro así en nuestro idioma. No digo en Argentina, digo en toda la lengua. Hay que publicarlo”. Así se convirtió en investigador del Conicet. Su padre era un relojero de barrio que se negaba a tener negocio a la calle para no alardear, pero sabía hacer funcionar cualquier máquina rota que le pusieran en la mano: Simpson cree que de ahí le viene la mente analítica. Para que nos entendamos, la epistemología es ese filo donde la matemática se encuentra con la filosofía, la pureza de lo abstracto en su máximo rigor. Pero eran tiempos de Onganía, y después vinieron tiempos peores. Al menos tres generaciones de estudiantes no supieron nada de Simpson, ni de él ni de su circunstancia, entendiendo por circunstancia no sólo su obra formal (dijo el Colegio de México hace poco: “Casi cincuenta años después, Formas lógicas... sigue siendo un texto eléctrico y corcoveante, al que el tiempo no ha herido”), sino también su obra informal, que Simpson había empezado por la misma época en forma de columnas ocasionales, primero en el diario El Mundo y después en la revista Primera Plana, con el título de “Investigaciones de un hombre curioso”, que luego mutó a “Diario de un ciudadano curioso”.

La combinación de ciudadano y curioso a mí me hace pensar enseguida en un porteño caminando por la calle o, para precisar un poco, en un porteño capaz de decir de repente: “En el siglo cuatro antes de Cristo, cuando los tigres paseaban por Florida y Corrientes...”, y considerar al café con leche en un bar un sagrado manjar y un premio. Yo creo que, cuando Simpson dice curioso, lo dice como sinónimo o complemento de distraído. Murena escribió en un poema: “Sólo atento no hay que estar: / preparado”. El gran Heine le preguntó una vez a su cochero: “¿Qué son las ideas?”. A lo que el cochero contestó: “Ideas son esas cosas que se le meten a uno en la cabeza”. Sólo atento no hay que estar: preparado para las ideas que a uno se le meten en la cabeza, vengan de los libros o de la propia calle. Así encaró Simpson la continuación de sus investigaciones filosóficas, que reunió en un librito hermoso al que sus fieles llaman El mamboretá. Su título completo es Dios, el mamboretá y la mosca, y cada diez o quince años hace una nueva edición, aumentada o alivianada según su parecer del momento. Yo tengo la del ’99, y hacia ese estante de mi biblioteca me mandó el nombre de Simpson cuando lo vi en las listas que publicó Página/12 el otro día, y después de mirar mis subrayados y descubrir lo que subrayaría ahora, y proceder a continuación a hacerlo, mientras aprovechaba para releer entero el libro, de repente fui a las páginas en blanco de adelante, que suelo usar para anotar cosas, y me encontré con el número de teléfono de Simpson en mi propia letra, con una cifra menos en la característica (a fines de los ’90 no existía todavía el cuatro). Asombrosamente seguía siendo el número de Simpson, y al rato tuve el gusto de oír al propio confirmando de lo más pancho que sigue vivo y entero y que está a punto de publicar un librito más atrevido todavía que El mamboretá: un libro todo de poemas. Pensando igual, pero en verso. Con métrica y rima y todo. Qué alegrón me dio.

“A veces me domina el animal metafísico, el mono enfermo que, entre una banana y un maní, empieza a preguntarse por el cómo y el porqué de las cosas”, dice Simpson en El mamboretá. Lo de enfermo es una referencia a Freud, que dijo famosamente: “Si alguien se pregunta por el sentido y valor de la vida es señal de que está enfermo, pues objetivamente ni lo uno ni lo otro existen”. Lo de mono es una referencia al chimpancé de laboratorio al que Ernst Mayr dio un terrón de azúcar y vio cómo el animal corría hasta la fuente de la que manaba agua y lo lavaba vigorosamente hasta que el terrón se le deshizo por completo entre los dedos. La sed de absoluto, llama Simpson a esa estampa.

En 1967, Simpson conoció en California al gran Rudolf Carnap, que por entonces tenía setenta y seis años, “el cuerpo en derrota, pero la mente apasionada y lúcida”. El médico le había prohibido que hablara de filosofía después de las seis de la tarde porque le resultaba imposible interrumpir la corriente de su pensamiento y no dormía y terminaba descompensado. Carnap había estudiado con Frege, que tenía sólo tres alumnos: Carnap, un mayor retirado y un amigo aficionado a la matemática. Frege daba toda la clase mirando al pizarrón, estuviera escribiendo en él o no. Se lo consideraba el mayor lógico desde Aristóteles. Carnap le contó esa tarde a Simpson que mientras estudiaba con Frege escribió este texto: “Hay un hombre, se reduce de tamaño, se vuelve más y más pequeño, se convierte en pájaro, el pájaro se convierte en mil pájaros, que vuelan al cielo mientras las nubes conversan entre sí acerca de lo que ha sucedido. Ese es un mundo posible”.

Yo creo que Simpson fue a ver a Carnap por la misma razón que Carnap a Frege, pero él seguro diría: “Vaya un poco a la sombra a tomar aire y deje de tocar la lira”. Porque Simpson ha vivido su vida convencido de que es básicamente un hombre sensato que se ha limitado a cumplir con su deber, según aquella frase de Aníbal Ponce: “No se puede abdicar de los deberes de la inteligencia”. Por suerte, de tanto en tanto lo domina el animal metafísico y nos lleva con él en sus derivas, como aquella vez que estaba en una tienda de pájaros embalsamados y afuera llovía. Anochecía, además, y no amainaba, y de pronto entró una mujer con el pelo empapado, pero se quedó en la puerta. “Quiero un pájaro alegre”, dijo en un hilo de voz. El vendedor sacó un petirrojo de una jaula, pero mientras tanto la mujer se arrepintió: “Me he equivocado”, murmuró con la mano en el picaporte. “No se vaya”, dijo el vendedor. “Escuche. La muerte fue piadosa con ellos. Quédese y los escuchará.” Y en ese preciso momento el petirrojo inundó la tienda con su canto, pero la mujer ya había dejado la puerta abierta y se había perdido en la lluvia mientras caía la noche en la ciudad.

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