Lun 23.12.2013

CONTRATAPA  › EL ARTE DE ULTIMAR

Donde empezó todo

› Por Juan Sasturain

Creo que fue hace un par de años –o acaso tres, o alguno más también– que entré por primera y única vez a la casa donde empezó todo. Era invierno y fuimos con Solano López, el dibujante, en gabán y todavía enterito, a recorrerla con él para un programa especial del ciclo (Continuará) dedicado a El Eternauta. Solano hacía muchos años que no iba. Tal vez recuerdo mal, pero creo que me dijo que desde entonces –desde cuando dibujaba la historieta, a fines de los cincuenta– no había vuelto a entrar a la casa de los Oesterheld en Beccar. A la casa de El Eternauta, digamos. Me lo dijo desde la vereda de enfrente, señalándome la ventana del primer piso, en el ángulo: “Ahí estaba el escritorio de Héctor”, recordó. Y después atravesamos el pequeño jardín donde se supone que cayó Polski con su infructuoso piloto bajo la nevada, entramos como el cuarteto de los amigos que llegaban a jugar al truco. Y Solano me mostraba lo que estaba igual, lo que había cambiado, lo que se acordaba y lo que no. Fue cálido, tranquilo e impresionante.

Lo curioso –y que a veces perdemos de vista– es que esa casa, ese chalet esquinero de Beccar, pegado a San Isidro, cerquita de las vías, en donde Héctor Oesterheld y su pareja Elsa Sánchez vivieron durante décadas y criaron a sus cuatro nenas, es el modelo corrido, desfasado, para dos casas dibujadas, dos chalets distintos que en nuestra imaginación de lectores reiterados se convierten en cierta medida en uno solo: la casa del guionista sin nombre que narra la historia –conocemos su escritorio, la silla vacía que cruje famosamente frente a él en la madrugada–, y también la casa de Juan Salvo, el protagonista de la maravillosa, terrible aventura que él cuenta durante una noche interminable que duró, para nosotros, pibes lectores, dos años de entregas semanales, 365 páginas de historietas...

El relato de El Eternauta vuelve una y otra vez a mostrar ambas casas. El dibujo de Solano –que no sabía cómo terminaba la historia– pone siempre un primer piso, una ventana, un jardín. Según la ficción, estamos siempre en la misma vía, zona norte, pero en Vicente López, mucho más cerca de la General Paz y de Buenos Aires. Y lo que se oye es el rodar de los colectivos por Maipú, la avenida cercana. Hasta que la nevada silencia todo.

No hace mucho leí un comentario que de algún modo criticaba –de un modo razonable– el final “precipitado” de El Eternauta. Oesterheld llegó a un punto sin retorno del guión y decidió cerrar la historia ahí –un poco desprolijamente– con el recurso en cierta medida inverosímil (desde la perspectiva del cálculo de posibilidades) de que el Viajero de la Eternidad, por azar y sólo por eso, cayera justo en ese huequito del espacio-tiempo contiguo a su casa y a su momento: media docena de cuadras, unos pocos años. Algo de eso hay.

Pero qué suerte que haya sido así. El final redondo, barrial, de una historia que involucra en realidad (y en teoría) a la humanidad entera, es una salida más coherente en términos ideológicos que cualquier otra continuación urbi et orbi –que las hubo– mucho menos convincente: lo que se estaba contando no era el fin del mundo (sic) sino el comportamiento social de un grupo humano situado y fechado: la clase media argentina de fines de los cincuenta. Como Dante o Swift, Oesterheld –no importan las manifiestas o solapadas intenciones– hablaba inevitablemente y sin querer queriendo del presente, lo único que hay en última instancia.

Volviendo: la casa de Beccar –donde escribió Héctor, las malogradas chicas crecieron y la gallega Elsa sostuvo el andamiaje a fuerza de amor– está aún ahí, en la esquina, al toque nomás de las vías. No se movió ni la voltearon. Maravilla residual, testigo y continente de una historia feliz y a la vez tenebrosa, disparador de un relato excepcional, ahí está. Los árboles han seguido creciendo, las ventanas se abren cada día al mismo aire y a la misma noche, los cimientos no se conmovieron, la Historia les pasó por arriba y por encima, y la cáscara de ladrillos y la pasión tácita quedaron hablando solas. Hay una hermosa metáfora ahí, en esa casa que quiere decirnos algo que todavía no nos animamos a escuchar.

Todo esto viene al caso porque en estos días, en estas últimas semanas, he tenido por diversas fuentes –la infatigable Judith Gociol y Fernando y Martín, los sobrevivientes nietos de Héctor y Elsa, entre otros– noticias estimulantes con respecto a la mítica casa de Beccar. Parece que está en venta y que su precio –no sé de estas cosas, acaso esté hablando sin fundamento– puede llegar a ser accesible. Y uno se ilusiona.

Recapitulando, es sabido que en 1976, en plena represión y tras recibir reiteradas amenazas de quienes buscaban por todos los medios localizar a Héctor y a su cuatro hijas militantes en fuga, Elsa abandonó la casa prácticamente con lo puesto –se llevó apenas lo indispensable, malvendió lo que supo y pudo– y nunca más volvió a pisarla. Tras ella llegaron los represores, que pusieron una bomba en el garaje y saquearon el interior, robaron lo que les interesaba y destrozaron lo demás. Cuando, al tiempo, quienes la compraron tomaron posesión de la casa, encontraron ese panorama desolador. Los descendientes –que por lo que sé son los actuales propietarios y eventuales vendedores– aún hoy se lamentan, entre otras cosas, de no haber conservado nada de los restos que quedaban de la riquísima biblioteca y del archivo de Oesterheld. Todo se perdió.

Sin embargo, a más de treinta años de aquellos horrores, dicen que hay detalles burocráticos asombrosos, patéticos y conmovedores: servicios que siguieron llegando por décadas a nombre de Héctor Germán Oesterheld, registros de padrón electoral de la zona que siguieron esperando que, con la democracia, alguna de las chicas fuera a votar. Todo el tiempo pasan cosas así.

Lo que debería pasar, pensamos algunos que supongo somos muchos, es que semejante desencuentro de décadas llegue a su fin. Porque hay tiempo todavía y parece que la oportunidad existe. No estaría nada mal que alguien desde cualquier lugar del Estado tome la iniciativa y recupere para la memoria y el uso colectivos ese espacio que es físico y mítico a la vez. Ojalá se dé.

Porque esa casa, donde empezó todo, es nuestro verdadero Domicilio de la Aventura.

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