CONTRATAPA › UN CUENTO DE NAVIDAD
› Por Mempo Giardinelli
En realidad era coreana, pero para mí fue la china de Panamá porque era oriental y la encontré en el aeropuerto de Panamá City. Fue la Navidad pasada y yo venía de México y había perdido una conexión a causa de una tormenta, así que me había resignado a brindar en vuelo y con desconocidos. No cultivo festividades religiosas ni comerciales, y tenía un par de libros que prometían placer seguro: Carpentier, Gorodischer. No iba a ser una Navidad perdida.
La mujer era oriental y la vi entrar –todos la vimos– cuando ya el pasaje se había completado y sólo en un sesenta por ciento. Llegó en una silla de ruedas que empujaba un negro, quien con toda diligencia atravesó el avión y la depositó en el penúltimo asiento, del lado del pasillo y en una fila de tres en la que estaría sola. Tenía un ridículo gorrito navideño en la cabeza y una expresión como vacía, o de infinita desolación. Pensé que así debíamos estar todos los pasajeros de ese vuelo de Panamá a Asunción que partía a las diez y media de la noche del 24 de diciembre.
Sin embargo, cuando la observé más detenidamente –yo estaba una fila más adelante y había amontonado un bolso y una frazada para dormir– me pareció que esa mujer tenía dibujada en la boca una sonrisa beatífica, como una abuela china o como yo imagino, desde mi ignorancia y mis prejuicios, que ha de ser una abuela china. Yu-chan, me dije, y sonreí. Ma-chagay. Samu-hú. Chin-chulín. No pude no reírme de mis propias estupideces.
El negro la acomodó y se fue, y a mí me llamó la atención que ella no se quitó el gorrito colorado. Se mantuvo erguida y silenciosa, casi sonriente mientras el vuelo partía a riguroso horario y bajo una cerrada lluvia tropical.
Un par de horas después, y luego de una cena descartable pero coronada con una especie de pastelito navideño y una copa de champán, me dirigí al tualét y la observé con más curiosidad que interés. La mujer mantenía la sonrisita pegada como una estampilla, y miraba la tele en el pequeño visor del asiento que tenía adelante, pero sin auriculares. Yo también suelo hacerlo: miro sin escuchar y pienso en mis cosas. Pero de pronto nuestras miradas se cruzaron y le sonreí con un cabeceo. Ella alzó la mano derecha y la movió suavemente en el aire, y siguió mirando la pequeña tele.
–Parece contenta la señora –le dije al azafato, un moreno panameño muy alto y guapo, que hasta conchabarse en la aerolínea debió ser, me dije, basquetbolista, chulo de prostíbulo o guardaespaldas de político. El tipo no respondió.
–¿Es china? –insistí.
–Coreana, parece.
–¿Y viaja sola?
El flaco asintió con la cabeza.
–Me disculpas pero, ¿cómo es que “parece”?
–Sí, es un paquete que nos mandaron de New York.
Fruncí el ceño y el tipo se largó a contar, asistido por una colega, una mulata preciosa que tenía los labios pintados con brillitos y los ojos delineados como con brocha gorda.
–Sí, llegó en un vuelo a JFK y allí descubrieron que no tenía visa. Algo irregular, imposible, pero alguien permitió que embarcara en Seúl, Pyong-yang o la Madrequelosparió hacia los EE.UU. y sin visa. Ni una palabra de inglés, ni francés, ni castellano, ni nada. Sólo coreano o el jodido idioma que entienda.
Comprendí la situación en el acto.
–La mujer aterrizó y fue detenida –siguió el mulato–. Buscaron coreanos en Migraciones, pero ella no habla. Ademas de no caminar, no habla. Muda hasta el carajo. Sólo un par de gestos, con cabeza o manos. Que sí, que no y más nada. Y siempre sonriente.
–Los oficiales de Migraciones la interrogaron, pero fue inútil –terció la muchacha–. Y el tiquete que traía era de ida solamente. Un paquete.
–Entonces los gringos, prácticos como son, se sacaron el paquete de encima.
A todo esto ya me habían servido un jaibolito ligero y con mucho hielo. Ellos bebían café y me di cuenta de que necesitaban hablar. Se puede pasar la Navidad lejos, pero no en silencio.
–La cuestión es que habrá habido un vuelo nuestro por ahí cerca, y pues la embarcaron –dijo la chica.
–Esa parte no la sabemos, pero la mujer aterrizó esta mañana en Panamá City –dijo él–. También sin visa, y encima en todo el aeropuerto no había un jodido coreano, ni chino, ni japonés, para escribirle algunas palabras a la señora. No hubo manera de resolver esa vaina.
–A mí me da pena porque la verdad es que no molesta –dijo ella–. Aunque no camina y cada tanto hay que llevarla al baño.
Entonces hice la pregunta lógica, que caía de madura:
–¿Y ahora en Paraguay, qué? ¿Quién la espera?
–No sabemos. Ya verán los muchachos de tierra.
Le van a hacer de nuevo la gran migraciones, pensé yo, sintiéndome inquieto. Ley del gallinero neta, pensé.
–¿Y ustedes qué van a hacer? Tampoco va a pasar migraciones paraguaya.
El flaco dudó un segundo en decirlo pero lo dijo:
–Siempre se habla de la influencia norteamericana en Panamá, ¿verdad? Bueno, alguien en la compañía o en el aeropuerto decidió hacer como los gringos.
Cuando regresé a mi asiento, la mujer dormía plácidamente frente al televisor encendido.
Ya en el aeropuerto de Asunción, al amanecer del 25 y con un calorazo de infierno, mientras esperaba mi equipaje vi pasar al mulato del otro lado de un vidrio, llevando a la mujer en una silla de ruedas, serena y confiada y con el gorrito en la cabeza. La dejó junto a una puerta que daba a la cinta transportadora que se acababa de poner en marcha. Vi que el tipo miró rápidamente hacia los costados, como un chico que ha cometido una falta en la escuela, y enseguida giró y regresó, veloz, hacia la manga que daba el avión. Yo le hice una seña como para detenerlo, pero el tipo se perdió tras la puerta. En ese momento llegó mi maleta y después de recogerla miré hacia donde el mulato había abandonado a la mujer. No había nadie. Sólo el pasillo vacío y con el ridículo gorrito navideño en el suelo.
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