› Por Juan Forn
Los ingleses fundaron un año antes que los franceses la Sociedad de Aeronautas, pero sus miembros eran todos monárquicos y conservadores, rancia estirpe: viajar en globo no era una aventura para ellos, era un mero pasatiempo, como la caza, el cielo como coto propio (“Sabía que Inglaterra era larga y era ancha, pero no sabía que era tan alta”, dijo la duquesa de Argyll cuando subió por primera vez en globo). En Francia, en cambio, el que logró reunir a todos los apasionados de la conquista del aire era un noctámbulo plebeyo y antimonárquico, razón por la cual la Sociedad de Aeronautas francesa tuvo como padrinos a Victor Hugo, George Sand, Offenbach y Julio Verne, y entre sus fervientes partidarios a Baudelaire, Gérard de Nerval y los demás cinco mil amigos que decía tener Gaspard Félix Tournachon, más conocido como Nadar.
Uno lee Nadar y dice: el fotógrafo, por supuesto; pero lo de la fotografía fue un mero accidente en su vida. Lo que a él lo desvelaba era volar. Por eso creó la Sociedad de Aeronautas francesa, que en realidad era la unión de dos asociaciones distintas: la del Estímulo a las Máquinas Más Livianas que el Aire y la del Fomento a las Máquinas Más Pesadas que el Aire. Nadar formaba parte de las dos: “A una pertenezco con la cabeza, a la otra con el corazón”. Victor Hugo prefería ponerlo así: “Un globo es como una hermosa nube derivando por el cielo, pero lo que necesita la humanidad es un equivalente mecánico de ese desafío a la ley de gravedad llamado pájaro. Para controlar el aire, hay que ser más pesado que el aire” (una de las cosas más lindas de volar en globo era que, allá en el cielo, la única manera de saber si seguían subiendo o no era arrojar un puñado de plumas por la borda y ver si flotaban hacia abajo o hacia arriba).
Nadar entendía así la bohemia: “Ser bohemio es fácil; se trata de ser bohemio científicamente”. Antes de la Sociedad de Aeronautas había creado el Club de los Bebedores de Agua, que imponía a sus miembros una jornada abstemia por quincena, para que los efectos acumulados de la borrachera no arruinaran nunca la conversación (Nerval, Baudelaire y el dibujante Daumier eran miembros del club). Nadar era por entonces el segundo mejor caricaturista de París, detrás de Daumier, y Daumier no era precisamente rico, pero Nadar necesitaba enriquecerse a toda costa para hacer realidad el sueño que tenía desde que los hermanos Godard lo llevaron por primera vez a pasear en globo: tener el suyo propio, y volar más alto y más lejos que ninguno. Iba a llamarlo El Gigante, iban a ser dos kilómetros de seda y cuerdas y un impresionante habitáculo de mimbre de dos pisos, en el que entrarían “veinte personas cómodas, o cuarenta y cinco soldados”. Napoleón III se interesó en el proyecto y ofreció el dinero, pero El Gigante debía ser tan republicano como su dueño, y Nadar rechazó la oferta.
Su plan para hacerse rico fue imprimir y vender una lámina gigante con todos los personajes de la bohemia de París dibujados por él; pero la lámina fue prohibida por “incitación a la disipación”, de manera que Nadar pasó de la cárcel al plan B: casarse. Con la dote de la novia pagó la fianza, llevó a la bella Ernestine dos noches a Fontainebleu y puso en marcha la construcción de El Gigante, además de comprar un equipo fotográfico que le ofrecieron a precio de remate. La fotografía podía ponerse de moda, pensó Nadar, si los retratos se hacían en copias pequeñas y se le vendían por docena al fotografiado. Así que puso a su hermano al frente del estudio fotográfico; y como, por supuesto, seguía viéndose con sus cinco mil amigos, pero ya no podía invitarlos a casa, pasó a recibirlos en el estudio, y allí lo pudo su proverbial curiosidad: un día sacó al patio la máquina de fotos, sentó allí a uno de sus amigos y lo retrató, después probó con otro y otro más y, cuando mostró los resultados, todos los demás quisieron su retrato, porque algo asombroso ocurría en esas fotos: Nadar no usaba decorados ni disfraces (como todos los demás retratistas, fueran pintores o fotógrafos), no hacía posar al retratado, ni retocaba la foto después; se concentraba en la cara, en la expresión, esperaba a que la luz se acomodara a su gusto y lograba sacar a la luz el alma del retratado.
De la noche a la mañana, todo París quiso ser fotografiado por Nadar, pero él tenía otros planes: El Gigante estaba listo. De sus primeros vuelos volvió con fotos aéreas de la ciudad en las que se veían tan nítidamente los techos y los cruces de esquinas como las caras de los transeúntes por la calle mirando hacia el cielo. Pero lo que Nadar quería era volar más alto y más lejos que nadie, y anunció que El Gigante volaría hasta Moscú. Alcanzó a llegar hasta Hannover. Igual un record, pero el aterrizaje fue no sólo forzoso sino casi fatal también: una locomotora terminó cortando las cuerdas y desgarrando la seda del Gigante, la hermosa casilla de mimbre de dos pisos quedó destrozada, los pasajeros saltaron antes y se salvaron por un pelo, Nadar se quebró un brazo y su esposa Ernestine se rompió la clavícula y las dos piernas y quedó traumada de por vida: no podía ni mirar hacia el cielo cuando la sacaban al jardín.
Para evitar la quiebra, Nadar debió volver a su estudio y satisfacer el clamor del tout París por ser fotografiado. Encaró el asunto operativamente: la fachada de su nuevo estudio (de tres pisos de altura) era toda de vidrio y en letras rojas alumbradas a gas hizo poner su nombre. Nadar era un gigante de melena y bigote pelirrojo: cuando se paseaba por el estudio vestía siempre una bata bermellón y los pocos muebles y objetos que había desparramados por ahí eran todos rojos. Los clientes lo miraban pasar arrobados. Pero de las fotos se encargaba el personal; él retrataba sólo a sus amigos (el Atelier Nadar dejó 450 mil placas fotográficas cuando cerró; sólo cinco mil eran obra de Nadar: sus cinco mil amigos, de Sarah Bernhardt a Bakunin, pasando por Monet, Turgueniev, Rossini y Liszt). Nunca pudo reconstruir El Gigante, sólo voló en globos ajenos hasta que dejó de volar, y entonces se sentó a escribir las Memorias de El Gigante y El derecho a volar. Pero antes se dio el gusto de contrabandear por aire un manuscrito de Victor Hugo y burlar por la misma vía el sitio de las tropas prusianas a París para fotografiar desde el aire las falencias de sus filas.
En su atelier se hizo la legendaria primera muestra de los impresionistas en 1874 (según el diario de los hermanos Goncourt, hasta Madame Nadar estuvo allí, “envuelta en un chal celeste que el marido le acomodaba con cuidado de tanto en tanto”). En su atelier descubrió, una noche de 1910, cuando tenía ya noventa años, que había sobrevivido a todos sus amigos y enemigos. Había abierto un baúl donde encontró su archivo y se puso a mirar las fotos y les fue escribiendo a mano en el reverso, con pulso tembloroso, el nombre a cada uno, para que el mundo los recordara, y luego procedió a soltarlos uno a uno por la borda, para ver si flotaban hacia arriba o hacia abajo, mientras su globo se perdía en el cielo.
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