› Por Sandra Russo
La verdad es que siempre que iba a la zona de outlets de Palermo, me detenía en esas vidrieras que no sé en qué calle están, porque nunca las busco, pero me choco con ellas. Esos locales del montón de marcas que aparecieron en los últimos años, y que se especializan en el universo outdoor, palabra por cierto atractiva, porque sugiere intemperie, aventura, aire fresco, paisajes deslumbrantes, esfuerzo físico, endorfinas, hostels, camaradería, mucho frío o mucho calor, resistencia, desafíos, pasión y entretenimiento. Hay que observar, sin embargo, que el mundo outdoor aparece como una oferta de recreación en sociedades que promueven el mundo indoor. Pareciera como si entre la puerta de nuestras casas y el afuera del outdoor, chorreante de naturaleza, se nos escaparan algunas complejidades –como por ejemplo los demás–, pero bueno, hay cosas que uno no elige, como la época que le toca.
El caso es que tengo talasemia, una anemia del Mediterráneo en un grado bastante bajo, que me descubrieron, no obstante, cuando a los veinte estaba por irme de viaje al Machu Picchu, en plena explosión de la nueva trova y el pulóver peruano. La emoción de estar por emprender mi pequeña aventura latinoamericana se dio de patadas con el hecho de enterarme de que mis glóbulos rojos son un poco defectuosos, y que probablemente ello se haya debido, hace muchos siglos, a una adaptación genética a la malaria en poblaciones migrantes del mar Mediterráneo. Esa fue una de las explicaciones que me dieron, y a la que nunca le di mucho crédito, cuando me dijeron que a causa de la talasemia yo no podría hacer deportes de alta competencia o esfuerzos físicos extremos. Para mis adentros me reí mientras el médico me lo anunciaba, porque cada actividad que me desaconsejaba, ya estaba tachada de mis deseos. Toda mi vida había padecido la clase de deporte en el colegio. De hecho, en el Machu Picchu, algunos de mis amigos hicieron el Camino del Inca y otros subieron la montaña a pie, mientras yo me tomé el bondi sin ningún tipo de culpa.
Como fuere, igual me atraen mucho las vidrieras de las tiendas outdoors, me quedo largo rato mirando esos zapatos que parecen zapatillas, pero que son tan estructurados y acolchados y están tan bien acordonados que, viéndolos, a uno le dan ganas de caminar. En realidad, cada cosa que miraba me daba ganas de usarla, pero en esa instancia en la que uno sabe que jamás entrará al negocio, ni preguntará el precio de nada, porque jamás de los jamases irá a ninguna parte para hacer trekking ni rafting ni andinismo ni alpinismo ni kayak ni senderismo ni nada que no sea caminar tranquilo por alguna ciudad y pararse cada tanto en un café a mirar pasar la gente.
Hace algún tiempo, en el lago Argentino, me subí a un cómodo y enorme catamarán para un paseo de siete horas durante el cual el barco pasaría delante de tres glaciares, el Perito Moreno, el Upsala y el Spegazzini. Una amiga que estuvo allí un par de días antes que yo, después me dijo que hay dos excursiones de rigor (“¿Qué, vos no las hiciste?”, me preguntó extrañada). Ella estuvo tres días y se anotó en las dos. La del barco, y otra en la que se hace trekking sobre el Perito Moreno durante dos horas. Esa me la contaron en la agencia de viajes. De sólo pensarlo me corrió sudor por la espalda. A mí que me dejen mirar. La sola idea de dos horas caminando sobre el hielo, aplicada a mi propia persona, me pareció decididamente imposible, si es que ése era un viaje de placer. Será por la talasemia, pero cuando me canso necesito irme. ¿Y a dónde me iría en un glaciar? Todos me decían que la experiencia es tan bella, que el cansancio no se siente. Y es eso lo que me pasa con lo que me imagino del outdoor: lo pienso de una belleza por lo menos para mí totalmente inexplorada, y quizá por eso mismo cargada de maravillas desconocidas; pero ya me acostumbré a que lo mío es imaginarlo.
La cuestión es que aquel día, desde que llegué al puerto de San Julián, donde varios centenares de personas hacían la cola para subir a los barcos, quedé obnubilada por el mundo outdoor. El 95 por ciento de la gente que veía, que era extranjera, tenía puesta toda la ropa, las zapatillas y las mochilas que yo había visto tantas veces con la ñata contra el vidrio de los outlets. Vaya, me dije. No sólo voy a ver de cerca tres glaciares. También voy a ver cómo es la gente outdoor. Y, efectivamente, todas las historias que escuché tenían que ver con haber recorrido miles y miles de kilómetros, y no haber llegado más que a un punto del itinerario. Todos estaban en tránsito hacia alguna otra parte, con una avidez explícita de guías, mapas, libros, datos anotados en libretas y tablets en las que buscaban más información. Lo del trekking ya lo habían hecho casi todos los menores de 75 años. Algunos hacían cálculos a ver si el vuelo del día siguiente les daba tiempo para alquilar un auto y llegar a El Chaltén, subirse a otro barco y ver otro glaciar. Mientras me dejaba envolver por esa avidez de acción que transpiraban los turistas outdoors, la idea era que no se querían perder nada.
Esa idea se esfumó apenas llegamos a la cercanía del Upsala, algunos de cuyos témpanos todavía flotan a su vera y se dejan arrastrar por el viento del lago. Uno de ellos, el más grande, era una pared de unos diez o quince metros de largo, tallada en una gama de colores que sintetizaban, entre el gris, el blanco y el turquesa pleno, el peligro y la fascinación del hielo. Se me vino a la mente un párrafo memorable de Rosa Montero, en el que compara la escritura con la irrupción repentina de una ballena en la oscuridad del mar en el que junto a su marido ella esperaba avistarla. Pero que del negro del agua y de la noche surgiera aquella cabeza y parte de aquel torso arqueado y monumental, le produjo una conmoción, sobre todo cuando la ballena volvió a hundirse en la profundidad, dejando el mundo nuevamente, dice ella, tan solo y tan vacío. Montero decía que la escritura suele ser algo así, una ballena que se avista, pero que luego se vuelve a sumergir en la profundidad.
Pude contemplar el témpano magnífico unos pocos minutos, porque inmediatamente la gente outdoor comenzó un rito que yo nunca me había imaginado. Como si el Upsala hubiera sido Roger Waters, la multitud levantó al unísono sus pantallas. Todo lo que se veía eran pantallas. De celulares, de iPads, de tablets y de algunas otras cosas que seguramente existen y yo no comprendo. Ya no se veía el glaciar. Se veía la imagen del glaciar a través de las pantallas. En decenas y decenas de pantallas, grandes y chicas, que estaban levantadas al cielo para superponerse a la pantalla del de al lado, se veía esa pared de hielo, ya convertida en foto subida a alguna parte.
Miré y miré para encontrar al hombre o la mujer que estuviera quizás un poco retirado, un poco absorto, un poco emocionado, un poco detenido y desarmado por esa potencia brutal de la naturaleza, un poco mareado por la fuerza poética de esos colores, sin más deseo que tomar directamente con los ojos esa belleza que tenía enfrente. Los encontré. Si uno los busca, esos hombres y mujeres están siempre, generalmente agazapados en el silencio de un rito mucho más antiguo y sensible que las pantallas.
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