› Por Mempo Giardinelli
Ha muerto el poeta mexicano José Emilio Pacheco. Como acaba de escribir mi amigo Catire Hernández D’Jesús, también poeta y venezolano: “Salió ayer domingo 26 de enero a buscarnos por esas calles silenciosas y oscuras y luminosas”.
Fue un gran poeta y basta leer sus poemarios más poderosos, entre ellos No me preguntes cómo pasa el tiempo (1970), Islas a la deriva (1976), Los trabajos del mar (1984), El silencio de la luna (1996) y La arena errante (1999). La edad de las tinieblas, de 2008, fue uno de sus últimos trabajos. También escribió cuentos y un par de novelas, entre ellas una joya breve: Las batallas en el desierto, de 1981, para mí una de las mejores narraciones latinoamericanas del llamado rito de pasaje.
Miembro de una enorme generación de literatos mexicanos (contemporáneo de Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Eduardo Lizalde y Vicente Leñero, entre otros), Pacheco fue un poeta siempre preocupado por la síntesis y la precisión, y con una mirada fija en la ironía, la significación y el sentido ético de la vida. En la suya personal fueron, de hecho, sus características, y eso era parte de su encanto. Su permanente distracción, fuera pose o naturaleza, formaba parte de personalidad, así como su buen humor y sus puntadas y chascarrillos siempre oportunos.
En la única foto en la que estamos juntos, en Sevilla y hace ya muchos años, estamos orinando una pared con otros colegas. De aquella experiencia me nació la idea de escribir un minirrelato que publiqué en 2008, en mi libro Soñario, y con este título: “El pretencioso Bonfanti, el Rey y orinar en Sevilla”. Helo aquí:
En el sueño platico con José Emilio Pacheco en Sevilla, mientras orinamos suavemente contra una pared de la judería, en el Barrio de San Bartolomé. Con nosotros están dos poetas: Fernando Operé y otro de cuyo nombre no quiero acordarme y aquí llamaré Bonfanti. Es una madrugada caliente, hemos bebido como esponjas y no hay polis a la vista. Los cuatro alardeamos de las dudosas punterías de nuestros pises hasta que Bonfanti suelta que la primera vez que viajó a España, cuando el peso argentino nos permitía turismo barato, en Madrid se alojó una noche en el Hotel Ritz y después de la cena se encontró en el baño nada menos que con el rey Juan Carlos. Con el estúpido orgullo de los ignorantes, cuenta que orinaron democráticamente uno al lado del otro, y que al terminar de sacudirse, a la par, no tuvo mejor idea que saludar a Su Majestad en nombre del pueblo argentino mientras se subía el cierre de la bragueta. Por supuesto no le creemos ni una palabra, y la discusión que sigue es perfectamente olvidable.
Estoy de acuerdo en que éste es un sueño inútil, si no fuera porque una noche de 1998 los mismos cuatro sí orinamos una pared en Sevilla, bajo un cartel pintado que rezaba: “Por favor no orinen aquí”. Por eso mismo lo hicimos, como cuatro viejos muchachos traviesos y al amparo de estos versos de Pacheco:
Una gota de lluvia temblaba en la enredadera.
Toda la noche estaba en esa humedad sombría
que de repente
iluminó la luna.
Ahora que ando advirtiendo que he entrado en la edad de escribir obituarios, al menos hasta que alguien escriba uno mío, sugiero fuertemente a los lectores que, si no han leído a Pacheco, no se lo pierdan. Vayan a leerlo y verán. Gugléenlo y descubrirán sus poemas, fáciles de encontrar en la web. Y piensen que el poeta, segundo Premio Cervantes que se nos muere en dos semanas, ha de andar por ahí, caminando y feliz de ser leído. Que es todo lo que quiere un poeta.
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