CONTRATAPA
Arder
› Por Rodrigo Fresán
UNO El que nos sintamos automáticamente obligados a ponernos a hablar del tiempo (del tiempo climático, no del tiempo abstracto y relativo y misterioso) no es otra cosa, supongo, que uno de esos reflejos primitivos. Un rasgo atávico que nos negamos a perder. Está claro que en el principio de la Historia, el tiempo –el clima– era el único tema de conversación válido y posible: la sequía y las glaciaciones que obligaban a migrar, el relámpago que inventaba el fuego y el viento que lo destruía, esas cosas. Ahora, en Europa, el tiempo (el tiempo que transcurre en las alturas, pero modifica nuestra superficie) vuelve a ser El Tema. El único motivo digno de conversación, aquello de lo que se habla tanto con el ser amado como con el más mortal de los enemigos. Y el pronóstico meteorológico se ha mudado del final al inicio de todos los noticieros.
DOS Y, de acuerdo, no es la primera vez que en esta página he escrito acerca de este Verano Boreal 2003. Lo siento: vuelvo a escribir sobre lo único que se puede escribir en estos días y en estas noches terribles en las que todo arde. Este es el verano europeo más caluroso desde que a alguien se le ocurrió la maldita idea de medir regularmente la temperatura. Digo “maldita idea” porque tal vez seríamos más felices en el desconocimiento de los grados y evitando el obvio símil de equiparar nuestra roja sangre con el rojo mercurio de los termómetros. Ahora lo sabemos absolutamente todo, ahora sintonizamos el Wheater Channel como si se tratara del Oráculo de Delfos que nos habla de presiones varias, de anticiclones, de isobaras, de vientos africanos cargados de arena que nos convierten en extras de Lawrence de Arabia, de El cielo protector, de El paciente inglés, cada vez que salimos de casa. El Weather Channel nos explica todo menos cuándo va a terminar esta ola de calor –más tsunami que ola– que remontamos con el vencido desequilibrio de surfistas alucinados.
TRES “Ayer vi caer muerta a una paloma”, le comento a un amigo de Sevilla. “Eso no es nada... Yo ayer vi caer muerto a un tipo”, me contesta mi amigo. Sevilla es el infierno. En Sevilla cayeron buena parte de los veinticuatro muertos españoles “por complicaciones con el calor” de este verano. En Sevilla, los termómetros marcan 50 grados y las calles parecen recién arrasadas por una de esas bombas que hacen desaparecer a las personas y dejan intactos a los edificios y a algún perro que se pasea por ahí mostrando los dientes y mirando con ojos centrífugos. Sevilla fue, hace unos días, el punto en el que hizo más calor en todo el planeta. En Barcelona hablamos de Sevilla; de la playa falsa de París junto al Sena (yo la vi, el alcalde puso varias toneladas de arena y es una lástima que esté prohibido bañarse en el río); de los automóviles galos obligados a circular a 30 kilómetros máximo para intentar reducir el smog acumulado en las metrópolis; del pico de temperatura nocturna en Alemania (26,7 grados); del asalto popular a las palaciegas fuentes de Londres (38,1 grados, el tercer verano más caluroso desde 1659) y del aumento en los precios del agua mineral; de las centrales nucleares sin energía para refrigerar los reactores; de los futbolistas que ya no entrenan y de los toros que salen tarados al ruedo; de las empresas que te permiten desabrocharte el primer botón de la camisa, pero ojo con sacarse la corbata; del barco nazi que acaba de descubrirse en los fondos de ese casi seco Danubio que hace apenas un año lo inundaba todo; de esos témpanos supuestamente eternos de Suiza que han comenzado a fundirse a 4 mil metros de altura; de los animales que agonizan en los zoológicos y de las vacas que dan menos leche y de las gallinas que dan menos huevos; de los bosques portugueses en llamas y de los flamígeros cementerios de automóvilesitalianos; de las cosechas cenicientas azotadas por plagas casi bíblicas; de esa pista de esquí cubierta y artificial en Madrid a la que la gente no va a esquiar sino a recordar cómo era aquello de tener frío; del Papa que nos recomendó que “rezáramos fervorosamente” pidiendo lluvia.
Mientras tanto, aquí, el consumo eléctrico ha trepado a alturas electrizantes, la ingesta de helado (que se derrite antes de llevártelo a la boca) ya duplica la del verano 2002, resulta imposible conseguir ventiladores o equipos de aire acondicionado, el manso Mar Mediterráneo ha alcanzado la temperatura record de 32 grados, y las fábricas de hielo ya han advertido que está a punto de acabarse lo que se daba. Lo que hace pensar que lo próximo en agotarse será el agua. Pero mejor pensar en asuntos más prácticos: en salir a caminar un poco a las 7 de la mañana y volver a casa a las 8 y no volver a salir hasta las 22 horas luego de ver la saga completa de El Padrino. O meterse en un shopping con aire acondicionado y cines y restaurantes y librerías, y pasar ahí las vacaciones; quedarse ahí adentro hasta que alguien recuerde cómo era que funcionaba la máquina de hacer lluvia y, por fin, ponga en marcha los motores dorados del otoño. Y, seguro, empezar a morirnos de frío.
CUATRO Está claro que tiene que existir algún motivo para que todo esto ocurra –para este fuego invisible que se te mete en los pulmones y te sale por los poros– y la teoría más sólida tiene que ver con el hecho de que luego de milenios de conversar sobre un tiempo regular en sus hábitos, al hombre le ha bastado apenas la segunda mitad del siglo XX para arruinarlo todo, para cambiar la temperatura del diálogo. Es decir: este calor no es un calor planetario sino el tantas veces invocado calor humano, un calor generado por nosotros, un averno palpable y nada metafórico. Ahora, en el Weather Channel, un profeta del apocalipsis teoriza que semejante constancia en las temperaturas podría resultar en una flamante temporada de huracanes europeos hacia el fin del verano. Algo nunca visto. Tendría su gracia: el Huracán Jordi, el Huracán Helga, el Huracán Fabrizzio, el Huracán Michelle, el Huracán Zorba. Ya veremos. Pero, por favor, si se viene el fin del mundo, que venga rápido. Ya no se aguanta este calor, ya estoy podrido de ver a Michael Corleone agonizando bajo el justiciero sol de Sicilia y a esa pobre gente de Sevilla mirando el cielo, mirando a esa paloma que cae justo un segundo antes de caerse ellos.