Vie 21.02.2014

CONTRATAPA

El último broder

› Por Juan Forn

Irving Thalberg apareció en Hollywood como un meteorito y se convirtió en cuestión de segundos en el Rey Midas del celuloide. Hasta que tuvo su primer ataque al corazón en 1932, a los treinta y tres años, originaba, elegía reparto, reescribía los guiones y supervisaba al milímetro el montaje y lanzamiento de todas las películas que producía la Metro Goldwyn Mayer, para inmensa satisfacción de su socio capitalista, Louis B. Mayer, que así podía dedicarse a lo que más le gustaba: contar billetes. En 1934, Thalberg había aprendido a ser más selectivo e igual de exitoso, por eso dejó atónito a Hollywood cuando sentó a los Hermanos Marx a su mesa y logró que escucharan lo que tenía para proponerles. “Me gustaría hacer una película con ustedes, muchachos, pero una película de verdad. Ustedes no necesitan nada a su alrededor. Ustedes son como los isabelinos: sólo necesitan una silla y un árbol pintado para hacer lo suyo. El resto déjenmelo a mí.”

Los hermanos Marx habían llegado a Hollywood como un terremoto, en plena Depresión, cuando el humor blanco de las películas mudas mutó en variantes más agresivas e impertinentes: era lícito poner el mundo patas arriba porque el mundo ya se había dado vuelta catastróficamente, con la Crisis del ’29. Los Marx eran entonces la sensación de Broadway con su teoría del caos hecha carne: llevaban cinco años seguidos a sala llena, la gente empezaba a reírse antes de que salieran al escenario y todo indicaba que seguiría siendo así para siempre porque ellos distorsionaban tanto su espectáculo cada noche que los espectadores pagaban para volver a ver el mismo show hasta cinco o seis veces. Pero entonces vino el Crac y los dejó en la calle de un día para otro: se esfumaron en el aire todos sus ahorros invertidos en la Bolsa y Broadway bajó sus cortinas. Era volver a hacer vodevil por los caminos o probar suerte en Hollywood.

Probaron. Volvieron locos a todos en la Paramount, los cinco deformes productos que el estudio logró hacer con los Hermanos Marx (Coconuts, Animal Crackers, Monkey Business, Plumas de caballo y Sopa de ganso, perdonen que ponga algunas en inglés pero los malos títulos en castellano son una patada al hígado) no justificaron en taquilla el karma de soportarlos. El cuarto hermano (Zeppo) decidió bajarse y Groucho les venía quemando de tal manera el bocho a los otros dos con la reunión con Thalberg, que el día del encuentro llegaron tres horas tarde: Chico, el buen mozo, el as de los números, porque había ido a probar una de sus martingalas a Las Vegas, con una corista en cada brazo; y Harpo, el mudo que tocaba el arpa, el supuesto tonto, porque estaba conversando con Bertrand Russell, que había ido a dar conferencias en Berkeley y la UCLA. Pero se ve que algo pasó en esa reunión, porque la película que Thalberg propuso a los tres hermanos era Una noche en la Opera y nunca brillaron tanto los Marx como en esa película, nunca estuvieron más a gusto y se combinaron mejor (y nunca recaudaron tanto, diría Louis B. Mayer).

Pero entonces Thalberg se murió, de golpe y de manera absurda, a los treinta y siete. Estaba jugando al bridge en la terraza del Palm Springs Country Club, se levantó un poco de viento, Thalberg se sacó su chaqueta y la puso sobre los hombros de su hermosísima esposa, la actriz Norma Shearer, que había dejado la actuación por él. Se acostó con catarro, se despertó con neumonía y dos días después estaba muerto. Los que fueron al entierro dicen que Groucho Marx estaba de color ceniza, flanqueado y sostenido de los brazos por Chico y Harpo, sin derramar una lágrima pero por primera vez en su vida en silencio, sin una humorada letal colgando del cigarro. Scott Fitzgerald también estaba en el entierro. Scott estaba en Hollywood ya en las últimas: los Años Locos eran un recuerdo envenenado, ya había dejado internada a su esposa Zelda en el Este después de que ésta le prendiera fuego a la casa y era uno más de la plantilla de guionistas estrella que eran la carne de cañón preferida en los estudios de Hollywood. Scott estaba en ese entierro porque había que estar, si uno quería conservar el trabajo, pero también porque estaba escribiendo su novela póstuma, su canto del cisne, El último magnate, cuyo personaje principal era Irving Thalberg, enmascarado bajo el formidable nombre de Monroe Stahr.

Scott le dijo a su secretaria y acompañante terapéutica Sheila Graham que iba a hacer un capítulo entero sobre el entierro haciendo foco en un trío de actores, los más cómicos de su tiempo, llorando al difunto: con ellos haría un flashback para contar los viejos tiempos del vodevil de Broadway que cerraría con el triste destino que le esperaba a aquel trío cómico en Hollywood sin la única persona que sabía entenderlos. Nunca llegó a escribirlo. Murió en 1940, la novela quedó por la mitad y se publicó póstuma. Mientras tanto, los Marx intentaron en vano repetir la fórmula solos (Un día en las carreras, Una tarde en el circo, Líos de hotel). Groucho declararía años después: “Tras la muerte de Thalberg, mi interés por el cine decayó sin remedio, y cuando vino la guerra, lo último que querían ver los espectadores era a tres payasos atacando la autoridad”. Terminada la guerra no les fue mejor: lo más divertido de Una noche en Casablanca (1946) es la correspondencia previa de Groucho con la Warner Brothers, que le prohibían el uso de la palabra Casablanca (“Podría decirles lo mismo de la palabra brothers. Nosotros fuimos hermanos antes que ustedes. Nos cedieron el nombre los hermanos Karamazov”). Chico y Harpo le dijeron que se retiraban, Groucho desembarcó en la televisión. Lo pusieron a conducir un programa de preguntas y respuestas. Lo dejaban improvisar a su gusto y después cortaban las partes de mayor maltrato a los invitados, pero guardaron las carcajadas (el programa se grababa con público presente) y las usaron durante décadas como risa enlatada en todos los programas de la NBC.

Cuando Groucho dejó la tevé, o la tevé lo dejó a él, Fellini le ofreció un papel en Satiricón, pero no aceptó porque no quería pasar un invierno entero en Roma. Otto Preminger le ofreció el papel de Dios en Skidoo y sí aceptó, pero al verse en la pantalla dijo que parecía una figura de cera del museo de Madame Tussaud. Odió Easy Rider, 2001 y Submarino Amarillo, pero en 1971 llamó a Estados Unidos los “United Snakes” en un reportaje y se convirtió sin querer en padrino de la contracultura. Alarmado, confesó a sus amigos: “Creo que necesito o un representante o una niñera”. Se consiguió una niñera de veinticinco años, que quería ser actriz y usarlo de escalera a la fama. A los ochenta le preguntaron qué quería de regalo de cumpleaños. “El año pasado”, contestó. Cuando le contaron que aparecía en el Finnegan’s Wake de Joyce (cita textual: “El triliponeónico groucheando a los holanterrados vivos”), dijo: “No hay razón por la que no pueda aparecer. Es evidente que la vida me ha desconcertado tanto como a Joyce. Y es perfectamente posible que haya llegado a sus oídos que una vez, en el Teatro Casino de la calle 39 y Broadway, hubo tres judíos que corrían por el escenario gritando a un mundo indiferente que eran Napoleón”.

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