Jue 27.02.2014

CONTRATAPA

El alma que sufrió de ser cuerpo

› Por Mario Goloboff *

El camino amoroso del gran poeta peruano y universal César Vallejo fue precoz, denso, accidentado. Y a través de las mujeres que, se dice, inspiraron los motivos de sus más conocidos libros de poemas, en especial Los heraldos negros y Trilce, una fuente innumerable de atribuciones, opiniones encontradas, desmentidas y disputas que han durado casi un siglo.

En los comienzos, hay tres mujeres reales: dos de Trujillo y una de Lima. Y una más, probadamente ficticia: la Rita de “Idilio muerto” (“Qué estará haciendo esta hora/ mi andina y dulce Rita de junco y capulí;/ ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita/ la sangre, como flojo cognac, dentro de mí...”). La primera, de Trujillo, María Rosa Sandóval (“el amor juvenil que entristeció a Vallejo”, “la musa trágica de Vallejo”), joven y cultivada lectora de la ciudad de Ascope, hermana del poeta Francisco Xandóval, a la que conoció en 1916 y murió dos años más tarde en un pueblito de la sierra de Otuzco, víctima muy posiblemente de la tuberculosis, cuando sólo tenía 24 años. Los amigos del grupo político y cultural de Vallejo, al que llamaban “Norte”, Atenor Orrego, Alcides Spelucín, Víctor Raúl Haya de la Torre, la apodaban María Bashkirtseff porque, como la célebre princesa rusa (1860-1884), en cuya cantera abrevó nuestro Aníbal Ponce para discurrir sobre “la ambición y angustia de los adolescentes”, llevaba un caudaloso Diario íntimo de su vida. Extrañísimo, por otra parte, es el testimonio de quien fue el heredero de la biblioteca de su hermano, ascopeño como todos ellos, e íntimo de la familia: “María murió enferma de tisis y la familia, por temor al contagio, quemó sus pertenencias. Sin embargo, llegaron a salvarse pocas páginas de su diario, en las que, desgraciadamente, no hay nada sobre su relación con Vallejo”, narra Teodoro Rivero Ayllón. El amor y la tristeza de Vallejo por María Rosa, según aquél, se extienden a otro poema que aparece en Los heraldos negros, “Los dados eternos”, poema de “emoción bravía y selecta” que Manuel González Prada celebrara vivamente al autor: “¡Dios mío! ¡Estoy llorando el ser que vivo!/ ¡me pesa haber tomádote tu pan!/ Pero este pobre barro pensativo/ No es costra fermentada en tu costado/ ¡tú no tienes Marías que se van!” Uno de los numerosos biógrafos del poeta, Juan Espejo Asturrizaga, dedica algunas líneas a María Rosa: “Una muchacha atractiva y de muchas simpatías. Poseedora de un espíritu fino y cultivado. Amante de la poesía y curiosa e interesada por toda clase de actividades artísticas”. Y agrega: “De todas las chicas que interesaron a Vallejo durante su etapa de estudiante en Trujillo, fue ésta la más inteligente, la más comprensiva de su alto espíritu”. De allí el triste y límpido poema “Verano”: “Verano, ya me voy. Y me dan pena/ las manitas sumisas de tus tardes./ Llegas devotamente; llegas viejo;/ y ya no encontrarás en mi alma a nadie...” (Los heraldos negros).

Luego, César Vallejo conoce a “Mirtho” (así la llama él), Zoila Rosa Cuadra, una muchacha de quince años con la que sostiene un apasionado y corto romance, quebrado bruscamente. Entre sus amigos se habla de un poco creíble intento de suicidio a causa de este desengaño: a Zoila Rosa Cuadra, por quien –dice Asturrizaga– rastrilló una Smith Wesson en su sien derecha, le dedicó “Setiembre” (Los heraldos negros): “Aquella noche de setiembre, fuiste/ tan buena para mí...hasta dolerme!/ Yo no sé lo demás; y para eso/ no debiste ser buena, no debiste...”. A lo que podría sumarse, como hacen algunos críticos peruanos, todavía otra, con un estatuto desconcertante: una mujer abstracta, que nunca tiene nombre en Trilce, pero que, según esos críticos, era Otilia Villanueva Pajares, “la novia del poeta en Lima”, “la musa esquiva de Trilce”, sobre la cual hay mucho hablado pero muy poca prueba documental.

Creo, por el contrario, que en Trilce, posterior al primer libro en pocos años, podrá verse más claramente (más estremecedoramente) cuál es la imagen de mujer que con denuedo persigue Vallejo a través de su lenguaje poético. Este poemario constituye un momento privilegiado de ruptura en la historia de nuestra poesía latinoamericana: ni la página en blanco, ni el espacio vacante, ni el dibujo, ni el delineamiento tipográfico, ni la palabra, ni el ejercicio mismo de la actividad poética tendrán igual valor después. El nuevo orden lingüístico-lógico que esta poesía propone tiene la facultad de congregar todos los tiempos en una dimensión desconocida, donde el aparente desorden hace ganar más horizontes significativos: “El traje que vestí mañana/ no lo ha lavado mi lavandera...”, y entonces el personaje femenino convocado acude finalmente: “dichosa/ de probar que sí sabe, que sí puede/ COMO NO VA A PODER!/ azular y planchar todos los caos...” (Poema VI). Se trata, así, de desandar lo cronológico para poder juntar “dos badajos inacordes de tiempo/ en una misma campana...” (XXXIII). Las remembranzas son por eso abundantes: en el poema III, una añoranza de infancia, de la familia y del terruño nativo, la pregunta por “las personas mayores” que queda sin respuesta, y el juego de los niños. El mismo motivo parece repetirse en XV: “En esta noche pluviosa,/ ya lejos de ambos dos, salto de pronto...”. Y especialmente: “Son dos puertas abriéndose, cerrándose,/ dos puertas que al viento van y vienen/ sombra a sombra”. Los contornos del paraíso perdido comienzan pues a presentirse: “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos/ pura yema infantil innumerable, madre...” (XXIII). Y, sobre todo, aquel poema en el que parece señalarse que la relación con la amada poetizada, con la “amorosa”, es, idealmente, más que la de otra mujer cualquiera, la de la gran generadora, hasta por los signos gráficos usados: “Vusco volvvver de golpe el golpe./ Sus dos hojas anchas, su válvula/ que se abre en suculenta recepción/ de multiplicando a multiplicador,/ su condición excelente para el placer,/ todo avía verdad” (IX). Del mismo modo que el XVIII: “Amorosa llavera de innumerables llaves,/ si estuvieras aquí, si vieras hasta/ qué hora son cuatro estas paredes./ Contra ellas seríamos contigo, los dos,/ más dos que nunca...”.

Se comprenden así los conceptos de aquel visionario que fue José Carlos Mariátegui, cuando, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, dijo de Vallejo: “La creación en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja por eso, de todo ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria, llega a la más austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma, es un místico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino”.

En el complejísimo mito topo-erótico-poético de César Vallejo, la gran amada será después España, a cuya causa consagrará los últimos esfuerzos personales de un cuerpo maltrecho y los últimos poemas de su vida.

* Escritor, docente universitario.

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