Mar 11.03.2014

CONTRATAPA

Homo Muerte

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Sopla un viento de muerte y cada vez hay más o menos muertos. O algo por el estilo. Pero no tan así. A ver si Rodríguez se aclara un poco mientras sube de volumen calórico su calefacción sin que eso le impida seguir temblando, al imaginar el congelante recibo del gas que le llegará con la primavera. Hay menos muertos, pero hay cada vez más viejos. Es decir: si los cincuenta años son los nuevos cuarenta, entonces los viejos son los nuevos muertos. Porque son viejos que viven más de lo que deberían. Porque son viejos que pasan los primeros tramos de su vida de ultratumba no en el Más Allá sino en el Aquí Mismo. Y con tanto viejo pretérito no hay novedad futura que aguante. Y lo que menos aguanta es la sanidad pública: “Más cáncer pero menos muertes” es un titular de diario reciente. Y lo que allí se informa es que desde el 2008, año del comienzo de una crisis que todavía no se mencionaba pero ya hablaba sola, las defunciones por esa enfermedad cayeron un 1,3 por ciento en España (país donde una de cada seis personas tiene más de 65 años) mientras que los diagnósticos aumentaron en un 9,6 por ciento en hospitales donde más de la mitad del gasto en medicamentos se reparte entre oncología, HIV y enfermedades reumáticas. Hospitales desde los que se denuncia que la Administración pone cada vez más obstáculos a la hora de implementar terapias de última generación. Así, las salas de espera rebosantes de viejos que ya saben lo que les espera pronto, pero los desespera ahora. Lo de antes, lo del principio: son muertos pero están viejos o son viejos pero están muertos. Y eso es todo, amigos.

DOS Claro que están también los que no se resignan a semejante destino y –otro titular– “Los suicidios suben un 11 por ciento en 2012, hasta los 3539, la mayor tasa desde 2005”. Así, en España, ponerse punto y final a uno mismo es ya la principal causa de muerte no natural, por encima de los accidentes de tránsito. Accidentes que incluyen a esos suicidas que deciden acabar con todo saliendo a toda velocidad y en sentido contrario por una autopista para estrellarse y estrellar a alguna familia. Una familia que sólo quería pasar un buen fin de semana y no pensar en cosas como que el tiempo pasa y que pronto serán viejos sin siquiera sospechar que, por culpa de un maldito desesperado, de pronto son muertos sin haber sido viejos. Leyendo sobre suicidas, Rodríguez se entera de que, en España, el darse muerte es una práctica mucho más extendida entre los hombres que entre las mujeres. Y que la cifra es especialmente pronunciada en la franja de edad que va de los 25 a los 34 años. ¿Por qué será? Rodríguez ni se atreve a pensar en ello, pero se dice en voz bajísima que no debe ser sencillo descubrirte a los 34 viviendo con tus padres que ahora viven con sus padres. Y todos juntos allí, esperando que pase el temblor, hasta que un día te despiertas convencido de que después del temblor sólo habrá tiempo para el rigor mortis y entonces por qué no dejar un cadáver bien parecido antes que un cuerpo demasiado usado y cuyos órganos ya desafinados ni siquiera sirven para cantar en otros cuerpos que sólo quieren vivir y llegar a viejos.

TRES Más datos: los fallecimientos suben por segundo año consecutivo en España, superando por primera vez las 400.000 muertes al año. ¿Por qué? Por el creciente envejecimiento de la población, porque el nivel de la atención médica se ha empobrecido casi tanto como el de los pacientes, porque a morir que son dos días. Se ha reducido la tasa de mortalidad infantil, pero ha subido la de mortalidad femenina. Y –cada vez menos tibio y cadavérico consuelo– peor están en Grecia, donde los infartos aumentaron un 30 por ciento en dos años. En resumen: hay más muertos también en Islandia y en Portugal y en Irlanda. ¿Por qué será? ¿Tendrá algo que ver todo esto con el incremento de las consultas en centros de salud mental por casos de ansiedad y depresión y consumo de psicofármacos de diversos colores? ¿Nervocalm para todos para festejar el medio siglo de una eterna Mafalda por siempre joven pero no-muerta y no-dibujada desde hace tanto?

Alegría, otro titular: mientras ya no se buscan los huesos de Federico García Lorca y se siguen buscando los restos de la asesinada Marta Del Castillo –y aletean en el aire los espectros de los muertos en los trenes de Atocha hace diez años– ahora “Madrid buscará los restos de Cervantes utilizando un georradar en el Convento de las Trinitarias” donde, se cree, “fue enterrado de forma humilde”.

Hace unas noches, volviendo del trabajo, Rodríguez se detuvo a tener un escalofrío junto a un mendigo que llevaba un cartel colgado al cuello donde se leía: “Aunque respire y me mueva no se engañen: estoy muerto. Por favor, dadme lo que podáis para que yo descanse en paz”.

Rodríguez le dejó unos euros. No es la paz, pero es uno de esos menúes económicos con pizza y bebida y selfie.

CUATRO Y ésta ha sido una semana en la que ha vuelto a comprobarse cómo las cada vez menos y más enfermizas páginas de cultura en los periódicos –ahora al borde de una nueva vieja guerra en este continente para muchos ya muerto– se fortalecen y se multiplican cuando se trata de glosar y celebrar a muertos cultos. Una ráfaga que no cesa y sigue y Paco de Lucía y Ana María Moix y Alain Resnais y Leopoldo María Panero y Gérard Mortier y –supone Rodríguez– en el mundillo ilustrado todos deben estar mirándose muy nerviosos y haciendo apuestas secretas acerca de quién no llegará al próximo y cada vez más agónico e histérico Sant Jordi, ese espejismo-oasis donde se venderán todos los libros que no se vendieron en el resto del año y hasta el año que viene, si viene, si vamos, si seguimos.

CINCO Mientras tanto y hasta entonces, Rodríguez decidió ver Nebraska. Y salió muy deprimido. Otra de esas películas pertenecientes al género geriátrico, donde un actor olvidado o subestimado se consagra o resucita al final de su carrera haciendo de viejo sin necesidad de maquillaje o prótesis. En Nebraska –una versión anciana de The Last Picture Show– el viejo Bruce Dern hace muy bien de viejo porque está viejo. Pero de viejo-viejo. Y, sí, como todas las películas de Payne, Nebraska tiene momentos tristemente graciosos y agridulces. Como esa visita al cementerio, en la que un hijo ya no tan joven comprende que falta menos para que no pase nada. Y que estar vivo es la muerte.

SEIS De regreso en casa, en un documental científico, Rodríguez se entera de que existe una enfermedad extraña llamada Delirio de Cotard, condición patentada por un neurólogo francés a finales del siglo XIX. A saber: el franco desorden psicológico de un vivo que un mal día se despierta convencido de que es un muerto.

Arrastrando los pies, casi en trance valdemaresco, con náuseas de Messi pero con bastante menos fortuna, como si caminara por las carreteras de Nebraska, Rodríguez se va a la cama y reza porque mañana los diarios no anuncien que esa rareza francesa es ahora el lugar común de una epidemia española.

Mejor, piensa, miserable y cobarde, otro singular muerto culto, ¿sí? Como ese que declaró que “nunca se leyó y se escribió tanta mierda como ahora”.

Y Rodríguez se duerme contando escritores y músicos y plásticos y actores todos en edad de merecer aunque no se lo merezcan.

Sálvese –sobreviva– quien pueda.

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