CONTRATAPA
El partido del miedo
› Por Susana Viau
El 17 de febrero el partido del orden volvió a hacer sonar las campanas: llamó a cortar por lo sano, a ponerles el punto final a los insurrectos que los viernes baten la cacerola y los lunes cortan rutas y vociferan en las puertas de los bancos. El olfato del partido del orden reacciona ante la atmósfera espesa de la desobediencia y acaricia por debajo de la mesa la vieja fórmula: “antes un final terrible que un terror sin fin”. No hay terror en la calle. Pero en las filas del partido del orden crece el temor. El suficiente para poner en acción a sus voceros.
El día anterior (sábado 16) La Nación informaba que apenas 2000 personas habían concurrido el viernes por la noche a la Plaza de Mayo. No hizo falta preguntar por qué, si así de riguroso era el dato, si la protesta había comenzado a diluirse y el desgaste a hacerse sentir, el venerable matutino le dedicaba a la cuestión un artículo tras otro. Fue el propio La Nación el que se desmintió a sí mismo encabezando el tradicional editorial de los domingos con una afirmación rotunda: “La sociedad argentina –o, por lo menos, una buena porción de ella– lleva casi dos meses en virtual estado de rebelión social” exigiendo “el alejamiento de los poderes del Estado” (interpretación rasa de una consigna polisémica: “que se vayan todos”). ¿Y cuál fue la conclusión? Que “lo grave es que no se puede decir que sus reclamos (los de la sociedad argentina o buena parte de ella) sean inútiles o inoperantes”. Para ilustrar cuán tristemente eficaces son sus métodos, La Nación da ejemplos: “En diciembre (...) provocaron la renuncia de un presidente de la República (...) A renglón seguido provocaron también la caída de un presidente provisional” y “En estos días se están realizando demostraciones frente al Palacio de Tribunales para exigir la destitución de los miembros de la Corte Suprema de la Nación”.
La irrefrenable esencia antidemocrática del partido del orden no puede dejar de reconocer, sin embargo, que es posible que el “pueblo produzca actos masivos de protesta para reclamar la renuncia de un gobierno que, aunque elegido por el camino de las urnas, ha perdido legitimidad por su comportamiento posterior”. Sólo que ese ejercicio de soberanía debe asomar en “situaciones verdaderamente excepcionales”. El Señor y La Nación se encargarán de determinar en cada caso cuáles son esas legítimas situaciones.
La “tribuna de doctrina” reconoce a regañadientes que por allí hay un artículo, el 14 de la Constitución, que establece el molesto –y modesto– derecho a peticionar. Aunque, dice, los intereses que se defienden deben ser “identificables” puesto que “cuando se realizan concentraciones de personas que dicen que no defienden ningún interés, que sólo responden al deseo genérico de servir a la patria, que la única bandera que enarbolan es la argentina y exigen la renuncia en pleno de los gobernantes actuales es obvio que lo que se está impulsando es un golpe de Estado encubierto”. Qué morro tiene esta summa cum laude en golpes de mano que acabará diciendo: “Una nación no puede vivir en una suerte de aventura épica permanente. Una nación necesita un sistema previsible y acatado por todos. Y necesita algo más: la serenidad suficiente para que la razón prevalezca, en toda circunstancia, sobre las emociones simples y las pasiones desbordadas”. “Emociones simples”, “pasiones desbordadas”. ¡Vaya, por Dios! La anciana dama golpea impaciente el bastón sobre el suelo grasiento del palacio derruido y chochea. Perturbada, confunde nación y estado. ¿O acaso no es la nación la que en sus más altas expresiones desata la “aventura épica” y el estado el encargado de construir “un sistema previsible y acatado por todos”?
No fue la única manifestación de la locura colectiva que ataca al partido del orden: en esa misma edición, Mariano Grondona, utilizando una comparación tan disparatada como perversa, descubrió que políticos y banqueros son los perseguidos de estos días, los judíos de estos meses de rebeldía: “Su pertenencia a la nueva maldita raza maldita que ahora es una clase maldita basta para condenarlos sin necesidad alguna de probar eldelito”. Por fin, Herr Doktor también descubrirá que una “legión de ciudadanos distinguidos”, ha dado su “aval moral”, al ministro de la Corte Gustavo Bossert. Otra vez el ciudadano “distinguido”, singular, diferente, calificado frente a la masa informe de ciudadanos a secas, meras usinas de “emociones simples”, “caceroleros”. ¿Será que la historia esta empeñada en hacerle honor a la antigua, bella y remanida frase y lo que está corriendo por debajo de esta retórica aristocratizante no es más que una destilación del fascismo?