› Por Juan Forn
Los egresados de la École Normal Supérieure de París son la elite de Francia. Sus legajos estudiantiles se hacen por duplicado, la copia queda y el original se envía al enorme edificio de los Archivos Nacionales: la trayectoria de esas luminarias es asunto de Estado desde que ingresan a la École. Si uno va y pide la carpeta de un ex alumno de la camada 1933 llamado Robert Brasillach se topará primero con un sello que dice “pupilo de la nación” (es decir, beca completa por ser hijo de combatiente muerto en la Gran Guerra), luego con otro que dice “juzgado por art. 75” (es decir, por traición a la patria) y finalmente con un tercero que sentencia “ejecutado enero 1945”.
En enero de 1945 la Segunda Guerra aún no había terminado para los franceses, aunque los nazis ya hubieran abandonado su territorio. De hecho, quince días antes el Reich había intentado la ofensiva de las Ardenas, que, si no hubiera sido agónicamente detenida en Alsacia-Lorena, les habría permitido recuperar París en cuestión de días. Era el invierno más crudo de la guerra, además. Luego de la primera euforia de la Liberación (dicen que la noche de agosto en que entraron los primeros tanques aliados a la ciudad repicaban todas las campanas de París y de la espesura del Jardin des Plantes y de los Jardines de Luxemburgo provenía el inconfundible sonido de centenares de parejas cogiendo, luego de cuatro años de toque de queda), vino el frío, y la moral de la población de París comenzó a decaer de nuevo, cuando el gobierno provisional del general De Gaulle ordenó que se iniciaran los juicios contra los colaboracionistas, eso que hoy conocemos como “la depuración”. El problema era que no tenían peces gordos para juzgar: la cúpula del gobierno colaboracionista de Vichy, así como los simpatizantes más conspicuos del ocupante (de Coco Chanel a Louis-Ferdinand Céline) habían huido a Alemania junto con los nazis. Y entonces Robert Brasillach bajó de la buhardilla de la rue de Tournon donde estaba escondido y entró caminando en la Prefectura de París, a entregarse voluntariamente.
Retrocedamos doce años. Brasillach está aún en la École cuando publica su primera nota en el diario Action Française, una vitriólica necrológica sobre André Gide, que por entonces gozaba de perfecta salud y fama (“Todos salvo él sabemos que está muerto, ¿por que no lo entierran de una vez?”). La Action Française era monárquica, católica y nacionalista, sus miembros odiaban a los ingleses tanto como a los alemanes, pero más que a ambos odiaban a los judíos y a todos los simpatizantes del socialismo que estaban “infectando Francia como un cáncer”. El vitriolo del joven Brasillach era música para sus oídos hasta que, al regreso de un viaje a Alemania en 1934, les dio una nota titulada “100 días con Hitler”, donde pedía a Francia que tomara a la nueva Alemania como modelo. Se la rechazaron. Furioso, acusando de rancios y provincianos a sus ex camaradas, Brasillach se pasó al periódico ultra Je Suis Partout y desde ahí ofreció al público su metamorfosis de nacionalista monárquico a internacionalista fascista, aunque lo suyo no era ni ideológico ni geopolítico ni socioeconómico: era puro amor a las botas y al acero y a los uniformes y a la manera viril en que resolvían el asunto judío. Una de las piezas periodísticas más famosas de Brasillach se llama “La guerra de las ratas” (“¿Han notado que en París las ratas dicen que son gatos exóticos, de Siam y de Persia, y que por eso parecen diferentes, y muestran sus papeles que dicen que son hijos de gatos, y nietos de gatos, de manera que en esta París devorada por las ratas, no hay ratas por ningún lado cuando uno se pone a buscar?”). Para entonces ya era redactor estrella de Je Suis Partout, en cuyas páginas se denunciaba a los médicos judíos que seguían practicando en la clandestinidad y a los periodistas que seguían escribiendo con seudónimo, a veces dando direcciones incluso. Je Suis Partout vendía 300 mil ejemplares por semana cuando los nazis estaban en París. “La guerra de las ratas” se publicó en Je Suis Partout dos semanas antes de la razzia del Velódromo de Invierno que inició las deportaciones en masa de judíos a los campos de concentración.
Pero cuando llegó el momento de escapar con sus secuaces, Brasillach no huyó, e incluso se entregó voluntariamente. Enfrentó al tribunal como enfrentaba las mesas de examen en la École, con la jactancia del que se cree un elegido. Y Francia se lo creyó. En lugar de darle una sentencia que lo humillara, le dieron pena de muerte. El juicio fue a sala llena, duró sólo seis horas, pero en esas seis horas Brasillach pasó de ser un mero brulotista a un poeta de Francia. Mientras estaba arrestado esperando el juicio, había empezado a escribir sus “Poemas de la prisión”. Los poemas eran buenos. En las cuarenta y ocho horas posteriores al veredicto del tribunal, noventa escritores firmaron pidiendo a De Gaulle que conmutara la pena: aprobaban la sentencia pero ¿había que matar a un poeta? Dice la leyenda que De Gaulle no evitó el fusilamiento porque en el legajo que pusieron en su escritorio con la carta de los firmantes había una foto de una comitiva francesa visitando a las tropas del Reich en el frente oriental: uno de los que posaban estaba en uniforme alemán, Brasillach estaba a su lado vestido de civil, pero el general creyó que el del uniforme era él.
Ningún otro de los escritores pronazis y antisemitas franceses fue fusilado. Los que habían huido, y fueron capturados y juzgados cuando ya había terminado la guerra, recibieron todos penas más leves y los amnistiaron en 1952; cuando se cruzaban por la calle en París se decían unos a otros: “Salvó nuestras vidas por morir primero”. Si Brasillach se hubiera mantenido escondido en su madriguera o si su abogado hubiera logrado la postergación del juicio hasta el fin de la guerra, seguramente se habría salvado y hoy su nombre estaría tan olvidado como el de sus secuaces en Je Suis Partout. Jean Paulhan escribió: “Que alguien tan fatuo y frívolo y mediocre como él se comportara de una manera que diera dignidad a su muerte habla de la profunda incoherencia de nuestra época”. Brasillach había pedido antes de su muerte que liberaran a su cuñado para que mantuviera a la familia. Su cuñado se llamaba Bardéche, era egresado de la École como él y había escrito en Je Suis Partout como él. Cuando lo liberaron, el primer libro que escribió fue un cuestionamiento de los juicios de Nüremberg, luego se embarcó en una cruzada de negacionismo acerca del Holocausto; fue representante francés del congreso neofascista de Mälmo en Suecia en 1960 y por supuesto se encargó de mantener viva la obra de su cuñado: las obras completas de Brasillach están a su cuidado y tienen un prólogo de Le Pen, que pagó la edición. Por una foto famosa del juicio, que la prensa francesa repite cada vez que rememora el caso Brasillach (el acusado con su cara de nene escuchando con indolencia desde el estrado de los acusados), lo bautizaron “el James Dean del fascismo”. Así son los franceses.
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