Mié 20.08.2003

CONTRATAPA

Liborio Justo

› Por Luis Bruschtein

El nombre de Liborio Justo tenía la resonancia de alguna anécdota contada por el abuelo con el énfasis que le ponía a las historias importantes. Quebracho, Lobodón Garra, la Década Infame, el fraude patriótico, el tratado Roca-Runciman y “¡Muera el imperialismo yanki!”.
Cuando Liborio le gritó eso en 1936 a Franklin Delano Roosevelt, el primer presidente norteamericano que visitaba la Argentina se introdujo en la fantasía romántica de una generación que hoy son abuelos o bisabuelos y se transformó en un recuerdo épico que sería transmitido de padres a hijos en el lugar del pequeño detalle de la historia que puede describir en un solo gesto el pensamiento libertario, la idea de rebeldía dramática, principista y romántica de una época.
Liborio era hijo del general Agustín Justo, que fue presidente durante la Década Infame. Fue un gobierno conservador en lo social y político, pero liberal en la economía. Su hijo Liborio era trotskista y podría decirse que ese fue el hecho más liberal en la vida de su padre. El día de su famoso grito, se había introducido en la recepción que Justo padre le ofrecía a Roosevelt en el último piso del Congreso, gracias a una invitación que le había pedido a su madre Ana Bernal de Justo, hija de otro general que había participado en la Campaña del Desierto.
La Reforma Universitaria fue su primera experiencia política, con una pasada previa, ingenua y fugaz por la Liga Patriótica, que fue lo único que hizo como buen hijo de militar. Le siguió un corto período en el Partido Comunista y luego varios años en el trotskismo, donde fundó la Liga Obrera Revolucionaria. Finalmente criticó también a Trotsky y se convirtió en un librepensador marxista. Usó el seudónimo de Quebracho para escribir sus textos políticos, y el de Lobodón Garra para la narrativa, en su denodada pelea para eludir la fatalidad del apellido y el linaje, de ser “el hijo de fulano”.
Liborio, Quebracho y Lobodón se pelearon con prácticamente todos los que tuvieron a tiro, a izquierda y derecha, en la política y en la literatura. Usaba en sus polémicas el mismo tono beligerante y flamígero de los clásicos marxistas y sin embargo fueron pocos los que lo consideraron un enemigo. De su padre, que había sido blanco de sus críticas más feroces, siempre aclaró que no había sido su enemigo, pero que sí lo era del sistema que representaba el viejo general conservador.
Trotsky, el Che y Perón pasaron por su trituradora, al igual que Cortázar, Borges, David Viñas, Sabato, Puiggrós y muchos más. Fue admirador de Horacio Quiroga, a quien visitó en Misiones. Estuvo cuatro días con ese gran escritor al que le gustaba hablar poco. Volvió decepcionado y no quiso responderle cuando Quiroga le escribió.
Trabajó como peón de obraje en el Paraguay, se ofreció como voluntario para trabajar de obrero en la URSS, se embarcó en un ballenero finlandés, cazó ballenas en las Orcadas y renos en la bahía de Gritviken y vivió doce años como ermitaño en las islas del Ibicuy, en Entre Ríos. Para casarse debió fugar al Uruguay con su novia judía, Nina Dimentstein, que sería la madre de sus tres hijos y la compañera de toda su vida.
Liborio, que murió hace diez días a los 101 años, decía que se había forjado así, en el estudio y en la vida misma, para madurar la poderosa fuerza de la razón, ese motor imparable y frío al que paradójicamente le apostaban todo, con un determinismo casi religioso, los apasionados revolucionarios de su generación.
Hasta sus últimos días fue fiel a esa pasión y a sus ideas, las que volcó en los cinco tomos de Nuestra patria vasalla, quizá la principal de sus obras. Cuando cumplió cien años hizo público un manifiesto en el que anunció la decadencia del imperialismo norteamericano y el futuro advenimiento del socialismo en Sudamérica a partir de la unión de los proletariados de Argentina y Brasil. Había seguido muy atentamente la evolución del movimiento piquetero, del Mercosur y el proceso político y económico en los Estados Unidos luego del atentado a las Torres Gemelas.Había dicho que “quizás”, cuando cumpliera cien años, se retiraría a descansar.
Se llamaba Liborio Justo y había elegido al quebracho y a un mítico dinosaurio patagónico, el Lobodón, como seudónimos. Cuando se hablaba de él, su mención, en cualquiera de las tres formas, aludía a fuerza inquebrantable, al ser mítico que se entrelaza en la memoria y los sueños de una generación. Y murió, como esos personajes de leyenda, cuando se retiró a descansar.

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