› Por Juan Forn
Así empezaba el poema: “Esta es la casa de los locos / Este es el hombre que vive en la casa de los locos”. Y no paraba más. Cada estrofa iba agregando un nuevo componente a la escena (“Este es el reloj que marca el tiempo / del hombre trágico y locuaz / que vive en la casa de los locos”), cada estrofa hacía una espiral más ancha y vertiginosa, y abarcaba más y más, y cuando uno llegaba a la última, y el poema se cerraba sobre sí mismo con la misma cantinela engañosamente infantil, engañosamente neutra del principio, entendía perfecto por qué a su autora le había llevado siete años terminar ese poema. El hombre que vivía en la casa de los locos era Ezra Pound, el loquero era el Neuropsiquiátrico St. Elizabeth’s de Washington y la autora del poema se llamaba Elizabeth Bishop.
Bishop era una jovencita que tenía sólo un librito de poemas publicado cuando llegó a Washington en 1949 a trabajar como consultora de poesía en la Biblioteca del Congreso, recomendada por su antecesor en el puesto, el poeta Robert Lowell, que tenía un don para descubrir talentos ocultos y ayudarlos con maníaco entusiasmo. Poco después descubrió a la joven Flannery O’Connor, y se hizo católico por ella: no por convicción sino para poder convencer al Vaticano de que la canonizara en vida. Con la joven Bishop fue un poco más moderado. Apenas, nomás: cuando la recibió en la estación de tren de Washington, le explicó que entre las tareas que incluía el trabajo estaba la de visitar una vez a la semana a Ezra Pound en St. Elizabeth’s. Pound había ido a parar ahí para no ser fusilado: sus transmisiones radiales desde Roma en favor de Mussolini y Hitler durante la guerra lo habían hecho acreedor a la condena de traición a la patria. Primero lo tuvieron durante semanas en una jaula al sol, en un campo de prisioneros en Pisa; cuando la comunidad literaria pidió clemencia por él, lo internaron en St. Elizabeth’s, sin diagnóstico. Lo dejaban pasear por los jardines, jugar al tenis, recibir visitas, lo dejaban hacer a sus anchas el papel de poeta confinado, pero no lo soltaban (tardarían doce años en convencerse y cuando lo hicieron, en 1958, fue a cambio de que se fuera a vivir al extranjero), así que toda celebridad literaria que pasaba por Washington en 1949 pedía ir a visitarlo.
Lowell le explicó a Bishop que era una experiencia única para una joven tan tímidamente talentosa como ella, y se fue en el primer tren. No le dijo, porque le pareció una minucia, que no eran tantas las visitas que recibía el poeta confinado: primero porque no muchas celebridades literarias pasaban por Washington, y segundo porque era sabido que las espléndidas, y egomaníacas, pontificaciones sobre poesía de Pound podían derivar en el momento menos pensado al más áspero de los silencios o a una catarata de invectivas contra los estúpidos que no entendían las virtudes del fascismo. Así que cada semana en que no había nadie que quisiera ir de visita a St. Elizabeth’s, la joven Bishop partía solita a padecer al poeta, con una pila de libros y media docena de bananas, las únicas dos cosas que Pound aceptaba recibir del exterior. Dos años duró en el puesto, sin emitir una queja. La liberó del yugo una beca providencial que le permitió escapar adonde más quería: la beca era un viaje en barco hasta el Estrecho de Magallanes, y lo que ella quería más que cualquier otra cosa era irse al fin del mundo; en ningún otro lugar estaba cómoda.
A Elizabeth Bishop se le murió el padre cuando tenía ocho meses, y cuando tenía cinco años internaron a su madre y no la vio nunca más. La adoptaron primero sus abuelos maternos y se la llevaron a Nova Scotia, en Canadá, pero eran tan pobres que la entregaron a los abuelos paternos, unos ricos asquerosos de Massachusetts con quienes vivió perpetuamente aterrorizada de hacer algo mal (“Perdí a los ocho años / el coraje de hablar / en la mesa de mis abuelos / y nunca lo recuperé”), hasta que ellos se cansaron de su asma, eczemas y alergias y la entregaron a una tía solterona que criaba pájaros exóticos y la puso pupila en un internado donde, la mitad de las noches, la joven Bishop escapaba por la ventana y dormía en un árbol. Toda su vida se había sentido un peludo de regalo: así se sentía cuando llegó a Washington y así se seguía sintiendo cuando logró escapar hacia el fin del mundo (no por nada escribió: “El arte de perder no es difícil de aprender / Basta perder algo cada día / para aprender que / perder no es –¡convéncete!– una catástrofe”).
No llegó nunca al fin del mundo. En un agasajo, cuando el barco paró en el puerto de Santos, se intoxicó con una castaña de cajú, la primera que probaba en su vida, el primer bocado sólido que se puso en la boca al bajar a tierra. Terminó en el hospital, estuvo días entre la vida y la muerte. Cuando abrió los ojos, vio sentada a los pies de la cama a la persona que le había ofrecido esa castaña. Era Lota Macedo Soares, una niña bien de tal talento para el paisajismo que el mismísimo Gropius la había apadrinado. Lota le prometió a Bishop cuidarla toda la vida, le construyó una casa de ensueño en Petrópolis, que parecía colgar de la nada en medio de la selva y la montaña, y se la llevó a vivir con ella. Quince años se quedó Bishop en esa casa. Allí escribió su poema sobre Pound, noche tras noche durante siete años, a fuerza de cortisona y de gin, mientras Lota dormía a su lado o estaba en Río de Janeiro trabajando en su magno proyecto: el Aterro de Flamengo, ese espacio verde que debía hacer palidecer al Central Park y a los Jardines de Luxemburgo. “Tú cultiva tu jardín, y yo el mío”, le decía Lota cada vez que se iba.
En esa casa, sola, Bishop recibió la noticia de que su segundo libro (aquel que contenía el poema sobre Pound) había ganado el premio Pulitzer. La comunicación telefónica era defectuosa, Bishop pidió que la llamaran al teléfono del pueblo, que estaba en la oficina de correos, bajó caminando desde la montaña, atendió la llamada y al cortar le dijo a la empleada, aún atónita: “Gané un premio”. La empleada abrió la ventana y gritó a la calle: “¡Donha Lizabetchi ganó la bicicleta! ¡Los demás pueden tirar los números!”, porque el único premio que conocía era la rifa del pueblo.
Cuando le informaron a Pound que iban a liberarlo, en 1958, y le preguntaron adónde iba a irse a vivir, él contestó famosamente: “A Brasil”. Era una boutade nomás (la respuesta completa había sido: “Veamos. Si Catay ya no existe, por qué no Brasil”). Como bien se sabe, el viejo poeta terminaría eligiendo Italia como destino, pero Elizabeth Bishop transpiró agujas de hielo, y no hubo gin ni cortisona que le alcanzara hasta el momento en que pudo confirmar que el viejo poeta había bajado del barco en el puerto de Génova (para proceder a hacer el saludo fascista al enjambre de periodistas que lo esperaba). En los años siguientes, Pound diría a quien quisiera oírlo que nunca leyó el poema de Bishop, pero yo podría jurar que si la esposa de Pound, la violinista Olga Rudge, no hubiera aceptado llevarse a Pound a Venecia (después de que él se negara a recibirla durante sus doce años de confinamiento), la escena tan temida por Bishop se habría hecho realidad: el viejo loco se hubiera ido a Brasil, a hacerse cuidar y atender por la única persona que había sabido ver su encierro desde adentro.
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