Dom 24.08.2003

CONTRATAPA

El hombre que no está solo y espera

› Por Eduardo Galeano

Cuando Juan Gelman llegó a Montevideo, a fines de marzo del año 2000, ya habían culminado las dos investigaciones confluyentes que hicieron posible el hallazgo de su nieta.
Había costado desenredar la madeja del olvido. Una de las pesquisas fue el largo y difícil trabajo iniciado por Juan, tiempo atrás, que su mujer, Mara La Madrid, llevó adelante con paciencia y buena lupa de detective. La otra investigación, que por cuerda separada condujo al mismo resultado, fue obra de Gabriel Mazzarovich y del diario La República. Por fin, la colaboración de mucha gente anónima que puso el hombro y la campaña internacional de solidaridad hicieron posible lo que parecía imposible.
No hubo ninguna ayuda oficial. Abundaron, en cambio, las pistas falsas sembradas en el camino; y el presidente Sanguinetti no sólo negó colaboración sino que negó además, en su enfático estilo, cualquier posibilidad de que aquí hubiera ocurrido nada.
Pero las penosas investigaciones dieron su fruto. Y Juan vino, entonces, a nuestro país, para conocer a su nieta aquí nacida y robada.
La nieta acababa de descubrir su historia escondida. Una historia atroz, de la que ella no tenía la menor idea: su padre, asesinado en Buenos Aires; su madre, traída al Uruguay “como un envase”, al decir de Juan, para parir y ser ejecutada; y ella, la niña recién nacida, regalada a un oficial de la policía uruguaya que la inscribió como hija suya.
Mi mujer, Helena Villagra, y yo, fuimos a recibir a Mara y Juan al aeropuerto de Carrasco, junto con Gonzalo Fernández, su abogado, que es además nuestro común amigo.
Esa presencia nuestra sería un detalle sin la menor importancia, si no resultara necesario aclarar algunas circunstancias que están siendo tergiversadas, ahora, por las versiones que bajan del superior gobierno.
Juan no quería ninguna bulla. Venía para encontrarse en secreto con su nieta secuestrada. Y al bajar del avión se enteró de que Jorge Batlle, que llevaba pocos días en la presidencia del país, quería verlo. Y más: el presidente, cuyas fuentes militares le habían confirmado el éxito de esas investigaciones realizadas al margen y a pesar del mundo oficial, quería que Juan fuera directamente desde el aeropuerto a la casa de gobierno para anunciar, allí, el hallazgo de su nieta.
Todo a lo largo de las horas siguientes, que transcurrieron en nuestra casa, Carlos Ramela llamó varias veces al celular de Gonzalo, en nombre del presidente, para reiterar la invitación. Juan dudó. El no tenía la intención de hacer público el asunto; y por elemental delicadeza prefirió esperar a que su nieta decidiera.
A la mañana siguiente, ella decidió. Dio su acuerdo, siempre que no se mencionara su apellido impuesto. Y así se hizo. El anuncio conmovió al país y fue noticia en los principales medios del mundo.
En aquel momento, la actitud del recién estrenado presidente Batlle no parecía responder a un propósito de manipulación política. Creo que la opinión pública nacional la recibió como un gesto que anunciaba un rumbo nuevo en la política oficial de derechos humanos. Un camino que se abría.
El camino no se abrió.
Los que acompañamos aquella búsqueda de la nieta de Juan, actuamos convencidos de la justicia de su causa. Y convencidos, también, de que su lucha contribuía a que se rompiera de una buena vez la espesa cortina de silencios, mentiras y complicidades que encubre los crímenes de la dictadura militar en nuestro país.
Tres años y medio después, ocurre lo mismo. Lo que él está exigiendo para su nuera, víctima de aquel Mercosur de la muerte que el poder militar organizó, coincide con los reclamos de otros familiares de otros asesinados y desaparecidos. Como nadie podría negar la legitimidad deestas reivindicaciones, el gobierno se hace el sordo y el ciego y contesta con agravios personales.
En un artículo reciente, publicado en Página/12, Horacio Verbitsky dice que el Uruguay es el paraíso de la impunidad.
Tiene razón.

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