› Por Enrique Medina
Marca el 0810 y todos los números que le siguen. Suena el ring-ring del otro lado. ¡Suerte!, piensa Hemingway, que se había desmoronado al cortársele el Skype justo cuando Emelina estaba por aceptarle la invitación a cenar; casi una hora de charla dale-que-dale para que afloje y justo cuando ella... ¡Uy, responden! ¡Levantan el tubo! Todos nuestros representantes se encuentran ocupados. Aguarde un instante, por favor (musiquita horrorosa). Espera y ruega que Emelina siga en el Skype esperándolo y no corte, porque él no tiene su mail, fue una sorpresa que ella lo agarrara justo en línea. Bueno, no importa, habrá forma de volver a engancharla, pero mejor tratar de cazar pájaro en mano de una buena vez. Todos nuestros representantes se encuentran ocupados... El insulto que emite el escritor se recepciona en China y sus alrededores. Aguarda maldiciendo su puta suerte. Pasa el tiempo. ¡Al menos podrían poner una música como la gente y no esta porquería que uno está obligado a escuchar! Se pone nervioso. Sabe que debe calmarse, así que, sin despegar el tubo de la oreja, se sirve un whisky-santo. Bebe y gana impavidez. Soporta con estoicismo la pésima musiquita y el desdén de los representantes ocupados. Por fin suena un llamado interno; ¡vaya, me tienen en cuenta...! Del otro lado, una dulce voz de dama en paz le dice lo que Hemingway ya sabe: que su nombre es su nombre y su dirección es la de siempre, ¿y qué problemas tiene...? ¡Se me cortó Internet, se me cortó!, grita con voz de oso enojado el Premio Nobel de Literatura gracias a esa elegante ficción, El viejo y el mar, con pésimas versiones hollywoodenses y sin que pudieran salvarla ni Spencer Tracy, ni Anthony Quinn; aunque ahora el escritor está entusiasmado haciendo un nuevo guión de la novela para Brad Pitt con dirección de Martin Scorsese, y no de ese sádico insensible de Tarantino. Ella le pide un instante para verificar lo que corresponde. El aprovecha otro sorbo y murmura un sincero ruego a Dios para que Emelina no decida apagar la compu. Irrumpe la dama en paz para anunciarle que hay un riguroso corte en su zona y por lo tanto no puedo asegurarle el tiempo que estará desconectado. El prestigioso escritor tira el vaso contra la pared y vocifera fiero y feo. ¡Quiero gritar mi protesta! ¡Y ya me dice su nombre para dejar asentado el reclamo! La dama en paz le pide que se calme: mi nombre es Melinda y estoy para atenderlo en... Cuando Hemingway escucha Melinda se le cruzan los cables y le pide, ya algo tranqui, que le repita el nombre. Melinda lo hace con voz de nube atravesada por un sol muy brillante, y él siente que algo de esa tibieza lo alcanza. Yo estaba hablando con Emelina, y sumando Melinda me veo atribulado en un trabalenguas entelarañado, ¿entiende...? Hay un silencio. Ella le pregunta ¿usted es el escritor? El dice que sí y bebe un traguito liviano del pico de la botella. Melinda le dice que no lo puede creer, que acaba de leer Tener y no tener y Por quien doblan las campanas, y me gustaron mucho; y ahora una amiga me trajo un regalo de España, tierra que tengo entendido usted quiso mucho, digo, mi amiga me trajo un libro de poesía suyo. Nuevo silencio que él aprovecha bebiendo del pico para decir: oh, han vuelto a publicar mis 88 poemas... Me gustan, dice ella, espere que busco, acá, éste me hizo reír: “Si rehusaras ser mi Valentina,/ me colgaría en tu árbol de Navidad”. ¿Llegaría usted a tanto?, le pregunto. El va a beber del pico, pero no, deja la botella, se acomoda el pelo canoso hacia adelante para disimular la calva. ¿Tiene el libro en sus manos? Silencio. Sí, dice ella, estaba leyéndolo, por eso tardé en atenderlo, le pido perdón. Hemingway mira su cuarto, las cosas desordenadas como su propia vida, los rincones del techo, se le nubla la vista. Melinda, ¿usted leyó a Whitman...? No, no lo leí. Léalo. ¿Por qué debo leerlo? Porque hace millones de siglos él escribió un verso que hoy nosotros estamos viviendo... Silencio, que ella rompe: ¿qué verso, lo recuerda? El presiente que la punzada en la columna vertebral está por castigarlo, por eso se pone de pie y gira el cuerpo muy suave para defenderse del dolor: él, Whitman, el querido Whitman, escribió: “Quien toca este libro, toca un hombre”. Otra vez el silencio, que Hemingway rompe con delicados rodeos: Porque... ¿sabe, Melinda? Se lo digo con respeto, créame, ¿cómo decir...? Siento su mano temblando en mi pecho. Y se produce un silencio palmario. Ambos se escuchan respirar. ¿Sigue ahí, Melinda? Sí... Ah... Hemingway se mira en el espejo. ¿O sea que no se sabe cuándo me devolverán la Internet? ¿Le siguen gustando las corridas de toros?, pregunta ella, y agrega algo severa: a mí no. El vuelve a sentarse. Claro que me gustaban, pero eso fue hace tanto, en otra vida, creo... Ella dulcifica el tono. Acá en la contratapa leo que usted se suicidó, primero dijeron que había sido un accidente, pero parece que... ¿Se suicidó? ¿Por qué? El sonríe. Me hace reír pensar por qué lo hice, ja... ¿Por qué lo hizo? Vea, Melinda, era otro tiempo, digamos... más varonil... Hemingway duda, no sabe si quedará sincero o grosero, y se anima, total... No existía el Viagra, ja, así de simple... Silencio algo prolongado. ¿Sigue ahí, Melinda...? Sigo... pero una piensa que un artista está más allá de... El la corta. Eso depende de la persona y no de la profesión que se tenga; por suerte, ahora la canción es otra... Silencio. Melinda busca aliviar el momento, salir de cosas que no deberían interesarle, así que busca en el libro un verso subrayado y lee: “Por la noche yazgo contigo/ y observo/ a la ciudad girar y rodar”. ¿En quién pensaba cuando escribió esto? ¿En Ava Gardner, en Marlene Dietrich? ¡Por supuesto que no! Yo era un jovencito engreído, torpe y desconocido. Los torneos competitivos vinieron mucho después. Siempre me gustó estar casado, ellas sólo fueron grandes amigas, en serio se lo digo... ¿Está escribiendo algo ahora? ¡No me diga que es una periodista camuflada, ja! Vea, un escritor debe trabajar 25 horas al día... ¿Pero qué está escribiendo? Se lo pregunto porque me interesa... Un relato... ¿Un relato sobre qué? Sobre nosotros dos... y la ilusión. Opaco silencio. Hemingway se neutraliza, púdico. En realidad no tengo mucho para proponer, pero este relato se lo dedicaré a usted, Melinda. El silencio hiere, requiere oquedad. Ella sabe que debe retornar a su papel de empleada, pero se escucha decir con voz palpitante. Me gustaría que me autografiara los libros que tengo... los suyos, claro, sí, lógico, se sobreentiende, perdón... Atrapado, Hemingway bebe del pico de la botella, acentuando el largo silencio sin intentar fragmentarlo. Obligada, presionada como si estuviera comiendo algodón, la dulce voz de dama en paz, Melinda, le informa a Hemingway que posiblemente en una media hora, más o menos, volverá a tener Internet. Me lo acaban de decir, ¿me escuchó? Sí, la escuché, Melinda... Largo silencio. Bueno... ha sido un placer, tengo que cortar, adiós, señor Hemingway... He tenido una gran alegría al conversar con usted, ha sido un gran honor, de verdad... Adiós, Melinda. Silencio medido. Ella controla la respiración. Ah, me gustaría leer el relato que está escribiendo sobre nosotros. Lo leerá, Melinda, se lo aseguro. Entonces, adiós, dice ella. Adiós, dice él. Ambos cuelgan el tubo del teléfono. Hemingway bebe del pico de la botella el poquito whisky restante, y va en busca de una escoba para barrer los vidrios rotos.
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