› Por Rodrigo Fresán
UNO Rodríguez tiene miedo. En realidad, es el miedo el que tiene –posee– a Rodríguez. Desde el principio de sus tiempos. Nada misterioso para Rodríguez es que los niños lleguen al mundo llorando y no riendo. Y el miedo que lo tiene es un miedo que es un poco más grande que el miedo que Rodríguez tenía ayer y un poco más pequeño del miedo que Rodríguez tendrá mañana.
DOS Rodríguez va a ir a ver Maléfica. Nueva revitalización del concepto fairy-tale estilo Disney a cargo de la propia Disney luego de aquella casi transgresora Enchanted, del 2007.
Maléfica –todo parece indicarlo– no será tan “graciosa” como Enchanted. Y luce más cercana a la reciente y crepuscular Blancanieves sword & sorcery, a esa fresca Caperucita más Escarlata que Roja o a los novedosos Hansel & Gretel como asesinos. Pero lo único que de verdad importa de Maléfica es su casting y su poster. Ahí está de nuevo, como por arte de magia oscura, en todas las paradas de autobuses de Barcelona: la bruja de Angelina Jolie, la encargada de contar el otro lado de la historia y de revelar al público lo que (pequeños incluidos) siempre se supo: lo importante de un cuento de hadas es la mala malísima; porque, al fin y al cabo, lo que allí se cuenta es un cuento no de hadas, sino de brujas. Y si el Mal no es muy bueno, entonces el asunto del Bien no funciona muy bien.
TRES Y lo del principio: Rodríguez siempre le tuvo un poco de bastante miedo a Angelina Jolie. Desde el mismísimo Había una vez... de la actriz. Desde esa boca carnívora y desde aquellos rumores raros con su padre, con su hermano, con Billy Bob Thornton y con Alien y Predator. Y cuando la estrella atenuó su fulgor darkie –y se convirtió en una suerte de nova benefactora de la humanidad adoptadora serial y cruzada de la masectomía preventiva–, para Rodríguez la cosa se volvió aún más atemorizante. Sin ir más lejos, la otra noche Rodríguez soñó que Angelina Jolie aparecía al pie de su cama, ceñida en látex negro y brillante. Y que –luego de acariciar la entrepierna de Rodríguez con uñas afiladas como colmillos– procedía, amorosamente, a extirparle sus testículos y, con una sonrisa llena de labios, susurrarle un “Por las dudas, querido...”
CUATRO En cualquier caso, Rodríguez va a ver Maléfica con su hijo preguntándose (sin preguntarle a su hijo) si tiene ganas de verla, aunque percibe en el ya casi ex pequeño una cierta inquietud por la posibilidad de encontrarse en la entrada del cine con alguna amiguita del colegio. Sí, Rodríguez lo comprueba comprando las entradas: Maléfica es una película para hijas y para padres. Y muchos de los últimos ponen cara de padre divorciado: ese rostro que combina a partes iguales rasgos de excitación de tiempo limitado con habitante de tierra devastada que, hey, no está tan mal después de todo. Rodríguez, por su parte, es víctima del maleficio de convivir con eterna inminente ex esposa. Así que simula que en realidad vino a ver esa nueva variación sobre la pesadillesca aria de Philip K. Dick en la que Tom Cruise no deja de revivir para volver a morir sin jamás perder del todo una sonrisa que da casi tanto miedo como la de Angelina Jolie.
Casi.
CINCO Ya en la butaca, Rodríguez busca justificar sus ganas de que empiece Angelina Jolie intentando una suerte de apunte político-sociológico donde España, aquí y ahora, se parece cada vez más a una tierra de fantasía más mitómana que legendaria, donde todo es confusión en el patio del castillo luego de las pasadas elecciones europeas. La inquietud por el que se acabe la comodidad narrativa del bipartidismo y la alternancia y que –como en Juego de Tronos– para muchos de los hasta ahora acomodados en sus sillones se aproxime la posibilidad de un raro y novedoso invierno. Ya lo dijeron los responsables de las fuerzas mayoritarias, a la mañana siguiente de esa noche eterna de urnas, con el terror en la mirada: “Es una situación política muy complicada” (léase, entiéndase: “Es una situación muy complicada para los políticos”). Ah, ¿cómo es que los oráculos no advirtieron de un hipotético pero de pronto posible no fin de las mayorías absolutas pero sí principio de las minorías definidoras? Y, sí, en el caldero donde bullen esas exóticas rarezas, un poco de todo: ojo de dragón, bigotito de neonazi, pelo de gata en celo, índice de ultraderechista, sangre de cabra, destello de aurora dorada, guiño de separatista y todo, oh, para asustar con lo que da más miedo de todo. Aquí está ya, aquí viene: en España, Pablo Iglesias, como una mezcla de ceniciento y valiente sastrecillo azul para unos y de flamígero lobo feroz para otros. Un cuco a quien, ahora, todos quieren sacar a bailar. Algunos, claro, para sacarlo del baile y pisarle los pies y clavarle en el cuello un pedazo de zapatito de cristal, y contemplar cómo se desangra sobre el frío piso de sepulcral mármol.
SEIS La hija de Rodríguez está enamorada de Pablo Iglesias (aunque le recomendaría dejar esas amanteladas camisas a cuadros) y Pablo Iglesias se la/lo merece. El treintañero profesor universitario Pablo Iglesias, nacido en Vallecas y surgido de las tertulias televisivas donde calificaba con honores en el rol de angry young indie: coleta de matador-mosquetero, aire de saberse todas las canciones de Manu Chao y de poder recitar de memoria Las venas abiertas de América Latina. El partido Podemos de Pablo Iglesias se las arregló –a la luz indignada del 15-M y los rayos y truenos de las redes sociales– para en cuatro meses y poco presupuesto meter cinco diputados en el Parlamento Europeo y convertir a lo suyo en la cuarta fuerza política ibérica. Y todo a base de, hasta ahora, señalar todo lo mucho y muy negativo de los demás bajo un nombre/sigla reminiscente del alguna vez también utópico Obama, que –recuerden, no olvidarlo– aún tiene que cumplir con eso de cerrar Guantánamo. Y, claro, es tan fácil ser opositor desde fuera del poder. Y, también, tan fácil acusar al que silba “Imagine” de “ultra”, “bolivariano”, “friki”, “antisistema”, “rojillo” y “telepredicador quemaiglesias” y, apenas, desea que los hijos de perra de presa vayan presos. Rodríguez quisiera creer en él; pero Rodríguez ya creyó en Zapatero. Y la izquierda de Zapatero probó ser más bien siniestra. Así que ahora (“No creas en cuentos de hadas”, ordena el slogan en el poster de Maléfica) no le toca creer a él. Ahora les toca creer a los más jóvenes. A los que –y ojalá que Pablo Iglesias sepa no cruzar la fina línea que separa a Frodo de Gollum– están convencidos de que Maléfica es una película protagonizada no por Angelina Jolie, sino por Angela Merkel.
“Yo ya di”, se dice Rodríguez, un poquito maléfico, sí, masticando maíz inflado y frito, como más de un estadista.
Y se apagan las luces (y afuera un rey hasta no hace mucho tan benéfico dice “¡Adiós!” para que otro rey diga “¡Hola!” en la inevitable y satinada edición especial de esta semana y para que otros clamen por la República ya mismo) y se enciende la película. Una inesperada pequeña maravilla para grandes reducidos y pequeños agrandados que enseña a desconfiar de la idea del Bien y del Mal como polaridades absolutas. Y que siga la disfuncional función.
Había otra vez...
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