Jue 11.09.2003

CONTRATAPA

Cosas del demonio

› Por Luis Bruschtein

Los dos demonios fueron la fórmula aplicada en las trabajosas transiciones desde el fundamentalismo de la Seguridad Nacional de las dictaduras a la democracia, no solamente en Argentina sino también en Chile. Una vez salidos del esquema cuadrado que imponían desde el control de los resortes culturales –desde los medios hasta la educación–, las dictaduras no encontraban una explicación racional para sus acciones brutales. Y recurrieron al demonio para justificarse.
“Nos convertimos en demonio para combatir a otro demonio peor”, dicen los represores. Son dos demonios, pero uno se justifica y el otro no. Porque, finalmente, el demonio justificado –o sea la dictadura– es el ganador y el que permite el retorno a la democracia, según el escenario que ellos describen. Este demonio, entonces, está doblemente justificado.
La catástrofe para ellos sería que el demonio que pintan tan fiero no lo fuera o no lo fuera tanto. Porque entonces pierde sentido la justificación que ellos le dan a sus acciones más brutales. Y el retorno a la democracia tampoco sería mérito suyo porque no tienen justificación por haberla suprimido. Doblemente demonios, el demonio.
En la transición chilena el demonio con mayúsculas fue el presidente Salvador Allende. Un socialista podía decir que lo era siempre que, trascartón, pusiera cara de moderado y criticara los “excesos” de Allende. Se podía ser de izquierda y hasta se permitía una crítica suave al dictador Augusto Pinochet. Pero cualquier acción que se le criticara civilizadamente a Pinochet quedaba justificada por los terribles desmanes –que nunca se explicaban con claridad– del presidente Allende. Era muy simple, había que poner gesto consternado y decir: “Claro, debemos reconocer que durante el gobierno de Allende se produjeron algunos excesos”. Esa frase u otras más duras eran la condición para participar en el juego político de la transición.
La gente común tenía tan incorporado ese discurso justificativo de la dictadura que, sin defender a Pinochet, lo repetía como si lo hubiera vivido en realidad. Hablaban de tiroteos, de grupos de civiles armados, o de la guardia personal de Allende, en un sentido tan genérico, tan difuso, que terminaban con un gesto de los brazos como diciendo “era tan terrible que es muy difícil de contar”.
Lo cierto es que durante todo el gobierno de Allende no hubo un solo preso político, no hubo un solo momento en que no funcionaran los poderes públicos, no se tomó ninguna medida que no fuera aprobada por el Parlamento, no se cerró un solo diario, se respetaron todos los derechos de expresión y de protesta, los famosos cacerolazos de la oligarquía, o la huelga de los camioneros, financiada por la CIA, no fueron reprimidos. Y era un gobierno que soportaba el accionar desleal de una oposición que provocaba la escasez de productos de primera necesidad y que recibía financiamiento y orientación por parte de la CIA, como quedó comprobado en documentos y testimonios en Estados Unidos.
En una época en que la mayoría de las organizaciones populares y de izquierda de América latina se inclinaban por la lucha armada, Allende era un encendido defensor de los cambios pacíficos y democráticos y se jugó hasta el final por esas convicciones. Por el contrario, el golpe militar fue un argumento más para los que impulsaban la lucha armada. Y los militares pinochetistas fueron tan miserables que ellos mismos fueron cómplices de los asesinatos de dos generales democráticos, dos comandantes en jefe del Ejército. No fue la guerrilla ni la izquierda sino militantes de la agrupación derechista Patria y Libertad, muchos de cuyos integrantes actuaron como funcionarios de la dictadura militar.
Cada dictadura creó el demonio según las características de su país y de su historia. Como Allende no era guerrillero, a muchos que aquí tienen dudas sobre la teoría de los dos demonios, les parece inaudita la justificación de la dictadura pinochetista. Y a muchos chilenos que nocuestionan la teoría de los dos demonios en su país, les parece muy pobre la justificación de los militares argentinos. Después de todo, aquí la guerrilla no estaba en el poder –como Allende– ni tenía posibilidades de ganarlo, ni estaba en riesgo la propiedad privada como ellos lo sintieron durante el gobierno socialista. La construcción del demonio justificante fue una operación cultural exitosa de los golpistas. Y se mantuvo durante las transiciones por la debilidad de las fuerzas democráticas y la persistencia del miedo. Los homenajes de estos días a Salvador Allende en Chile indican que el miedo y los códigos culturales del pinochetismo empiezan a disiparse. Y que empieza el fin de la transición.

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