CONTRATAPA
Los crueles
› Por Osvaldo Bayer
¿Qué es la crueldad? ¿Por qué la crueldad? ¿Qué origen tiene? Alemania toda acaba de llorar por un crimen del Estado cometido hace justo sesenta años. Es inexplicable. Uno leía el diario con el recuerdo del aniversario y no podía creerlo. Sólo se podía reaccionar en la impotencia. Dejar el diario, abrir la puerta y salir, salir, porque ya no queda ninguna esperanza de nada. Si los hombres habían matado a otro hombre así, ¿qué podemos esperar ya de la humanidad? Justo en septiembre de 1943 era ahorcado a los 27 años de edad –¡ahorcado, eh!– el gran pianista alemán Karlrobert Kreiten, en la cárcel de Ploeztzensee, en Berlín. Uno de los más notables concertistas de esa época y el más joven y talentoso. ¿Qué había hecho, qué crimen había cometido el pianista? El prontuario y la condena dicen que “el pianista nombrado expresó a una amiga que la guerra ya estaba perdida y que por favor bajara los retratos de Hitler de las paredes de su casa”. La amiga corrió a denunciarlo ante la Asociación de Mujeres Hitleristas que llevaron la denuncia ante la Central Musical de Alemania –que no tomó la acusación– y poco después directamente a la Gestapo. El 3 de mayo de 1943 estaba anunciado en Heidelberg un concierto del joven Karlrobert. Todas las entradas estaban vendidas. El artista había programado un larguísimo concierto, porque eran tiempos tristes de guerra y muerte y quería que los asistentes se trasladaran a otro mundo de sueños e ilusiones: Preludio y fuga de Bach; la “Appassionata” de Beethoven; seis estudios de Chopin, la rapsodia española de Liszt y la Sonata en do mayor de Mozart. Pero los primeros espectadores que llegan encuentran un papelucho mal escrito por manos policiales donde se comunica lo siguiente: “El concierto de Kreiten ha sido suspendido”. Nada más. La gente se junta ante la puerta y no reacciona. Espera. Quiere ver aparecer al joven artista con sus ojos siempre como si buscara algo entre las nubes.
Pero Karlrobert Kreiten ya había sido trasladado a la cárcel berlinesa de Ploeztzensee, a unos 600 kilómetros de allí. Cuatro meses después, el gran pianista será ahorcado. Esa misma noche, la cárcel es bombardeada por los ingleses. El sacerdote de la cárcel relatará después de la guerra: “Con espanto me acuerdo de esa terrible noche en la cual la cárcel se prendió en llamas durante el ataque aéreo. En ese momento había 300 condenados a muerte, atados de pies y manos. Ninguno murió por las bombas de los aviones pero luego de pasado el peligro fueron ahorcados 168, de a ocho por turno, no habiéndoles los verdugos permitido que escribieran unas líneas de despedida a sus seres queridos. Entre ellos se encontraba el pianista Karlrobert Kreiten, uno de los mejores artistas jóvenes”.
Después de la guerra, el gran pianista Claudio Arrau, que había sido profesor del joven en el conservatorio de Berlín, escribirá: “Kreiten fue de los talentos musicales más grandes que encontré en mi vida. Si el régimen nazi no lo hubiera ahorcado, hubiera sido, sin duda, uno de los más grandes pianistas alemanes”. Y el director de la Filarmónica de Berlín, Wilhelm Furtwängler hará un último esfuerzo para salvarlo de la pena capital. Pero será en vano. El juez Roland Freisler y otros seis ayudantes lo condenarán a la horca. Textual dice el veredicto: “En el delito de traición a la Patria, el Tribunal del Pueblo ha resuelto en Derecho: Karlrobert Kreiten ha tratado traidoramente –en medio de la guerra total– de quebrar la voluntad patriota de una ciudadana alemana mediante las más bajas calumnias contra el Führer Adolf Hitler, las predicciones de una revolución y el consejo de alejarse del nacionalsocialismo traicionando al pueblo para de esa manera ayudar a nuestros enemigos. Por todo esto ha perdido su honor para siempre y es condenado a muerte en la horca”.
Pero una cosa llama la atención: los verdugos firman su ignominia. En las actas aparecen los nombres de los ejecutores. De los que mataban unavida tan bella, un cerebro pleno de las melodías de Schumann, de Schubert. Tal vez en el momento de su muerte tan atroz, en su cerebro se entrelazaron Chopin y Liszt.
Los verdugos firmaban sus crímenes. Es cuando se me ocurrió: nuestros verdugos argentinos, por lo contrario, esconden sus crímenes. Desaparecieron, dicen. Esa escena para la historia donde el general Videla les dice a los periodistas extranjeros, con cara de rata: “No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos”. En vez de decir: fueron ejecutados por mi orden y por las instrucciones que di yo. Los verdugos además de crueles, cobardes. Es que la crueldad está siempre infectada de cobardía. Ahora, tres generales desaparecedores les echan la culpa a los franceses, que les vinieron a enseñar ese método. Bueno, si los militares franceses lo hacen, por qué no lo vamos a hacer nosotros. Una nueva forma de amparar su bestial perversidad adoptando la filosofía cruel como un método valedero.
Los bestiales crímenes de nuestros oficiales nunca se desnudaron con su luz propia. Por ejemplo. ¿Cómo “hizo desaparecer” la bestia humana teniente coronel Durán Sáenz en el campo de concentración de El Vesubio a esa naturaleza humana tan noble y abierta que se llamó Haroldo Conti? Lo destrozó primero y luego lo mató. Una mente cálida, cargada de sentimientos humanitarios, una sonrisa a la vida, un preocuparse por la gente del paisaje y viene esta bestia uniformada, educada en el colegio militar y sus academias y se cree Dios cuando no es más que un gusano repugnante que huele a su propio miedo. Y que está hoy viviendo con su mujer y sus hijos y yendo a misa todos los domingos y las fiestas de guardar. Mató el cerebro del querido y amado Haroldo Conti, el que nos hizo recrear el paisaje de los ríos y los verdes islas, muerto por un también asesino de mujeres cargadas de vida en sus vientres.
Es que los argentinos tenemos legítimamente el campeonato de la crueldad. Por eso tenemos que construir el templo de la crueldad. Poseemos ya el edificio: El de la ESMA. Allí hay que planear una avenida con monumentos que representen a nuestros crueles. Sí, esta vez las esculturas no van a ser para los héroes y los sabios, sino para nuestros crueles. Hay que llamar para ello a nuestro mejores artistas plásticos y que en los rostros de los conocidos asesinos nos expresen lo que para ellos es crueldad. En primera fila de la avenida, por supuesto Videla y Massera. Videla poniendo la cara de rata de la entrevista con los periodistas extranjeros. Massera con sonrisa cargante como diciendo: “Además de desaparecerlos me quedé con las propiedades de ellos”. Más atrás Menéndez, con el puñal en la derecha, y Bussi arrastrando jaulas donde están los mendigos y vagabundos listos para ser arrojados a las víboras y los alacranes y siguiéndolo el pueblo tucumano gritándole: “Idolo, volvé”. Y los generales Harguindeguy, López Aufranc, Bignone y Díaz Bessone vendrán vestidos de generales franceses, y Astiz, cuerpo a tierra matando adolescentes. Todos, todos estarán, los crueles.
Los argentinos fuimos los primeros en la desaparición. No nos dejemos ganar de mano. Seamos también los primeros en crear el museo de la desaparición.
Pero eso sí, en la escuela más próxima, en el salón de actos, el gran cuadro de un concierto para piano y como espectadores todos nuestros poetas, artistas, obreros, maestros, estudiantes desaparecidos. En el piano, un joven extranjero: Karlrobert Kreiten, que además de una cabeza llena de sueños tenía en su corazón el coraje civil de no querer ser esclavo de los tiranos.