Mié 17.09.2003

CONTRATAPA

Caruso

› Por Rafael A. Bielsa

Acostado en la habitación a oscuras, me pregunto dónde queda la tierra de uno. Mi tierra es el sur de este continente que sigue definiéndose más por lo que no quisiera ser que por lo que es, este suelo donde la mayoría de nosotros no lucha por sus derechos sino por su subsistencia. En la radio suena “La fulana”: “... que no puedo, / que quien sabe, / que esta noche, / que mañana, / la cuestión que la fulana, / me dio el dulce y lo mordí”. La tierra de uno, pienso, es el único sitio donde todo tiene que ver con todo.
Escuché por primera vez “La fulana” en la casa de la nonna Marina, donde vivía mi tío Caruso, el hermano de mi madre y mi padrino. Los discos eran suyos, y yo me tiraba a los pies del combinado durante las siestas asfixiantes de verano a aprender canciones que todavía me duran en los oídos. “La fui de mozo, vivo y rompedor, / mientras duró el jueguito ligador, / pero la última fulana, / me adelantó el reloj”.
Le decían Caruso porque cuando era bebé gritaba más fuerte que Enrico Caruso, el tenor. Fumaba cigarrillos negros, se parecía lejanamente al egipcio Omar Sharif de Lawrence de Arabia y tenía una voz rugosa y oscura que jamás alzaba. Era un hombre apacible de palabras equitativas, esa clase de individuos a los que los demás piden consejo. Su profesión de escribano le sentaba como un traje a medida.
Caruso me enseñó a cautivarme con ellos, explicándomelos con una paciencia infinita. Por las noches, en el patio de la casa, igual a una vieja terraza bajo las uvas oscilantes, me hacía razonar sobre el sentido de las partes de un todo. Hay una bella canción de Lucio Dalla que también habla de una terraza: “Aquí donde el mar reluce / y sopla fuerte el viento / sobre una vieja terraza / delante del Golfo de Sorrento”. La canción se llama “Caruso”.
Mi tío era un hombre que se dejaba amar por las mujeres, siempre cortés y al mismo tiempo apartado. Un cinco de enero fuimos a la heladería “Cavalli”, y él le preguntó a la muchacha que nos atendía qué le había pedido a los Reyes Magos. Ella se lo contó al oído y ambos rieron. Yo me di cuenta de que lo había pedido a él.
Sin embargo, era un hombre que parecía tocado por un dolor mal dolido, por un mal dolor. A veces, se salía de sí mismo y uno no podía encontrarlo detrás de aquella sonrisa corta, siempre enmascarada por el humo de los cigarrillos, que encendía con su “carusita”, un encendedor plateado e infalible que jamás reemplazó por otro.
El me regaló mis primeros libros propios: leyendas sumerias y noruegas, y también una enciclopedia maravillosa, “A través del ancho mundo”, que todavía conservo. Una vez me contó una anécdota acerca de Caruso, el cantante. El 13 de junio de 1920, cuando se disponía a interpretar el Radamés de la ópera Aída, estalló una bomba en el Teatro Nacional de La Habana. Según mi tío, luego del episodio, el italiano desapareció sin dejar rastros por algún tiempo, y nadie supo jamás qué había pasado durante ese lapso.
Yo le exigía conjeturas, sospechas, trascendidos. Él me contestaba con chismes o detalles: que Caruso se examinaba diariamente la garganta con un laringoscopio, que fumaba dos atados diarios de cigarrillos egipcios con boquilla, que antes de entrar al escenario bebía whisky con agua gaseosa y comía un cuarto de manzana. Creo que a Caruso, mi tío, la anécdota le gustaba porque le caía como anillo al dedo: era él quien se hacía humo durante el relato, y quién sabe por dónde andaría mientras duraba el encantamiento.
Aquella tierra mía de la infancia era plana y accesible. Se sabía lo que iba a suceder, y sin embargo lo que pasaba se vivía con alegría y sorpresa. Mi tío Caruso se sentaba a leer “La Voz de San Justo”, el diario que llegaba desde San Francisco a Morteros a media mañana, fumandohondamente sus “Fontanares”, con los anteojos de marco de carey. Yo lo espiaba desde la cocina, tratando de adivinar en su ceño la suerte del mundo. Siempre me advertía, como si me oliera, y levantaba la vista para sonreírme cautamente.
Era un hombre que lo comprendía todo, y que por lo tanto todo lo perdonaba. Cuando empecé con la política, mi madre no consiguió nunca de él una sanción que me disuadiera. La política, por aquellos años, logró otro milagro insalubre: que mi madre, que lo adoraba, le pidiera que no visitara más su casa. Recuerdo que él movió la cabeza, como si negara, y la besó por toda respuesta. A mi madre, ese beso, la hizo llorar.
Mi tío Caruso te tocaba el corazón, por más que él no buscara ese efecto. Estoy seguro que nunca hizo nada sentimental buscando el resultado. Caruso, el tenor, Carusielo, Carusito, decía que los atributos responsables de su éxito eran un amplio pecho, una gran boca, 90 por ciento de memoria, 10 por ciento de inteligencia, mucho trabajo, “y algo en el corazón”.
Mi tío murió de cáncer a los pulmones; se enteró de lo que tenía cuando le preguntó al médico que lo visitaba su especialidad, y escuchó “oncólogo”. A partir de ese momento ya no volvió a ser el mismo. El 3 de diciembre de 1920 un pedazo del decorado le cayó a Caruso, el cantante, sobre el costado izquierdo durante el último acto de Sansón y Dalila, en la ópera Metropolitan. De allí en adelante surgieron una serie de complicaciones e infecciones que lo llevaron a la muerte. De las cartas a su esposa se infiere que él tampoco volvió a ser el mismo.
La tierra de uno, pienso, es el único sitio donde todo tiene que ver con todo. Escucho “La fulana”, a oscuras. Tango de Alberto Mastra, Mastracusa de nacimiento, conocido como Carusito.

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