› Por Noé Jitrik
Hace unos meses publiqué en este diario una nota titulada “Como yo siempre digo”. La idea central tenía que ver con esa modalidad dialógica tan especial que se puede designar como “autorreferencia”; en otras palabras, es el modo en que alguien que hace una afirmación se toma a sí mismo como autoridad y, de ahí, puede citarse sin ninguna inhibición para enfrentar los asuntos más diversos y de la más diversa gravedad. El o los otros, que pueden no tener la costumbre de citarse a sí mismos de esa manera, encuentran a los autocitados chocantes y aburridos: cuando aparecen las autocitas el interlocutor, salvo que pertenezca a la misma especie, pone cara de ausencia, es muy probable que no le importen en absoluto ese “yo”, simplemente porque le importa más el suyo, ni esa manifestación de tuteo con el tiempo, el “siempre”.
Por supuesto, los pocos comentarios comprensivos que obtuvo mi nota contrastaban con el general silencio que acompaña todo poner el dedo en la llaga de hábitos verbales; en el caso era sobre la llaga de ese vicioso comportamiento que llamo “autorreferencialidad” y que es frecuente no sólo en el hablante común, sino también en políticos, en parientes, en vendedores, en sacerdotes y hasta en filósofos (en éstos con buenas razones por las exigencias del tipo de razonamiento que suelen hacer y que no tiene más remedio que defender). Supongo que, en todos los casos, incluidos los de los filósofos, esa costumbre responde a una necesidad de autoafirmación o de temor a ser ignorado, es penoso que a uno lo borren cuando está queriendo que lo consideren y, sobre todo, si lo que es capaz de afirmar tiene para él gran importancia. Sin contar, además, con que el “yo”, lo decía Freud pensando en el enunciador y/o protagonista de las novelas, es invulnerable y, como señalaba Benveniste, es el centro y el núcleo esencial de la enunciación, de modo que se comprende que se manifieste con fuerza aunque a fuerza de repetirlo la pierde, al menos en la conversación.
Pero el tema no se agota con la mera y casi enojada mención. Brotan flecos incesantemente por menos atención que uno ponga a la interacción verbal que liga, o separa, a las personas. Ahora se trata de esa curiosa apelación a un “yo” que parece un imán en cualquier inicio y/o desarrollo de una conversación, es como si el “yo” fuera atraído por un enunciado cualquiera, desde una simple mención a un gusto o a una costumbre hasta un concepto. Más o menos funciona de la siguiente manera: si por ejemplo Juan dice, al pasar, que lo invitaron a comer ostras, algún chileno tal vez, Pedro acota rápidamente: “yo nunca como esas cosas”; si Juana apunta, sin querer hacer de eso una declaración, que le duele la cadera, Carlota, de inmediato, interviene con “a mi mamá yo le digo que tiene que caminar más”; si alguien comenta que su hija le comentó que el día estaba nublado, quien debería recibir esa importante noticia sin pestañear se enardece y proclama “yo le dije a mi nieto que debía abrigarse para salir”.
La lista de ejemplos es enorme e incesante, casi propia de una cultura de la conversación que tiende, desde luego, a acabar con ella. Y alcanza niveles sublimes cuando se trata de logros; quien quiere exhibir uno no necesita que nadie evoque nada como para diversificar, tal como ocurre en los ejemplos precedentes, sino que parece embriagado con el título que acaba de obtener, el libro que le van a publicar, el galardón que ha obtenido de modo tal que su “yo” parece enroscarse y envolver todo su cuerpo, o intoxicarlo, y, desde luego, todo lo que tiene para ofrecer a inermes oyentes que tal vez tengan algo semejante para ofrecer y que, así frenados, han de sentirse invadidos por una dura sensación de inermidad e impotencia; no es trivial lo que ocurre cuando un “yo” de ese tamaño se anticipa al que uno podría querer poner en juego, casi siempre en un sentido parecido al que le ganó de mano.
Se podría pensar entonces que estoy dibujando un combate dialéctico cuando es solamente un modo de comunicación que puede ser idiosincrático, o sea exclusivamente argentino; no lo es, toda generalización es abusiva y genera la sospecha sobre el valor relativo que tiene haber observado una modalidad; sin embargo, es tan frecuente y sus manifestaciones tan diversas que registrarlas daría materia para un tratado. No me voy a poner en esa ciclópea tarea: una vez registrado el fenómeno, y sabiendo que los “yoes” de todo el mundo, incluso el mío, pueden poner sus esperanzas en el “siempre”, me prometo no entrar en el combate y aguantar con paciencia que ante cada afirmación aparezca un “pero yo, pero a mí”, que intenten anular la posibilidad de un desarrollo. Ahora, si es que es un rasgo argentino, o porteño, o popular, o de la intelectualidad de la clase media, o de los militantes políticos, o de los parientes, quisiera vincularlo con otra instancia, igualmente curiosa. Me refiero a la suerte que corrió en este país un órgano del cuerpo, invocado hace algunas décadas para explicar malestares o prohibiciones, me refiero al hígado, el lugar clásico de la pasión. Nunca se dijo por qué se le atribuían tantas cosas, pero el hecho es que las dolencias que padecía eran la enfermedad preferida de los argentinos que parecían ser los únicos en el mundo que lo tenían. Misteriosamente, dejó de ocupar ese lugar privilegiado y, en los últimos años, fue reemplazado en el ardor explicativo por otra dolencia, la depresión. El cáncer, la hipertensión, el ACV están, discursivamente, en una posición de otro orden, para mencionarlos hay que tener pruebas, mientras que la depresión se puede manejar más libremente, sirve para no contestar el teléfono, para no ir a trabajar, para tener otras enfermedades, para romper relaciones, para rechazar la comida, para no intervenir en política, para no pagar las deudas ni los impuestos. Y, sobre todo, para regresar a un “yo” que no para de manifestarse como reclamo, como queja, como expresión, como sordera, como descuido y muchas otras estrategias. Internado en este peligroso camino, estoy empezando a pensar que eso que llamamos “depresión”, incluso tomándola en serio, como un padecimiento difuso y que no tiene nombre pero sí una multitud de síntomas, bien podría ser un grado supremo de exacerbación del yoísmo, no necesariamente porque del yoísmo se sigue la depresión, sino porque mientras se manifiesta el deprimido no hace más que hablar de sí mismo si es que la depresión no lo enmudece del todo, es como si la pasión de sí mismo lo hubiera invadido, atrapado en sus redes por obra de un mero pero poderoso pronombre personal.
Los psiquiatras me condenarán por esta afirmación liviana y los depresivos ni hablar pero, poniendo la mano en el corazón, y arriesgándose a manifestar sentimientos no muy generosos que todos tenemos, ¿quién no advierte que el depresivo sólo habla de sí mismo y propone a quien se pone a tiro una escucha insoportable y al mismo tiempo soportada? ¿Quién no ha intentado cortar ese flujo? A veces, quienes lo intentan se encuentran frente a un interesante problema epistemológico: el deprimido, provisoriamente detenido en su expansión yoica, dice, sombríamente, a quien ha conseguido ese paréntesis: “no me estás comprendiendo”. Debe entenderse por “comprender”, va de suyo, la aceptación resignada, en silencio, de ese discurso moribundo que se resiste a verse y, desde luego, a ver a los demás.
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