CONTRATAPA
Cucarachas y babosas
› Por Sandra Russo
Todo el mundo tiene en la familia a alguien como Elena Cruz. No digo a alguien que admire a Videla, sino a alguien que les ponga apodos a las cucarachas y les pida perdón a las babosas antes de envenenarlas. En casi todas las familias hay o hubo alguna tía loca y excéntrica que babeaba al saludar y era el espanto de los chicos besados, que apenas la veían empezaban a refregarse la mejilla. Alguna parienta fuera de cauce que salía a la calle con el batón desabotonado, que se robaba caramelos en el kiosco, que buscaba camorra con las vecinas o amenazaba a los chicos del barrio a escopetazos de gas comprimido si alguno había osado tocarle las hortensias. No hay familia ampliada que se precie sin una loca de esta especie. Siempre se trata de una loca, no de un loco, y acaso a esa figura de la loca latente en el imaginario colectivo apeló hace tres décadas la dictadura para descalificar a aquellas mujeres que comenzaban a dar vueltas alrededor de la Pirámide de la Plaza de Mayo.
Aquellas mujeres no decían que a sus hijos los estaban matando como a cucarachas ni que los estaban haciendo desaparecer como a babosas. Ninguna de ellas, en todos estos años, osó caer en la pose de la locura. Ni estaban locas ni lo aparentaban. No usaron metáforas jardineriles para referirse al drama que vivieron, ni abusaron jamás de ese drama: fueron la presencia duplicada que replicaba la ausencia de sus hijos. Quien las tildó de locas tenía la locura en la mirada o, simplemente, la voluntad de malinterpretar y desautorizar los gritos más racionales, cuerdos y sensatos que se escucharon por aquí durante muchos años. Decían esos gritos que no hubo errores y que no hubo excesos, destartalando así el intento de presentar como excepcional lo sistemático. Exigían aparición con vida, incluyendo en esa consigna el núcleo central del delito que no iba a cesar de cometerse nunca, en tanto los desaparecidos siguen aún hoy desapareciendo. Reclamaban juicio y castigo a los culpables, y pese a que durante mucho tiempo parecía que ese reclamo eran pompas de justo jabón soplado al aire, hoy está cerca.
Por su parte, Elena Cruz, que ganó la notoriedad que su carrera artística no le había procurado embanderándose con la defensa de lo que hasta los apologistas del régimen ya consideran indefendible, ha encontrado en la pose de la locura un lugar cómodo desde donde ser considerada intelectualmente inimputable. Y si no, hay que haber visto la cara de desorientación, el domingo pasado, de Vilma Ripoll, mientras Elena Cruz explicaba su amor al prójimo con el relato de la piedad que le despiertan babosas y cucarachas. Esa es la estrategia de la loca de la familia: suele no estar para nada loca, suele usar la chapa de loca como herramienta para manipular a los demás, suele atrincherarse en su presunta locura para reinar en su propia baldosa, manteniendo a los otros a una distancia prudente, porque la loca de la familia despierta por un lado irritación, pero también, por el otro, despierta cierta piedad, cierta impotencia, fuerza a rendirse porque ante la locura uno se rinde, ante la locura caen los argumentos, los fundamentos y, claro, la razón.
La patrulla perdida de la demencia militar de los setenta ha logrado una banca en la Legislatura. Los buenos modales democráticos han permitido que a Elena “Patrulla Perdida”Cruz la tengamos sentada imaginando leyes comunales que tal vez –por qué no– terminen beneficiando a Nelly o a cualquiera de sus otras amigas cucarachas. Y tal vez, pasado el estupor, no esté del todo mal esta presencia inconcebible. Tal vez sus intervenciones públicas sigan recordándonos, una vez y otra vez, como ella misma dice, que hay otra gente que pensó o piensa como Elena Cruz. Que estamos recién ahora sacando medio cuerpo del lodazal inmundo en el que estuvimos sumergidos durante décadas. Que ella no representa a nadie, pero sí representa, incluso durante sus actuaciones como la loca de la familia, el mal que roe, el mal que acecha, el mal interior y subterráneo de la peor Argentina.