CONTRATAPA
Muerte y regreso
› Por Osvaldo Bayer
Al terminar una conferencia se me aproximó un hombre de mediana edad que me dijo que deseaba preguntarme algunas cosas. Fuimos a un café y me reveló que había sido suboficial del ejército durante la dictadura. Me señaló que no podía explicarse lo de la crueldad de Videla y los suyos. Que antes él no había vivido nada de eso, apenas alguna reprimenda a algún conscripto, pero que luego todos los uniformados parecían ser dueños de la vida y la muerte de los que vivían por fuera de ellos. “De pronto todo cambió –me repetía el ex suboficial–. Me contestaban ‘estamos en guerra’ como única explicación. Todos se volvieron asesinos, todos se sentían capaces de matar, de torturar. Mataban a las madres para quedarse con los niños, se da cuenta usted, ¿cómo podían vivir con los niños de las madres muertas?”
Los niños de las madres muertas. Todos querían matar. Los generales que más mataban eran los más admirados. Se le fueron escapando esas palabras al suboficial. “Venían jóvenes policías recién ingresados a ofrecerse a los cuarteles. Una vez trajeron a un muchacho preso y todos se abalanzaron para pegarle en la cara, sólo en la cara. Le dejaron una careta. Tiene que ver usted, la boca, cómo le dejaron la boca. Que parecía fija sin poder moverse y sin dientes que se le resbalaban para afuera, con baba colorada.”
No paraba de hablar mi circunstancial interlocutor. ¿Explicarle yo qué era la crueldad? El la había visto, yo la había leído. O me la contaron. Como ese día. Cuando quería darle alguna explicación me interrumpía para acumular crueldades.
Temí que el hombre estuviera loco. No, pero no era eso. Era un hombre muy fino a pesar de sus años de cuartel. “¿Qué es la crueldad, cómo nace la crueldad?”, me apura. Y sigue: “¿es producto de un lugar donde viven hombres solos? ¿Un cuartel? ¿Un convento? ¿Un asilo? ¿Una cárcel? ¿Un lugar donde hay arriba y abajo? Tuve amigos que de pronto decían que se iban a dar una vuelta. Y después contaban que habían dado algunas pasadas. Era la picana eléctrica, ¿me entiende?” El hombre me inquiría con los ojos. “A la crueldad, ¿se la pasa la madre o el padre al hijo?”, me pregunta casi en silencio. Yo lo dejo hablar. Termina la conversación, pero no me avergüenzo por mi falta de respuesta. “Ya nos encontraremos”, me dice. Y se va, bien peinado, bien vestido y con los ojos a punta de llanto.
Vienen de Mar del Plata. Me entregan una publicación de los Juicios por la Memoria. Los juicios. La abro y me encuentro con un rostro con el labio superior un tanto levantado, es el gesto del desprecio y la superioridad. Así es posible describir la crueldad. Es del coronel Pedro Barda, dueño del terror de Mar del Plata. Los presos sufrían la tortura y la muerte con el rumor del agua del mar llena de sol. Lo miro al coronel Barda y recuerdo al suboficial que buscaba la definición de la crueldad. Los ayudantes y amigos de Barda eran del grupo nacionalista CNU que vivieron unos años allí la experiencia que debe haber sentido ser Himmler. Detención, tortura y muerte. Pero también los marinos eran maestros de la crueldad. Los marinos de guerra se distinguían porque trataban a garrotazos a las jóvenes mujeres prisioneras. Era algo rebuscado que al parecer ocasionaba el máximo placer. En la Base Naval y en la ESIM (Escuela de Suboficiales de Infantería de Marina). El caso de la joven Julia Barber fue atroz, porque el guardia se dio el gusto de darle garrotazos hasta que se cansó. En muy mal estado, todas las secuestradas comenzaron a sufrir alucinaciones y además debían soportar las violaciones de sus compañeras. (¿Un cuadro de crueldad total?) Para enfrentar todo aquello las presas rezaban espontáneamente, tratando de fortalecerse.¿Espontáneamente? ¿Este rezo, esta oración, no provocaría el clímax de los garroteadores? ¿Es ya aproximarse a lo que es la crueldad? Nos imaginamos los éxtasis del coronel Barda cuando le informaban de esos placeres.
¿Y “La noche de las corbatas” del general Arrillaga? Ahí sí que el general debe haberse sentido chocho, alegre, no todos pueden llegar a comprobar el límite de la crueldad como lo pudo certificar él. Liquidó a los abogados de derechos humanos y del derecho laboral. La ciudad quedó limpia con gran alegría de los dueños capitalistas. El general Arrillaga a quien Alfonsín luego le daría la gran oportunidad de hacer la gran venganza de La Tablada con bombas y desaparecidos. O bajemos un poco el dial y contemos lo del preso Del Prado a quien su madre intentó visitarlo en la comisaría 4ª, en el día de su cumpleaños. Fue la gran diversión del personal policial. Lo hicieron comparecer al preso al patio y ahí lo cargaban al pobre preso: “Así que estuvo mamita, así que estamos de cumpleaños, te vamos a hacer una linda fiestita”. Y le rompieron dos dedos de la mano y le lastimaron la mandíbula a puñetazos. ¿Es ésta una crueldad? ¿Duele más que cien picanazos en el ano? No sabemos, habría que hacer una encuesta al general Arrillaga y al coronel Barda. O lo que le ocurrió a la parejita de chicos de Lobería de apellido Sadet, a quienes mataron después de haberles hecho llorar todas las lágrimas en la tortura. General Arrillaga, coronel Barda, presentes, en libertad siempre.
Pero lo bueno es que mientras algunos buscan comprender a la crueldad y llegar a su origen, otros creen en el futuro, miran al cielo para encontrar un buen celeste, a pesar del sufrimiento de siglos, que han sido apaleados y humillados. Después de tantos siglos de persecuciones y racismos, de arrinconadas y desprecios, los indios –así les gusta llamarse porque saben que los otros los llaman así– van a hacer un congreso donde se mirarán todos a los ojos. Los indios que viven en estas pampas de la provincia de Buenos Aires. Sí, aquellos que sobrevivieron a San Roca y a los Arrillaga y Barda de los 1870. O a aquel coronel europeo bárbaro que degollaba él mismo a los ranqueles, a Federico Rauch a quien nosotros los argentinos devotos de la crueldad lo hemos premiado con el bautizo de una ciudad. Y todos sus habitantes contentos, cuentan que el coronel europeo se liquidaba a diez indios a la vez. Coronel Rauch, la ciudad bonaerense perfumada con aromas cementeriles de ranqueles degollados.
Tal vez allí les gustaría al general Arrillaga y al coronel Barda recibir su extremaunción. Bien, pero impresiona la fuerza de vida de los indios que pese a todo viven en nuestras latitudes. Cuarentaidós mil en tierra bonaerense. Y el 3, 4 y 5 de octubre, ahora, se reunirán en el teatro de Luz y Fuerza de La Plata (entre 41 y 42) para mirarse y hacernos ver que todavía están allí: ranqueles, guaraníes, mapuches (que se ríen cuando los milicos los llaman “chilenos”), tobas, diaguitas, pampas, coyas, calchaquíes, wichis, aymarás, querandíes, vilelas, chanés, tupíguaraní, charrúas y hasta aztecas.
No todo “indio” fue eliminado como adelantó el generalísimo Roca ante el Congreso: “El éxito más brillante acaba de coronar esta expedición dejando así, libres, para siempre del dominio del indio esos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbrantes promesas al inmigrante y al capital extranjero”. (Y los indios han vuelto a través de los siglos. Están entre nosotros.)
Si hubiera vivido, el perito Moreno hubiera dicho que tienen cara de sapo, mientras Humboldt hubiera calificado a los indiecitos como los niños de más hermosos ojos de la tierra. Los crueles y los sabios. Roca hubiera buscado su pistola al cinto. Pero los verdaderos habitantes de la tierra ya no van a ir al museo de La Plata para ser exhibidos como pumas y guanacos. No, van a la casa de obreros blancos. Al abrazo, a la derrota de la crueldad de los Roca, los Arrillaga, los Barda.