› Por Horacio González
No es necesario decir cuán abarcadora y a la vez fugitiva es la idea de Occidente. Fácil es reprobarla como sede cultural de la construcción moderna del capitalismo, con sus tecnócratas del espíritu, sus industrias culturales, su corte de explotados, sus dolientes legiones de inmigrantes repelidos. Pero es mucho menos fácil definirlo ahora, donde hay que lamentar, inconmensurablemente, las modernas víctimas de la lucha por las imágenes (la representación icónica de Mahoma, en términos caricaturesco, satírico o meramente austero). Es una lucha que tiene muchos siglos, pero en la que luego de los atentados a las Torres Gemelas se envolvió la prensa europea, casi en su conjunto. No sólo Charlie Hebdo, sino diarios dinamarqueses, noruegos, Liberation, France Soir, Le Canard Enchainé. Asimismo, dibujantes norteamericanos, hace una década, habían lanzado la campaña “Dibujar a Mahoma”.
Todos saben que el Corán no se pronuncia definidamente sobre las imágenes sacras, pero esa inhibición existe en numerosos textos auxiliares, y ha sido seguida de distintas maneras por diferentes corrientes del islamismo, según los ámbitos territoriales e históricos en que se hubo expandido. Quizás una de las notas cruciales de la enunciación islámica es los distintos grados de prescindencia de la representación sagrada por medio de iconos. La oración, tema crucial del ser religioso –en todas las religiones mundiales–, involucra a la memoria, la lectura colectiva, y el modo objetivo o subjetivo en que las imágenes interrogan a la conciencia íntima.
Pero no es exclusiva de los musulmanes la preferencia por la prohibición de imágenes figurativas en los lugares sacros, sino que fue practicada por el cristianismo bizantino, retomada por el genérico recelo cristiano hacia las idolatrías, y por ciertas tendencias protestantes que se inspiran literalmente en el capítulo del Exodo, que reza “no te harás icono ni imagen alguna...”. El islamismo, gran creación del espíritu humano, nos pone frente a la encrucijada de las imágenes. ¿Qué parte del lenguaje o del pensamiento estamos invocando cuando decimos “imagen”? Una conocida broma de Borges –que toma del historiador inglés Gibbon– afirma que “en el Corán no hay camellos” para patrocinar identidades que expulsen de sí toda autoafirmación. Sólo sería válido y asumiría realmente su ser, lo que no insistiese especialmente en su propio ser. En verdad, el Corán menciona los camellos, pero se entiende hacia dónde quiere ir Borges. En “La busca de Averroes”, Borges ve al notable filósofo árabe-español, empeñado en traducir a Aristóteles (como efectivamente hizo), pero tropezando con las dificultosas nociones “occidentales” de comedia y tragedia. Profunda visión de cómo se enlazan, se tensan, se reconocen o se resisten las percepciones entre Occidente y Oriente, correspondiendo acaso a la arabeidad y al islamismo la asombrosa tarea de ser un estricto mediador entre ambos polos civilizatorios –escisión quizás heredada de las grandes intuiciones cartográficas de Ptolomeo–, que tanto desvelaron luego a historiadores, poetas y pensadores como Goethe, Max Weber, Antonio Gramsci y Edward Said.
Nunca en “Occidente” se dejó de tomar la imagen como un tema, y en plena mitad del siglo XX, resulta turbadora (y crítica) la afirmación de Heidegger respecto de que “el fenómeno fundamental de la Edad Moderna es la conquista del mundo como imagen. La palabra imagen significa ahora la configuración de la producción representadora”. Al trasluz de este aserto que pone en juego toda la tradición humanista y a las éticas antropológicas, puede juzgarse toda la obra de Foucault, lo que Derrida llamó “Espectros”, las hoy notorias consideraciones de Aby Warburg sobre la memoria de imágenes de Occidente –y todos los trabajos que de él descienden–, tanto como la gran obra de Lezama Lima, y un poco más acá, el post-cine de Godard (Adiós al lenguaje). A este propósito, tanto este film, como la película paraguaya Siete cajas, son grandes manifestaciones de la reflexión sobre el peso esencial de las imágenes y las telecomunicaciones (y por lo tanto del lenguaje) como problema de la existencia. Obras de arte como éstas son los verdaderos “relatos salvajes” que nos llevan a pensar los más profundos dilemas del sujeto mundano y de un nuevo humanismo práctico.
El comando asesino que distribuyó sangre y fuego en la redacción de la revista humorística francesa, no sólo producía un crimen horripilante, no justificable por ninguna acción semejante de la contraparte que sea, sino que ponía en el corazón del planeta otra perspectiva estremecedora para la “época de la imagen del mundo”. No es réplica a nada, sino un ensimismamiento en la producción de imágenes de guerra a través de recortes arquetípicos de imágenes planetarias. Las que se produjeron en escala catastrófica con las Torres Gemelas, y en el simbolismo del degollado universal y del “asesinato en la catedral”, encarnada en los nuevos clérigos sacrificiales –los caricaturistas– y en la otra escena, esta sí imagen del teatro planetario, del policía tirado en la vereda y que mira, quizás en un gesto de clemencia, al agresor que culmina su tarea con la ilustración póstuma de una cruel facilidad: los dos disparos que salen de la Kalashnikov. El desafío simbólico de los dibujantes (generador de obvias incomodidades, de subido escozor) era respondido por una materialidad de muerte que generaba otro tipo de imagen. Llamémoslo el simbolismo del asesinato real, con lo cual el símbolo y lo real adquirían otras dimensiones universales, absolutamente pavorosas. No es mejor la otra opción: hay que recordar, en la absurda bifurcación que poseen las formas de violencia, que los ejércitos occidentales que atacaron Irak, Libia o Malí, no permitieron que se difundieran imágenes de las acciones de guerra y su inevitable cortejo de atropellos contra la vida humana.
Repensar estos temas a partir de teorías democráticas de la imagen –a eso hay que llegar–, es ya casi lo mismo que ahondar en los mejores argumentos para evitar la derechización definitiva de Europa, la conversión de las religiones mundiales en “teologías-políticas” justificatorias de instituciones que se constituyen a través de cualquier tipo de poder artillado, los cercamientos territoriales que impiden –medievalizando la historia contemporánea– toda circulación de personas, tanto en aeropuertos como en cualquier suerte de frontera, y el tributo nocturnal que todos pagamos al surgimiento hegemónico de las tesis sobre la seguridad como fortuna final de todo razonamiento político.
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