Vie 16.01.2015

CONTRATAPA

El cazador de autógrafos

› Por Juan Forn

Hay una famosa frase de Freud sobre Stefan Zweig que dice: “Comprendo sus pensamientos como si fueran viejos conocidos míos”. Se la dijo en una carta en que le agradecía el envío de una de sus obras, pero a continuación agregaba: “Por desgracia, las lectoras que hay en mi casa se llevaron su libro. Espero que no se enfade de ganar lectoras jóvenes en lugar de conservar éste, ya anciano”. Freud no se había ido de Viena aún y Zweig era el autor más exitoso de la época. Su carrera había empezado a la manera vienesa: a los cinco años, Brahms le apoyó la mano en el hombro cuando se lo cruzó por la calle y el pequeño quedó varios días trastornado de emoción. Sus primeros esfuerzos literarios consistieron en pedir autógrafos por correo a autores y compositores. Como nadie le contestaba, empezó a firmar las cartas Stephanie Zweig. Creía que el secreto de los genios estaba en su caligrafía. Conservó el hábito cuando se hizo famoso: escribió, o conservó copia, de treinta mil cartas con contemporáneos célebres, además de poseer en su casa de Salzburgo la pluma de ganso con la que escribía Goethe, el escritorio de Beethoven y cartas manuscritas de Mozart, Rembrandt, Balzac y William Blake. Incluso llegó a comprar, en el mayor de los secretos, unos papeles manuscritos de Hitler, para tratar de entender el odio que éste le profesaba: Hitler había mandado quemar los libros del judío Zweig, junto con los del judío Freud y el judío Einstein, en cuanto llegó al poder.

Hasta entonces era moneda común entre los escritores de Viena burlarse un poco de Zweig. Karl Kraus lo llamaba “peluquero de héroes” por su estilo de adjetivación y los títulos de sus libros (Idearios de grandes mentes, Momentos estelares de la humanidad, Constructores del mundo). El irreverente Kurt Tucholsky tenía una canción que empezaba así: “Una dama no demasiado joven / se ponía cada noche un vestido diferente / y se sentaba a comer sola en su mesa. / La describiré con pocas palabras: / era una lectora de Stefan Zweig. / ¿Lo he dicho todo? / Sí, ya lo he dicho todo”. Cuando Zweig publicó el libro La curación por el espíritu, donde trataba la labor de Freud junto con la del médico hipnotista Mesmer y la de la fundadora de la Ciencia Cristiana Mary Baker Eddy, Freud le escribió: “El ensayo de Mesmer es el más acertado. El de la señora Eddy no logró interesarme. En cuanto al mío, acentúa casi exclusivamente el elemento pequeño-burgués de la corrección, pero yo soy algo más complicado”. El propio Zweig confesaba en la intimidad: “No me engaño a mí mismo con sueños de inmortalidad, sé lo relativa que es toda la literatura que hago”. Su primera esposa pensaba lo mismo: “Tu literatura es sólo un tercio de ti y nadie ha llegado a comprender la esencia que permite interpretar los otros dos tercios”. Zweig era un maestro en el arte de evadir lo áspero en su obra y en su vida. Allí creía que radicaba su singularidad como observador privilegiado de su tiempo. Supo predecir en 1920 que las capitales europeas se estaban pareciendo cada vez más entre sí, perdiendo su color. Culpó de ello a la radio, el cine y las revistas ilustradas, que consideraba el mal de la época hasta que los nazis llegaron al poder y procedieron a convertirlo en un judío errante más.

Zweig abandonó su casa de Salszburgo y pidió asilo en Londres. Cuando estalló la guerra y empezó el bombardeo de Londres huyó a un cottage en la campiña, donde primero trató de tener una huerta para enfrentar el racionamiento y luego llenó una habitación entera de latas de conservas y reservas de papel y de tinta. Cuando los nazis ocuparon Francia consideró inminente la invasión de Inglaterra y huyó a Nueva York. Cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor y Estados Unidos entró en la guerra, partió de apuro a Brasil. Se instaló en Río de Janeiro hasta que supo que había submarinos alemanes en aguas brasileñas y emprendió entonces su éxodo final, a las montañas de Petrópolis, donde se suicidó con su segunda esposa, en 1942.

En esos años, cada vez que llegaba a un nuevo destino y la prensa le pedía su opinión sobre lo que ocurría en Alemania, Zweig declinaba opinar de política: prefería hablar de literatura. Los honorarios que recibía en cada conferencia eran para el comité de refugiados judíos del país donde estuviera, pero decepcionaba a todos los que querían oírlo condenar el régimen nazi. Creía que la mejor respuesta no era demonizar a los seguidores de Hitler sino tratar de contagiarles el valor de la cultura que su Führer quería erradicar de la faz de la Tierra. Su plan era solventar una revista literaria “escrita en conjunto por toda la hermandad cultural europea” que abriera colectivamente los ojos de todo el Reich. Cuando el proyecto fracasó, consideró que su silencio era la mejor condena a Hitler. Mientras Thomas Mann declaraba a la prensa: “Donde yo estoy está Alemania, llevo conmigo la cultura germana y no me considero caído”, Zweig le escribía a un amigo: “Ojalá existiera algún rincón donde poder escabullirme. Nada vale más para un escritor que un poco de silencio y soledad”. En palabras de sus críticos, nunca fue ni un activista ni un pacifista, sino apenas un pasivista. Pero su suicidio produjo tal efecto que terminó reformulando su figura.

Los diarios del mundo publicaron la foto que hizo circular la policía brasileña, donde se veía a Zweig y a su esposa acostados vestidos en su cama de hotel: él ya está muerto pero parece seguir transpirando; la joven Lotte también está muerta pero parece seguir amándolo; en la mesa de luz se ve el frasco vacío de veronal y casi se puede sentir el ventilador de techo girando en vano. Muchos otros refugiados judíos se suicidaron en esos años, casi todos en circunstancias mucho más adversas y luego de haber padecido muchas más penurias que Zweig, pero aquella foto fue simbólica: como si encarnara por sí sola la vulnerabilidad de todos los judíos europeos que habían tenido que abandonar su mundo para conservar la vida. “Ninguno de sus libros me estremeció tanto como su muerte”, confesaría años después Hermann Broch. Similar sacudón experimentaron personalidades tan distintas entre sí como Schöenberg, Einstein, Wittgenstein y Brecht, y tiendo a pensar que lo mismo habrían sentido Joseph Roth y Freud, si no hubieran estado muertos para entonces. Pero en aquel momento nadie se animó a decirlo en voz alta, después de que Thomas Mann declarara con indignación: “Jamás debió darles a los nazis esa satisfacción. Su odio y su desprecio hacia ellos eran demasiado débiles” (además, en su correspondencia privada, Mann echó a rodar el rumor de que el suicidio se debía a la homosexualidad de Zweig: “Tengo entendido que era inminente algún escándalo, que sintió que corría peligro”).

Yo reconozco que Thomas Mann fue diez veces más escritor que Zweig (y que, si hablamos de Viena, creo que con sólo leer una página de Joseph Roth uno queda incapacitado de por vida para los libros del pobre Stefan), pero confieso que me embarga una secreta y enferma satisfacción cada vez que alguien que admira cándidamente a Stefan Zweig lo describe como el Thomas Mann vienés.

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